La casa es un puñado de basura apilada. Maraña, fortaleza intocable, manía acumuladora que se pierde entre cada una de esas cosas arrumbadas, sostenidas en una especie de torre que el diseño de arte de Alejandro Goldstein convierte en un castillo infantil. Mabel hizo de cada una de sus cosas una extensión de su cuerpo y esa escala que hace de su casa un objeto diminuto, separado de la escena donde la acción va a intentar resolverse, convierte a este lugar en un objeto. Algo que Ana puede ver desde afuera y que seguirá siendo para ella un territorio incomprensible.
Entre esa madre que permanece, que custodia sus historias inventadas y reales y esa hija que viaja todo el tiempo porque es azafata, ocurre una comedia doliente, un instante donde lo material, donde el deseo de poner orden en una existencia que sobrevive gracias a ese tumulto indescifrable de las cosas, puede ser la forma más exacta de la crueldad.
La llegada de Ana es una operación de limpieza. Ella quiere separar lo verdadero de lo inventado, las historias delirantes de su madre de cada situación concreta, creíble. Si Mabel construye un imaginario donde el pasado le da una identidad, un nombre, una historia, Ana quiere que todo tenga la certeza del realismo. Franco Verdoia como autor y director de Late el corazón de un perro instala a dos mujeres desde dos registros diferentes en el marco de una situación que puede ser tan excepcional como cotidiana y las pone en lucha desde dos posiciones que son dos maneras de atravesar la ficción. En los diálogos entre Ana y Mabel lo que realmente sucedió no siempre tiene la forma de lo creíble. La persistencia de Ana en desplomar lo que ella considera que es la fantasía de su madre se parece a esa pulcritud que utiliza como el arma para desembarcar en esa casa, para convertirse ella misma en la antesala de un orden legal que terminará despojando a su madre de todo.
Si la aparición de Hernán (el amigo de la infancia de Ana, el hombre eternamente enamorado pero también la persona que se quedó en el pueblo y que tiene un registro del tiempo más cercano a Mabel) le ofrece a Ana una afectividad que ella no está en condiciones de percibir, también es cierto que cada escena de ese regreso provoca dolor en Ana porque no deja de saberse parte de ese mundo, una astilla más, perdida entre esa multitud de objetos que ya no tienen ningún uso, que no entran en los códigos pragmáticos con los que Ana lee su entorno.
Silvina Sabater hace de Mabel un personaje fuerte aún en el derrumbe. La potencia se encuentra en su discurso, en su capacidad para defender ese pasado, para asentarse en cada una de las historias que le contó a su hija y también para hacer de esa insistencia un argumento. Esa determinación a la que Sabater le encuentra caminos alternativos, zonas insospechadas, recursos perdidos que resurgen como si los tuviera guardados y esperara el momento oportuno para hacerlos entrar en escena, le impiden reducir a Mabel a un personaje melancólico. El acierto de Verdoia como dramaturgo y director y de Sabater como actriz se encuentra en ese espíritu bélico de Mabel que es una marca de carácter. Desde esa disposición, Berenice Gandullo, responde con un trabajo preciso, firme, donde la emoción surge desde la bronca. Esto permite que la escena conformada por una hija que parece ensayar una sutil revancha y una madre que oscila entre la displicencia y una atención que nunca quiere ser demasiado evidente, consiga una dinámica, una fuerza de presente que evita el clamor nostálgico o quejumbroso.
Gerardo Serre como Hernán interviene como un espectador de la escena. La ternura de este personaje no le quita una sabiduría sobre la situación, una mirada que puede construir una síntesis. En Late el corazón de un perro cada personaje está en un plano distinto y eso permite que en la escritura convivan tres puntos de vista que son, en gran medida, otra forma de conflicto.
Late el corazón de un perro se presenta los domingos a las 21 en Espacio Callejón.