Oyfn Veg Shteyt a Boym es el título en ídish de una bella –muy bella- canción judía, una rara canción de cuna.

Acompañado por el plañido de un violín y la picardía melodiosa del acordeón, el niño le cuenta a su madre que, como ha llegado el invierno, hay un árbol al costado del camino que ha quedado solo porque los pájaros que lo habitaban se han ido a buscar sitios más cálidos. El niño ha decidido volar hacia el árbol para acompañarlo en su soledad, cuando llegue la tormenta, y cantarle como lo hacían los pájaros antes de abandonarlo. La madre se desespera, no quiere que vaya porque hará mucho frío y se va a morir congelado. Claro que si de todas maneras vas a hacer lo que quieras, llevate la bufanda y calzate las galochas y ponete el gorro de lana y finalmente, no te vayas sin tu abrigo de piel. El niño, que ya volaba a consolar al árbol, va perdiendo altura con cada nueva protección hasta que ya no puede mantenerse en el aire con tanto peso y queda apachuchado en el piso. Tu amor de madre no me ha permitido volar, le dice… mientras la abraza y le seca las lágrimas.

No fue tal el caso de la muchachada de la judeidad polaca que los nazis encerraron en el Ghetto de Varsovia hasta decidir qué harían con ellos. En el abril de hace ochenta años, esos chicos que transitaban el ghetto en el desahucio de sus vidas jóvenes, no dejaron que el miedo amoroso de una madre los agobiara; se desembarazaron del peso apocalíptico de las lanas y las galochas ancestrales que entorpecían su andar, para definir el ritmo de su propio suceder, parados frente al pasmo nazi que se había ido convirtiendo en una condición natural del existir cotidiano. Allá volaron hacia el árbol sin pájaros, sin los resquemores de los viejos que preferían no hacer olas aferrados a una esperanza que estaba maldita, ni los burócratas del Judenrat -el Consejo Judío- que por decisión del nuevo gobierno alemán administraba la sujeción, cobraba impuestos e impartía órdenes y castigos, ni la Policía Judía, guardiana autopropuesta -y cuanto menos cipaya- del interior del ghetto, ni los comerciantes, los artesanos y los socios judíos de las fábricas de uniformes y cepillos -con los que ellos mismos serían barridos, desnudos y sin mortaja, a los campos de exterminio de Treblinka y Majdanek- donde congéneres enflaquecidos por el hambre cumplían largas horas de trabajo.

A medida que la ocupación nazi fue definiendo su esencia, tres atmósferas convivían en el día a día del ghetto: el terror ante la precariedad de la vida frente a los arbitrios del invasor, la actividad cotidiana que continuaba en el interior oscuro del hacinamiento y el submundo que iba y venía a uno y otro lado del muro que encerraba al ghetto, transitando cloacas y túneles o diminutos agujeros en la pared por donde se filtraban los niños, gracias a la esbeltez del hambre, para contrabandear sustento, mensajes secretos, tal vez una pistola o algún canje estrambótico, solo comprensible para las almas que habitan situaciones límite. También habría un guardia que mirara hacia otro lado, ya fuera porque dispusiera de un corazón o de un soborno.

En enero de 1942 la conferencia de Wanssee discutió la cuestión judía y le encontró una solución: la solución final. Así fue que, en el verano de ese año la Gestapo, las SS varsovianas, ucranianas y letonas, el ejército y la Policía Judía se encargaron de arrear a miles de judíos que el Judenrat debía nominar para ser deportados a campos de trabajo donde iniciarían una nueva vida.

La juventud del ghetto que se agrupaba en organizaciones de resistencia de diversas tendencias, religiosas, de izquierda, sionistas o no sionistas así como los sionistas de derecha por su lado, como aún no habían conseguido armas, no se sintieron capaces de rebelarse, pero pocas dudas les cabían de que esas deportaciones no acababan en un campo de trabajo sino en la pura muerte. Alguno de ellos se escurrió al lado ario de la vida para husmear a dónde iban a parar esos trenes cerrados con candados. No se asombró cuando un guardavías le contó que llegaban al pueblo de Treblinka y volvían vacíos, pero que no había visto que arribaran también cargamentos de comida, así que no sé con qué alimentarán a tanta gente, agregó rascándose la cabeza con aire desorientado.

En los archivos que organizó el historiador Emanuel Ringelblum para darle sentido a su pasar de judío recluido en un ghetto, y que fueron cuidadosamente enterrado de modo que algún día -si hubiera un después de la Historia- pudieran dar testimonio, quedó el periódico clandestino donde se publicó la información sobre la verdad de Treblinka, pero quién, entre los habitantes del ghetto, tendría el valor de creerlo... En todo caso, aquello sería como los nombres de Dios, que se sabían, pero no se nombraban.

Cuando la esperanza de supervivencia se fue transformando en apenas un reflejo que se iba apagando, se reunieron las organizaciones de la resistencia para formar la ZOB -Zydowskiej Organizacji Bojoweja- la Organización Judía de Combate, bajo la dirigencia de Mordejai Anilevich, un muchacho que había llegado al ghetto con su sólida formación socialista, energía militante, poder organizativo y el espíritu mesiánico necesario para entender y hacer entender que la única manera de sobrevivir dignamente en la ciudad cercada consistía en elegir por sí mismos los caminos de la propia muerte. Empezaron por ocuparse de los que desde dentro colaboraban con el invasor, siguieron por liberar a los cautivos que la Policía Judía entragaba a la Gestapo, desbarataron sorpresivamente la deportación masiva que se retomó en el invierno de 1943, cuando ya disponían de algunas armas y explosivos caseros y finalmente decidieron enfrentar a las tropas que invadieron el ghetto en abril de ese año en la consciente y desesperada lucha final. 

Los últimos que se vieron atrapados decidieron el suicidio, mientras los que pudieron encontrar alguna de las seis salidas del ghetto, tanteando la oscuridad de las cloacas para escapar, se unieron a la resistencia polaca o huyeron a los bosques donde se juntaron con los partisanos soviéticos o se escondieron hasta que llegó el Ejército Rojo o fueron descubiertos y asesinados. 

Uno de ellos, Marek Edelman, amigo y subcomandante de Mordejai Anilevich supo decir que no se consideraba especialmente valiente ni heroico, sino que todos ellos fueron no más que gente de su momento histórico.

 

 

 

 

 

 

Quiero decirte, paciente lector de esta historia llena de desgarro, que no te estoy contando una tragedia de judíos, sino una tragedia humana, un descalabro de la Historia … que además no es único.