La Vero tiene la cara bañada en sangre. Está tirada sobre las baldosas de la San Martín, despatarrada, inmóvil. Parece un gigante abatido. Se puede sentir el temblor de la caída en las miradas de las que ahora la rodeamos. No hubo chance. Todas recibimos. Estamos solas en la plaza ahora. El viento empuja el agua de la fuente y nos salpica. No lo notamos. Milanesa putea a los gritos hasta que Sil la abraza y logra calmarla. Las demás no tenemos fuerza ni para eso. Estamos en silencio alrededor de la Vero. No sé qué siento al mirarla, pero sé que pienso que algo se terminó para siempre. Otra cosa no puede significar ese rostro teñido en rojo que ya toce y balbucea.
A la salida de la escuela, las Chicas Sabor se sientan en la vereda, contra el tapial de enfrente. Fuman y hablan a los gritos mientras los que salen pasan y las miran. Nadie se les acerca. Yo no soy todavía una de ellas. Las miro, por ahora, desde la puerta de la escuela. Son todas de segundo, aunque la que parece mandar, la que ahora está parada y les hace señas a las otras para que se levanten y se vayan –seguramente a la plaza, aunque eso todavía no lo sé, como tampoco sé que ella se llama Verónica ni que le dicen la Vero–, podría ser, por su físico, tranquilamente de quinto. Yo estoy en primero y encima soy gringa. Pero algo en ellas me llama.
Busco la forma de acercarme. En la escuela no me animo, pero cuando me entero lo de la plaza, deambulo a cualquier hora para ver si las encuentro. Alguna vez me cruzo de casualidad con una que anda sola, supero mi timidez y le hablo. Ella me presenta al grupo. Al principio me tratan con desconfianza. Cuando supero mi prueba, sin embargo, soy una más: en el recreo tengo que escribir Las Chicas Sabor en el pizarrón de quinto C y lo hago. Nadie me ve. Me escabullo y paso disimulada por el pasillo cuando salgo. Al volver al patio, muestro mis manos llenas de tiza y las Chicas me aplauden.
Toda la escuela nos odia. Asustamos incluso a las de los cursos más altos. La Vero dice que si nos mantenemos juntas no nos para nadie. Hoy la Vero y Milanesa colgaron una bandera desde el segundo piso. Las suspendieron por una semana. A la salida nos encontramos todas en la plaza y celebramos tomando cerveza hasta las cinco de la mañana. Ninguna de las quince va a ir a la escuela al día siguiente, ni al otro, ni en toda la semana.
-Tenemos que hacernos remeras- dice la Vero.
Vamos caminando en formación por la avenida. La Vero adelante, rodeada por las demás.
-¡Como las de quinto! -dice Sil, que siempre se entusiasma con todo.
-No, un uniforme -se corrige la Vero-. El uniforme de las Chicas Sabor.
-Sí, sí -decimos todas.
-Las Chicas a muerte. ¡Aguanten las Chicas! -grita Milanesa y nuestra canción empieza a sonar a gritos. Aguda, eufórica, desgarrada, la canción, que no consiste en otra cosa que en la repetición de nuestro nombre, rasga como un cuchillo el murmullo tibio de la ciudad, de los autos, de la gente que pasa. Es un grito de guerra, mientras avanzamos por la avenida.
La Vero está en el medio del círculo que las otras formamos ahora su alrededor, no canta pero nos arenga con las manos y se ríe mordiéndose los labios. Yo tampoco canto, en realidad. La miro a ella desde un costado, casi desde afuera del círculo: es el centro de un volcán en erupción imponente e irresistible. La Vero se gira y me levanta las cejas.
-¡Dale, vieja! -grito, y me pongo a saltar y cantar también.
El gran acto de las Chicas es esta noche. Toca una banda y todas las pibas de los tres quintos van a estar. Milanesa escuchó que van a ir con sus buzos, que es como una especie de graduación adelantada. Planeamos arruinarla, coparles el boliche, demostrar quién manda. Va a ser nuestra presentación en sociedad. La Vero dice que las Chicas Sabor son más grandes que una escuela.
Estamos en el medio del boliche. La Vero tuvo que insistir para que nos dejaran pasar, dijo que éramos de quinto, que si todas habían pasado por qué nosotras no y etcétera. Ahora estamos en el medio del boliche. Pasamos la cerveza indistintamente de una mano a la otra. El nuestro es un círculo cerrado en el medio del cual cruzan los brazos repartiendo el alcohol y las miradas de confianza. Todavía nadie nos prestó atención. Debajo de las camperas tenemos el uniforme de las Chicas. Esperamos nuestro momento. Alguna seña, algo que nos indique que es ahora.
Las de quinto son casi la mitad del boliche. Están desparramadas por todas partes: para donde mires hay un buzo amarillo, del A, uno azul, del B, uno violeta, del C. Entonces empiezan a cantar una de esas típicas canciones de quinto. Empieza, como todo canto espontáneo, de a poco, acallado por el volumen de la música –que no es tan elevado porque la máxima potencia la reservan para cuando llegue la banda, que no llegaremos a ver–, y luego va subiendo. Esta es la seña. Tenemos que hacer algo antes de que todo el boliche sea un único coro que las festeje. Sin necesidad de que la Vero dé la orden, cantamos nosotras. Enseguida el nombre de las Chicas Sabor se impone al cantito todavía tímido de las otras. Todo el boliche nos mira en silencio. No lo sé pero creo que hasta la música se paró y solo nuestra voz se escucha. Saltamos y gritamos más fuerte que nunca. ¡Las Chicas Sabor! Es nuestra noche de gloria. ¡Las Chicas Sabor! La ciudad ya sabe quiénes somos. ¡Las Chicas Sabor!
Desde un micrófono suenan, finalmente, las palabras trágicas:
-¡A pija!
No sabemos quién lo dijo, ni siquiera alcanzamos a mirar. Ya todo el boliche está devolviéndonos la canción: ¡Las chicas sabor a pija! Entre carcajadas, las palabras se repiten hasta el aturdimiento. El espacio mínimo que ocupamos en medio de la gente se estrecha y el aire se pone espeso, irrespirable. Quiero salir corriendo.
-Vamos -dice la Vero.
Como un instinto, nos ponemos nuestra campera y ocultamos el uniforme. Caminamos en fila, una atrás de la otra. La Vero va con la cabeza en alto, sin apurar el paso. Las demás nos miramos los pies y la seguimos. Yo voy al final. Cuando estamos por salir, alguien me agarra del hombro.
-Mañana quedate en tu casa. -Es una de las de quinto. Tiene un micrófono en la mano. Sobre el azul del buzo hay un corazón estampado con un 5 y una B gigantes-. No te conviene ir a la plaza.
Estamos sentadas las quince sobre el borde de la fuente. Ya se está haciendo de noche y la San Martín está vacía. Milanesa se trona los dedos, elonga. La Vero prende un cigarrillo y pasa el atado. Van a llegar en cualquier momento.
-¿Y si nos vamos? -pregunta Sil.
-Andá si querés -dice la Vero-. La que se quiera ir que se vaya.
Pero nadie se va. Nos quedamos, fumando y mirando los pocos autos que pasan por el bulevar. Es domingo y la ciudad parece un gran pulmón que apenas respira, que desfallece. Alguna se pone a silbar. No la alcanzo a ver desde donde estoy. A veces el viento empuja el agua de la fuente y nos moja un poco, pero no nos molesta, creo que ni siquiera lo notamos.