La elección legislativa de octubre es la de la provincia de Buenos Aires. No solamente por el peso poblacional, político, cultural y productivo que hace que las elecciones legislativas sean medidas siempre en gran parte por los resultados “en la provincia”. Eso es así desde hace mucho: Cafiero ganó la posición central en el justicialismo en 1985 sin siquiera la necesidad de salir primero en la votación (ganó el radicalismo): le bastó con superar a Herminio Iglesias para terminar drásticamente a favor de la “renovación”, la interna contra la “ortodoxia peronista”. Nadie recuerda, por ejemplo, cómo resultó el balance general de votos entre el PJ y la recién formada Alianza en 1997; la victoria de Fernández Meijide sobre Chiche Duhalde marcó a fuego el balance de la elección y fue determinante en el curso político inmediatamente posterior. Ni hablar de las elecciones nacionales de medio término de 2009 y 2013; todos recuerdan que en ellas perdió el gobierno kirchnerista, a pesar de que sus adherentes fueron la fuerza más votada en el país: las victorias bonaerenses de sendas fuerzas surgidas del “peronismo disidente” contra el Frente para la Victoria le dieron el color definitivo a estos dos episodios.
En este caso no se trata solamente de una tradición política que atribuye una importancia, casi siempre exagerada, a lo que ocurre en la provincia. Sucede que allí se va a desarrollar la pulseada política decisiva, la que va a determinar si en la Argentina se mantiene vivo y encendido el antagonismo principal de esta etapa de su historia o si avanzamos hacia una rápida “normalización” de la política, de esas que aseguran la “previsibilidad” del país. En realidad se trata del capítulo electoral de una batalla política que empezó el mismo día de la elección nacional que ganó Macri, la que el establishment (no solamente el gobierno) libra para sacar del juego político a Cristina Kirchner, como operación política clave para desarticular y aislar al movimiento político que cuestiona las bases de sustentación del programa neoliberal para el país. No es un dato trivial el hecho de que mientras se desarrolla la campaña electoral una importante cantidad de dirigentes macristas y massistas adelanten que van a intentar expulsar a la ex presidenta de su cargo de senadora si finalmente resulta electa. Una de dos: o se trata de un estado de inestabilidad emocional, contagioso en ciertos círculos, o forma parte de un operativo político del que oficialistas y opoficialistas son ejecutores menores. Un operativo, dicho sea de paso, extraordinariamente análogo al que se desarrolla en Brasil alrededor de la potencial candidatura de Lula amenazada por la “justicia” de ese país. Todas casualidades.
La cuestión Cristina parece habérseles ido de las manos a los que tenían la misión de impedir su participación en el drama político de estos días. Se jugaron muchas fichas para impedirlo. Toda la cadena mediática funcionó unánime y violenta a favor de la proscripción. El grupo Magnetto -a través de quien es su vocero periodístico más espectacular- afirma haber intentado incidir en la actitud de Macri a favor de actuar claramente a favor de la prisión de la actual candidata a senadora. Hace poco dijo el mismo periodista que Cristina ya había ganado, que su sola candidatura significaba que el juicio sobre su gobierno no lo haría la corporación judicial sino el electorado (en realidad lo dijo distinto: habló de la “justicia”, del “derecho penal” y otros eufemismos del caso, pero el contenido inequívoco es ese). La decisión de Cristina sobre su candidatura fue el tema alrededor del cual orbitó la política en los últimos meses a contar, por lo menos, desde aquel retorno que tuvo como significativo escenario las escalinatas de Comodoro Py. Hubo bien informados que dijeron que Cristina se retiraba de la política, que se exilaba, que se dedicaría a sus nietos. Algunos todavía siguen explicando que decidieron su política electoral sobre la base de cálculos de esa clase. También se discutió mucho la cuestión entre quienes la reconocen como líder; se argumentó que la candidatura terminaría favoreciendo a Macri, que había que cuidarla, que desde el Senado nada podría hacer y eso generaría decepción. Finalmente se decidió. Y la decisión fue, vista desde este modesto lugar, la mejor. Porque se basó en un juicio sobre la etapa precisa que estamos viviendo en el país. La etapa donde el país pendula entre la afirmación política del plan de reestructuración neoliberal o la entrada en una fase crítica. El gobierno de Macri puso en marcha todos los motores económicos que condujeron al país al marasmo de 2001: endeudamiento, contracción de la economía, apertura importadora, redistribución regresiva del ingreso, cierre de empresas, liquidación de controles estatales al “mercado”. Pero cuando hablamos de una fase crítica del plan neoliberal no pensamos en el resultado automático de determinadas tendencias económicas sino en la legitimidad política de un determinado gobierno. La crisis de la legitimidad política no se establece en términos formales (eso es legitimidad legal-constitucional) sino que es una realidad de hecho: el pueblo tiende a la desobediencia. Eso finalmente fue la crisis de diciembre de 2001; estalló cuando De la Rúa dictó el estado de sitio y el pueblo salió a la calle. Claro que a esa situación no se llega de un momento a otro. En el caso que traemos se trataba del segundo gobierno administrador del consenso de Washington, habían pasado doce años desde su puesta en marcha. De lo que hoy hablamos es de otra cosa. Hablamos de la relación de fuerzas políticas y de cómo quedan después de una elección. Hablamos de la activación o no de los sectores sociales duramente agredidos en estos últimos meses. De la influencia que estos resultados tendrán sobre los planos de la representación social y política. De cuál será el mensaje para la conducción de la CGT, del peronismo, del radicalismo.
La novedad no consiste solamente en que juega Cristina. Incluye la forma de su lanzamiento: fuera de la estructura del justicialismo bonaerense y con casi todo el justicialismo bonaerense a su favor. Y tiene también el renovado mensaje que transmite su campaña: presencia popular concreta y no movilizada orgánicamente, no tan masiva como significativa, politizada pero no personalizada ni espectacularizada sino concentrada en los resultados de una política, la de este gobierno, y en su comparación con los resultados de otras políticas posibles y fácilmente incluibles en una continuidad crítica de la puesta en marcha por los gobiernos entre 2001 y 2015. A todo eso hay que sumar que Cristina no solamente entró en la competencia sino que hoy absolutamente todos los encuestadores dicen que su triunfo en la provincia es una posibilidad concreta y sus mediciones en el conurbano bonaerense son impactantes. Es decir, la candidatura de CFK salió al encuentro de un sector político real y masivo y no a una alucinación sectaria y fantasiosa como pensaba cierto sector del análisis político en los tiempos del auge de las plazas del pueblo. Por eso la sobreactuada indiferencia del gobierno y de sus sostenedores va dejando paso a una preocupación: ¿qué pasa si Cristina gana? Algunos segmentos del periodismo oficialista han empezado a deslizar otro modo de operar sobre el proceso electoral. La estigmatización del kirchnerismo no mueve el amperímetro. Ni siquiera cuando adopta la lastimosa forma de diputados de la nación ensañados con un colega sobre el que no pesa ninguna condena judicial. Tan liberales como se presentan, terminaron avalando una forma de “juicio popular”, es decir la capacidad de un grupo determinado de juzgar a un individuo con prescindencia de toda referencia legal. No lo hicieron de modo disimulado; por el contrario pelearon por ocupar espacios mediáticos convirtiendo en valentía ciudadana lo que no era otra cosa que un vulgar revanchismo y la ostentación de su pertenencia a la Argentina sana y transparente, la misma que estuvo detrás de las dictaduras más sanguinarias de nuestra historia.
La persecución no alcanza. De la economía no se puede hablar. La corrupción no es el tema que más conmueve a los encuestados. Es de esperar una suerte de campaña del miedo. Una verdadera campaña del miedo y no lo que fue caratulado así cuando se alertaba de los peligros que teníamos en noviembre de 2015 y que hoy se han convertido en dura realidad. Lo que se viene es la puesta en escena del “efecto Cristina”. Ahora sube descontroladamente el dólar porque la presencia de CFK asusta a los mercados. Y si gana, el país perderá la confianza del mundo y ya sabemos que perder la confianza de los de afuera supone para un sector importante de los argentinos la certidumbre de una catástrofe relativamente inmediata. El peligro para la estabilidad económica, para la paz social y para el orden político no vendría -según esta nueva campaña- del rumbo antisocial, irresponsablemente endeudador, políticamente provocador y sistemáticamente basado en la mentira publicitaria al que asistimos, sino de la candidatura de quien representa claramente la oposición real a ese plan.
El macrismo sabe y cada vez disimula menos que en el resultado de “la provincia” se juega buena parte de la consistencia de su posición política. Sabe que el establishment apuesta a su favor y lo seguirá haciendo hasta el día en que esa apuesta se convierta en políticamente inviable. Sabe que sus posibilidades de un paso airoso por el gobierno son inversamente proporcionales al surgimiento y desarrollo de una alternativa política que, apoyada en los logros de la experiencia popular de comienzos de siglo, en la conciencia de sus insuficiencias y errores, pueda construir una nueva promesa -amplia, generosa y plural- para el futuro de los argentinos y argentinas. Esa cuestión es la que empezará a definirse en las cercanas primarias de agosto.