Introducir la temporalidad del testimonio en el proceso de memoria, justicia y verdad ante delitos de lesa humanidad puede pensarse al menos en dos dimensiones. Por un lado, en lo tocante a la espera de los sobrevivientes y familiares cuando la justicia llegó varias décadas después. Por el otro, la temporalidad de la que está hecha el testimonio como tal, interpelando al Sujeto y a la Justicia.
En relación a la primera dimensión, desde nuestra experiencia notamos que una de las más urgentes cuestiones que introducen las víctimas y los testigos de los hechos atroces es el tiempo “biológico”, cuando se teme no poder acudir al llamado de la justicia, “no llegar a tiempo”, como sucedió con una de las fundadoras de Abuelas de Plaza de Mayo Chicha Mariani, al descubrir que estaba perdiendo la memoria, producto de sus 86 años, y temiendo no recordar todos los detalles que desde hacía décadas esperaba poder testimoniar acerca de la apropiación de su nieta Clara Anahí; solicitó al tribunal autorización para una audiencia anticipada, logrando declarar antes del inicio del juicio por el Plan Sistemático de Apropiación de Niños/as.
Vinculado a este aspecto, existe también la temporalidad de la urgencia con la que los/as sobrevivientes reclaman que se aceleren los juicios, de modo que los responsables no mueran sin condena. Tal como analiza la jurista Sévane Garibian, en su magnífico libro La muerte del verdugo, donde reflexiona sobre el estatuto del cadáver del criminal de masas: “La muerte de Videla, como la de todo criminal de masas, muestra dos cosas, primero, que la muerte no borra nada: no desmitifica, no pacifica y no repara. Segundo, que existe una vida política, inmaterial, post mortem del verdugo, lo cual revela la importancia de la patrimonialización de los cuerpos frente a las exigencias de justicia y reparación”. Allí introduce interrogantes sobre ¿qué hacer con sus restos? ¿Qué y cómo hacer con la memoria de sus crímenes y de sus víctimas? ¿Cómo seguir viviendo con la presencia de este pasado? Allí señala que no es lo mismo el peso de la condena jurídica y social sobre el cadáver de un criminal de Estado, que el efecto simbólico de una sepultura impune.
Por su parte, Antoine Garapon, en el libro ¿Por qué recordar? dialoga con Jean Améry sobre la idea de éste de la Inversión moral del tiempo, y se pregunta si pueden los procesos judiciales ayudar al trabajo de memoria. Si tienen la virtud de acelerarlo o por el contrario es de temer que los paralicen. Es decir, ¿bajo qué condiciones puede la justicia apaciguar o bien agudizar la memoria?
Estos interrogantes que nos hemos hecho quienes desde diversos discursos transitamos por los dispositivos de la administración de justicia en el marco de juicios por delitos de lesa humanidad dan cuenta de la complejidad ética, subjetiva y temporal que implica poner en marcha este proceso, plagado de consecuencias en todos esos terrenos.
Respecto de la complejidad ética, podemos poner en interrogación aquello que Améry se preguntaba frente a la arrogancia del tiempo. En el libro citado dice: ¿Cabe imaginar un poderío mayor sobre la naturaleza que el de invertir el curso del tiempo, que pretender que aquello que sucedió, ya no existe? ¿No se produce en el mismo acto de justicia la inexorable actualización de la injusticia?
Cuando se tensa de este hilo, se desencadenan efectos impensados que hemos escuchado en las sucesivas audiencias que se desarrollaron en Argentina desde la reapertura de juicios en 2006 a esta parte.
C. declaró en el juicio por Automotores Orletti (donde eran llevados en su mayoría secuestrados/as uruguayos/as). Declaró frente a su apropiador y abusador. Ella fue una de las primeras nietas recuperadas por las Abuelas de Plaza de Mayo, a instancias de la búsqueda sin descanso de su abuela. Su padre fue asesinado y su madre se encuentra desaparecida. Su apropiador fue uno de los máximos responsables del CCD y la inscribió como hija propia. C. declaró durante varias horas, y hubo un largo intervalo donde tuvimos la oportunidad de conversar sobre la necesidad central que la envolvía en aquella audiencia. Dijo, de modo muy directo, que para ella no tenía tanto valor el aspecto condenatorio del juicio en sí mismo, aunque por supuesto era consciente de la implicancia social, pero que sin embargo lo determinante para ella, lo que la había llevado hasta allí, era una necesidad de “mirar a los ojos” a su apropiador y abusador ante el tribunal.
C. tenía 3 años cuando en “su casa parental” --como se la denominaba aún en la audiencia--, comenzaron los abusos, y los golpes que le propinaban cada vez que ella veía en la televisión a la hermana de su abuela, una actriz de la época. Por alguna razón, C. preguntaba por esa mujer que nunca había visto, quizás alguna dimensión de esa voz le era familiar, algún aspecto de la fisonomía de su cara la traía a un registro inespecífico pero real de algo familiar, no sabemos, pero la niña preguntaba por esa mujer en medio de la enorme cantidad de rostros que poblaban la televisión.
Esos abusos sufridos en silencio en su infancia eran lo que C. quería relatar mirando a los ojos a su torturador. Ya no sería ella sola y aterrada frente al genocida que le imponía nombrarlo como “padre”, sino que frente a un tribunal se le otorgaba el verdadero estatuto a los delitos que había cometido contra ella. Cabe destacar que el criminal se ocupó de esquivar la mirada durante toda la audiencia.
Al día siguiente, C. se comunicó conmigo, estaba muy angustiada. La audiencia había sido muy importante, pero los sueños que se habían desencadenado a partir de ahí no le permitían sentir la tranquilidad que había ansiado todas las décadas de espera. Al mismo tiempo que había surgido la calma por haber logrado declarar, emergían recuerdos inconscientes de esa “vida (in) familiar” --podríamos decir tomando este concepto freudiano determinante para el psicoanálisis, lo un-heimlich, lo ominoso-- vinculados a recuerdos de la vida que ella había llevado hasta que su abuela la encontró y la restituyó a su genealogía.
C. no había calculado este efecto de retorno de las imágenes que certificaban lo que habían sido esos años, y angustiada refería que se quería sacar de la cabeza el horror que le provocaba ya no sólo volver a pasar por esos sitios tremendos, sino sentir también que retornaban algunos recuerdos afables, de algunas pocas escenas en medio de ese infierno infamiliar. Esto había pasado a provocarle un gran sufrimiento.
Cuando Freud introduce el concepto de lo Unheimlich, toma de la definición que da Schelling lo siguiente: “lo ominoso es todo lo que estando destinado a permanecer oculto, secreto, ha salido a la luz” (1919, Lo siniestro).
Esta actualización de lo horrorosamente afable que atravesó a C. como un rayo luego de su declaración, y en el mismo acto de producción de justicia, es lo que escapa a la técnica judicial y pone en primer plano a un sujeto que al hablar ya no coincide con el sujeto íntegro del derecho llamado a declarar en el apretado margen a la objetividad de los hechos.
Aquí retomamos a Améry cuando sostuvo en sus teorizaciones sobre la inversión moral del tiempo, que frente a ese poderío que el tiempo porta, se contraponía un deseo de no olvidar. Que el tiempo no podía tornarse sencillamente natural y de ese modo “sanar las heridas” sin más, y definía a ese aspecto como el “monstruoso sentido natural del tiempo” que podría ser capaz de hacer olvidar algo tan atroz. ¿Pero cómo podría ser eso posible?
¿Qué es olvidar para el psicoanálisis? ¿O qué es recordar? ¿En qué existencia simultánea se soporta el recuerdo que provoca el testimonio? ¿En qué fidelidad se funda este acto? Cabe destacar que no nos estamos refiriendo a la dimensión jurídica de los hechos sino a los efectos retroactivos que provocan las palabras sobre el parlante-ser.
Por lo tanto, en el testimonio no se juega solo la dimensión moral del tiempo de justicia, sino además --y muy determinantemente-- la dimensión ética de la lógica inconsciente del tiempo.
Para Lacan, “la rememoración, la historización, es coextensiva al funcionamiento de la pulsión en lo que se llama lo psíquico humano. Allí también se registra, entra en el registro de la experiencia la destrucción” (está refiriéndose a la pulsión de muerte). Lo que se satisface entonces no es una necesidad, sino una pulsión que insiste y “se relaciona con algo memorable” --dice Lacan--, por haber sido memorizado (Seminario La Etica).
En el mismo seminario define al inconsciente como “la memoria de lo que olvida”. La temporalidad testimonial en tanto está soportada por un Sujeto hablante, responde a la retroacción inconsciente y por esa razón cada vez que escuchamos un testimonio, la temporalidad se enloquece.
Por su parte, el deber de memoria que se constituyó como imperativo moral y como freno a la repetición de horror, a la salida del nazismo, se ve jaqueado por el derecho al olvido. Olvido que en términos psicoanalíticos significa siempre una formación del inconsciente y un efecto de la represión. Se puede repetir para olvidar o para recordar. Lo que sabemos es que ella insiste. Esa insistencia también podemos pensarla como una suerte de tiranía de la memoria que retorna en los sueños, en los síntomas, en las fallas. La repetición es un concepto crucial del psicoanálisis. Frente al mandato memorístico de la memoria inalterable que exige el derecho, el testigo sabe que al hablar se divide, y emerge el Sujeto del inconsciente, por lo tanto el deseo desplaza al deber. Un deseo de memoria --como redefinió Natalia Magrin al mecanismo que hace lugar a las marcas y las huellas--,que asume lo enigmático de un legado que nombra al Sujeto.
El testimonio de las víctimas entonces, tiene una estructura liminar, fronteriza entre la justicia y el deseo de recordar para poder olvidar y seguir viviendo. El testimonio es el consentimiento a la renuncia de la venganza de modo definitivo. El testigo se somete a la ley del lenguaje para sostener la frontera que introduce la ley del Estado.
Mientras tanto, como la Ley busca un modo con el cual juzgar lo tocante al goce y como advierte Lacan en el Sem. 20, “la meta es que el goce se confiese, precisamente porque puede ser inconfesable”, quizás por ello hasta el día de hoy ningún tirano ha consentido hablar. Porque la verdad del goce está en otro lado muy distinto al argumento político de la obediencia debida.
Los testimonios se pronuncian para sostener una memoria que asuma un legado de dignidad, ya que la justicia no puede hacerse de cualquier modo.
En épocas neoliberales, hechas de memorias sin legados o de destrucción de los legados simbólicos --como advierte el psicoanalista Jorge Alemán--, los actos intersticiales son éticos porque intentan estar a la altura de lo que la época pretende desechar. A nosotros nos queda seguir elevando a la dignidad del acto el testimonio de un sujeto que asume las consecuencias subjetivas.
La memoria de las víctimas no se construye sin legados. Se construye con la urgencia del tiempo digno.
Fabiana Rousseaux es psicoanalista, directora de Territorios Clínicos de la Memoria.