Mañana termina Gran Hermano y la detención días atrás del primer ganador de la primera edición en Argentina del reality por presuntos delitos aberrantes traza la línea de una parábola escalofriante. Nunca se termina de conocer a la gente por la televisión. La distancia que imponen las pantallas es insalvable. Las pantallas han eliminado el naturalismo y el realismo. Las emociones pueden ser verdaderas, las lágrimas también. Pero las pantallas terminan siendo opacas cuando se supone que su mejor cualidad es la transparencia, la luz, la tersura de lo liso.
Cuando alguna persona con dos dedos de frente trata de recordar que Gran Hermano siempre fue algo más –o mucho más- que un programa de televisión, un experimento sociológico, un espejo distorsivo pero con algún trasfondo genuino de la sociedad, un ida y vuelta con los peores sentidos que circulan por las redes, una mega exposición a la tendencia de opinar y decir todo “sin filtro”, los propios hacedores arrugan y te dicen “¡No! Es un juego”. Sí, claro, los juegos pueden ser también peligrosos. Se llama jugar con fuego. Cuando jugás con las personas, cuando se manipulan personas desde adentro y desde afuera, claro que es un juego, pero eso no quita que se pueda ver algo más del orden de la psicología social y los productos comunicacionales de masas. Auscultarles el interior.
Lo primero que tengo que decir es que yo, que seguí el reality durante varias temporadas, escribí bastante acerca del fenómeno y también dejé de hacerlo, sea por efecto del paso del tiempo, sea por efecto de la falta de fe en la capacidad de la cultura de masas de reciclarse en algo más interesante de lo que viene ofreciendo en el nuevo siglo, perdí la mirada irónica. La famosa mirada irónica.
Nunca tuve una mirada cínica hacia la llamada cultura popular; pero sí mantenía una saludable distancia irónica, un doble pliegue que me permitía (creo) mirar el fenómeno desde adentro sin quedar subyugado por el mundo otro que propone la televisión, o la maquinaria de la cultura pop a la que me parece que pertenecen por espíritu todos los realities de la “gente común”. Y, al revés, me permitía superar una mirada solo despectiva y elitista, gracias a haberme entrenado en las lides periodísticas desde la lógica de Cultura & Espectáculos más que de la de los suplementos culturales o literarios. Como sea, esto es para mí materia de auto reflexión y nada más. Pero como espectador que fui de Gran Hermano en estos últimos cinco meses, reconozco que más de una vez me dejé ganar por el enojo, la indignación, la grieta y el fastidio frente a la banalidad en la que se iban disolviendo los temas de agenda, como la cuestión de género, que al comienzo pintaba para ser EL tema y se terminó diluyendo en lo de siempre: qué difícil les resulta a las mujeres ganar los concursos y los programas en los que vota el público. Volvía, vuelvo, en busca de algo que Gran Hermano ya no me ofrece. Y cuando estaba por llegar a la conclusión de que simplemente estoy siendo víctima del paso del tiempo y su influencia sobre las personas (malhumor, pocas pulgas, ataques de seriedad) creí llegar a una suerte de revelación acerca de mi malestar con el reality. Y creo que no soy yo aislado sino yo inmerso en un malestar de época.
Fue así: empezó a hacerme ruido ver gente encerrada voluntariamente. Cinco meses encerrados en una casa muy linda y grande, con pileta y muchas comodidades, pero en una convivencia forzosa con muchas otras personas: en el arranque eran dieciocho y un solo baño. Ok: relativicemos el calificativo “voluntario”. Cuando las empresas invocan el “retiro voluntario”, no suelen ser tan voluntarios. Pero también es cierto que no se trata de casos totalmente compulsivos. Millones de personas se anotaron para acceder a ser voluntariamente encerradas. ¿Eran parte de la misma sociedad que produjo marchas de la libertad para que no nos encierren más por la pandemia y su ya mítica cuarentena más larga del mundo? ¿No quedamos en que los jóvenes ahora son todos libertarios, rebeldes de derecha, narcisistas incandescentes, celosos de su más absoluta libertad individual, libres como el sol cuando amanece? ¿A quién se le ocurrió que Gran Hermano era la mejor opción de reality pospandemia cuando precisamente le había ido tan bien a Masterchef, un programa intimista de cocina y hogar, de puertas adentro?
Mañana termina Gran Hermano y quizás venga a representar aun con su excusa lúdica, la de ser el juego más famoso del mundo, esa captura de las subjetividades modelo neoliberalismo del siglo 21: ya no necesito atraparte, vienes a mí y te sometes voluntariamente. La lucha de clases se convirtió en un juego de roles.
Hace años, yo creía –aun sin ser aspirante al club de los integrados- que esta mirada era una exageración de los apocalípticos. Hoy, después de los años pandémicos, ya no estoy tan seguro.