Vivir en un barrio tiene, para el que sabe apreciarlo, un encanto especial. Sobre todo si uno conoce cada palmo, por haber transitado sus calles durante la infancia y la adolescencia, y por seguir haciéndolo en la madurez.
Las calles de mi barrio, durante mi infancia, estaban empedradas con adoquines y eran muy pocos los autos que circulaban por ellas. Especialmente, a la hora de la siesta. El tiempo se detenía, sobre todo en el verano. El barrio también dormía.
Ese era el momento en el que los chicos de la cuadra se juntaban para jugar a la pelota mientras yo escuchaba, desde mi ventana, el sonido de las voces infantiles agitadas, las disputas entre los dos equipos que se habían formado y los gritos de los vecinos haciendo callar a los ruidosos que interrumpían la calma obligada.
En la esquina estaba el almacén de don Silvio, que nos vendía el azúcar, las galletitas o los fideos, envolviéndolos magistralmente en una bolsa de papel de estraza gris que él mismo fabricaba en el momento y remataba con un moño artesanal. Llegar al almacén era tentarnos con los frascos que exhibían caramelos y golosinas que, con suerte, recibíamos a modo de yapa.
El barrio nos cobijaba y nos unía. Era un brazo protector que ofrecía el elemento aglutinante que necesitábamos para sentir la pertenencia.
A la vuelta de mi casa estaba el club social y deportivo, con una cancha de básquet con el piso de mosaico, donde jugaban todos, los chicos y los grandes, los diestros y los torpes, cada uno a su ritmo corría cuanto podía, saltaba hasta donde le daban las piernas y terminaba el partido cuando era su momento. El equipo de mi barrio rivalizaba con otro, ubicado varias cuadras hacia el sur. Si eras del verde no podías ser del azul. No había medias tintas. Cuando se jugaba el clásico, el barrio se vestía de fiesta y todos nos embanderábamos con uno de los dos equipos, alentando a nuestros jugadores. Más de una vez, el partido terminó antes de tiempo por grescas entre el público presente.
Otro acontecimiento para el barrio era el carnaval. Temprano, por la tarde, se llevaban a cabo las batallas de baldazos, en las que nadie se salvaba. Subidos a la terraza de mi casa, esperábamos a nuestros adversarios para sorprenderlos, volcando agua sobre sus cabezas. Cuando el sol se empezaba a esconder, nos convertíamos en los más diversos personajes, engalanados con mucha imaginación y poca inversión. Y paseábamos por la vereda, orgullosos con nuestros atavíos especiales.
El límite del barrio era la frontera de nuestra nación, nos alcanzaba caminar unas pocas cuadras para satisfacer todas nuestras necesidades, para ir a la escuela, a la casa de nuestro mejor amigo y, en verano, a la pileta. Cruzar la avenida era incursionar por territorios foráneos. Mirábamos a los pobladores del extranjero desde la heladería. Y ellos nos observaban a nosotros: los dos grupos curiosos por saber cómo serían esos extraños del otro lado de la doble traza de pavimento.
Cuando vuelvo a transitar esas calles las veo tan distintas a entonces como me veo a mi misma. Mi barrio y yo crecimos. Los dos conocimos la inocencia.