Todas mis palabras se han dispersado, escribe Dubravka Ugrešić (1949-2023) en Baba Yagá puso un huevo, después escribe margarina y mantequilla, pero la palabra perdida es queso. Crema de queso para untar. Quien la quiere decir y no puede decirla cuando la escucha en otra boca dice blanco de queso, lo hace para evidenciar su furia y la ofensa que le provoca el olvido.
Dubravka está escribiendo sobre una madre y una hija, sobre las telarañas de la memoria, sobre las metástasis cerebrales, sobre la vejez. En el tiempo detenido la palabra encontrada se vuelve promisoria. No de la oración, del vocabulario.
Palabras perdidas, identidades y entornos se unen ahora en la despedida, Dubravka murió hace unos días en Ámsterdam, ciudad en la que vivía su exilio yugoeslavo. En el recorrido de sus desvelos y muy cerca de las etimologías que unen mitos y cotidianidades, sus libros son la huella de la huella y la línea pintada en el medio de la ruta por la que viajan sus obsesiones: la vida de las mujeres, la infancia socialista, la desintegración de Yugoslavia, la guerra civil, las identidades fracturadas, las traiciones, la banalidad de la cultura contemporánea, el desarraigo.
Su nombre aparecía en la lista de las apuestas por el premio Nobel, en las discusiones críticas sobre los nacionalismos, en foros feministas y en debates sobre la literatura: “la han destruido editoriales hambrientas de dinero, editores perezosos, críticos sobornables”; contaba su vida en pocos renglones: "fui etiquetada como yugonostálgica y traidora que saboteaba el nuevo estado croata (…) me quemaron en la hoguera de los medios de comunicación con una alegría indisimulada (…) me defendí recordando, recordando como arma preferida contra la violencia del olvido”; un arma que también usaba para promover nombres literarios borrados del mapa.
Contrabandista literaria –profesora de literatura comparada y forastera por naturaleza– colaba con soltura y mucho humor palabras de Virginia Woof, de García Márquez, de Flaubert, de Nabokov o de la tradición eslava y las hacía lucir como un turbante de seda con los colores del arcoíris en el mundo inalámbrico de las letras. Decía que soñaba con mundos paralelos y avatares azules más humanos y que la iglesia era un contaminador mental que producía toneladas de misoginia.
Recibió de un lector croata sin herederos una casa de campo en Kuruzovac (Juan Forn lo contó en una de sus contratapas de los viernes) y fue catalogada de puta y bruja feminista que violó a Croacia en los años noventa cuando se opuso a la guerra civil durante la desintegración de Yugoeslavia. Amor y odio.
Una mujer convertida en pluma, una pluma que es parte de su nueva piel, dice en el final de Baba Yagá puso un huevo que los hombres que tienen los ojos inyectados de sangre y que han causado y causan la muerte en millones de personas son los que dejan a su paso las calaveras. Ellos, no las ancianas solitarias que viven en el linde de un bosque. En una despedida que no lo es, Dubravka crea a esa mujer pluma que sueña con un ejército de mujeres que se levanta para ajustar cuentas mientras vuela montada en la escoba que se compró con su trabajo: “La compré con mi dinero. Y vuelo sola”.