Elizabeth Taylor y Richard Burton se casaron en Montreal el 15 de mayo de 1964. Después de su romance durante el rodaje de Cleopatra (1963), estaban sumergidos en el frenesí de un asedio inimaginable. Cuando llegaron al Sheraton Plaza de Boston para que Richard se suba al escenario a representar Hamlet, tres mil personas se amontonaron en la calle, las veredas y el interior del lobby del hotel. “¡A ver si Liz tiene puesta la peluca!” gritaba uno de los presentes mientras arrancaba algunos mechones de la cabellera de la estrella. La situación era un pandemónium. “Pensé que iba a morir”, recuerda John Springer, quien era publicista de Taylor y lo había sido también de Marilyn Monroe. “Algo que Marilyn podía hacer y Elizabeth nunca pudo en ese momento fue caminar sola por la calle. Marilyn se ponía un par de anteojos negros y una peluca oscura y se perdía entre la multitud. Una vez Elizabeth quiso ir a caminar al Central Park en domingo junto a Richard y arrastraron una fila interminable de fanáticos como el flautista de Hamelin a lo largo de la Quinta Avenida. Tuvo que rescatarlos un patrullero”.
La anécdota asoma con singular detenimiento en la nueva biografía Elizabeth Taylor: The Grit and Glamour of an Icon, escrita por la periodista Kate Andersen Brower, asidua a las listas de best sellers de no-ficción de The New York Times gracias a sus crónicas sobre el mundillo de la Casa Blanca. Andersen Bower ha contado con el beneplácito y la colaboración de la familia de Elizabeth Taylor, ha accedido a muchos de sus documentos privados y ha conseguido entrevistas con algunos de sus hijos, amigos y colaboradores cercanos. Sin embargo, el sello de la biografía autorizada es un mal augurio para los libros sobre celebridades; a menudo suele haber una mezcla de devoción y respeto capaz de arruinar la expectativa de la jugosa revelación o el secreto inconfesable. El libro de Andersen Bower no desarticula el imaginario construido alrededor de la actriz ni analiza de manera exhaustiva su trayectoria profesional, pero sí la pone en perspectiva, da cuenta de su conciencia de estrella, explora las múltiples facetas de su personalidad y cuenta algunos chismes no conocidos: su romance con Frank Sinatra y la práctica de un aborto por expresa orden del cantante, la continuidad de su adicción a los tranquilizantes pese a su conocido paso por el centro Betty Ford, y el maltrato de su séptimo marido, el senador John Warner, quien con su aire de campechano ganadero la llamaba “mi pequeña vaquillona”.
La comparación con Marilyn Monroe que se introduce a partir de las declaraciones de Springer intenta definir uno de los ejes del recorrido por la vida y la obra de una de las últimas estrellas de Hollywood de acuerdo a los parámetros del siglo XX. Hoy es difícil comprender el revuelo que Elizabeth Taylor generaba a su alrededor, en un presente signado por una creciente humanización y cercanía de los ídolos a través de las redes sociales y de un narcisismo en el que la fama propia es la única venerada, pero la convivencia del público con una estrella como ella era parte de la cultura de ese tiempo. Una mujer a la que vio crecer desde sus tiempos infantiles en la Metro Goldwyn Mayer, luego convertirse en esposa adolescente del heredero del emporio Hilton, en actriz adulta castigada por sus romances escandalosos y perdonada por las tragedias personales, millonaria excéntrica vestida de pieles y diamantes, amante apasionada y casadera serial, empresaria de perfumes y activista de los derechos de las minorías. Todo eso en una vida que fueron muchas, expuestas todas a la luz pública, escrutadas al dedillo con morbo y sin piedad. Pero Taylor fue también la única celebridad de su época que tuvo clara conciencia del poder de su nombre, del impacto de sus apariciones, del valor de cada uno de sus pronunciamientos.
Nadie como Elizabeth entendió las reglas de la fama, parece confirmar Andersen Bower en su recorrido cronológico por cada una de sus etapas, en las que no solo rompió los maleficios que habían perseguido a las niñas estrellas como Judy Garland o Shirley Temple –ya sean muertes tempranas o carreras cortas-, sino que traspasó los límites de una moral que siempre amenazó con juzgarla. Resurgió de la condena del Vaticano como roba maridos por su romance con Eddie Fisher (casado entonces con su amiga Debbie Reynolds) con el Oscar por Una venus en visón (1960), hundió el Código Hays bajo el lenguaje profano de ¿Quién le teme a Virginia Woolf? (1966), rompió la barrera del millón de dólares con su salario por Cleopatra, convirtió un adulterio televisado con Burton en una historia de amor inolvidable. Liz se transformó en un ícono de la cultura pop en vida, emblema de la incipiente lucha contra el HIV y pionera en la defensa de los derechos de la comunidad LGTBQ, dinamita para los prejuicios de clase al coronar su carrera matrimonial con el enlace con un trabajador de la construcción. Andersen Bower atrapa a su estrella fugaz de a ratos, encandilada por la fuerza que la arrebata de sus páginas, imposible de seguir y de clasificar.
Tesoro nacional.
Elizabeth Taylor nació en Inglaterra por la temprana mudanza de sus padres a aquellas tierras. Sin embargo su posterior identidad se forjó en aquellas raíces, las que afirmó en su relación con Richard Burton, el engalanado galés, y también las que oportunamente abrazó para eludir el pago de impuestos en Estados Unidos. En sus años de infancia estuvieron las praderas de la estancia familiar en Hampstead, con los potrillos a los que luego montaría en la pantalla, la crianza bajo los estrictos preceptos de la iglesia Cristiana Científica, el comercio del arte que guiaba a su padre, las frustraciones de un pasado como actriz que atormentaban a su madre. De regreso a Estados Unidos al comienzo de la Segunda a Guerra Mundial, la pequeña Elizabeth se convirtió en el inesperado sostén familiar tras su contrato con la MGM. Controlada con obsesivo rigor por su madre, fue una niña más deambulando por aquellos sets de la Metro, probando el ritmo de la profesión en la saga de la perra Lassie y las mieles del éxito en Fuego de juventud (1944), la historia de una niña y su caballo. Bajo la égida de Louis B. Mayer se convirtió en una de las promesas del estudio, una actriz intuitiva y ajena al reinado del “método” que se avecinaba.
En los tempranos 50, Taylor alternó un matrimonio abusivo con Nick Hilton y uno sereno y algo aburrido con Michael Wilding, a quien había conocido en Inglaterra en su pubertad y reencontró cuando anhelaba la calma. El final de la década le deparó el primer amor de su vida, el tempestuoso productor Mike Todd, quien murió apenas un año después del matrimonio en un accidente de avión. Liz asomó niña y concluyó viuda en un tiempo de amigos entrañables como Roddy McDowell y Montgomery Clift, signado por un breve romance con Stanley Donen que su madre nunca aceptó y un affaire con Sinatra que terminó en desprecio y desilusión. Pero el cine forjó una etapa clave para su carrera, transitando de adolescente a mujer adulta con una complejidad creativa no siempre valorada. Su precoz madurez en El padre de la novia (1950) de Vincente Minnelli ofrece el contrapunto perfecto de su inocencia trágica en Ambiciones que matan (1951) de George Stevens, mujeres corroídas por los deseos de los hombres, atrapadas en una pertenencia que nunca es propia. Gigante (1956), Un gato sobre el tejado caliente (1958) y luego De repente en el verano (1959) fueron los exponentes de un nuevo cine en el que Taylor reclamaría una mirada genuina, esquiva a los dictámenes del Actor’s Studio, radiante de una fuerza cinematográfica nunca vista.
Los amores de una diva
“El romance entre Elizabeth Taylor y Richard Burton marcó el comienzo de una era de decadencia y glamour nunca antes vista”, comienza Andersen Bower para delinear uno de los ejes centrales de su libro y la exploración de uno de los momentos claves del mito gestado alrededor de Elizabeth Taylor. La idea de que el melodrama de su vida opacaba aquel que había transitado en la pantalla se confirmaba cuando esa existencia tumultuosa constituía el principal combustible de sus interpretaciones. Las películas que vendrían en los años 60 fueron la expresión de una extraña madurez, el justo espejo de un cambio en el star system. Los contratos a largo plazo y la identificación de la estrella con un estudio llegaban a su fin y el millón de dólares de Cleopatra marcaba la autonomía de una celebridad en ejercicio de su poder. El frenesí de la prensa siguiendo a Taylor y Burton por todas las ciudades del mundo también inauguró la moderna cultura de las celebridades que opacaba los sucesos de la Guerra Fría y los logros de la carrera espacial entre Estados Unidos y la Unión Soviética. Mientras el Vaticano terciaba en la discusión al publicar una carta abierta mencionado el adulterio como “un insulto a la nobleza del corazón”.
Siguiendo el razonamiento de Andersen Bower sobre la conciencia de la estrella, lo que define a la etapa “moderna” de la carrera de Elizabeth Taylor es la emergencia de su incandescente magnetismo tras todos los personajes que vistieron sus legendarios ojos violeta. La epopeya alrededor del rodaje de Cleopatra, que casi llevó a la bancarrota a la Fox, fue mucho más jugosa que la vida de la reina del Nilo, aún bajo el rigor de la dirección de Joseph L. Mankiewicz. “Los ‘Burton en disputa’ continuaron ganando una enorme cantidad de dinero: decenas de millones de dólares durante la próxima década haciendo películas juntos, aunque pasaron la mayor parte del tiempo manteniendo su estilo de vida extravagante, que incluía un séquito enorme, joyas asombrosamente caras, viajes, un jet y un yate” destaca la autora. Aquella fascinación empujaba cada película a un universo fuera del cine, donde la pareja asomaba siempre, a lo largo de los once títulos que compartieron, como un aguerrido fantasma hostigando el sereno mundo de la ficción.
Si Greta Garbo forjó su mística en esa lágrima evanescente que puede verse en su rostro en La dama de las camelias y Marilyn Monroe congeló su mito tras la explosión del número de los diamantes en Los caballeros las prefieren rubias, Elizabeth Taylor otorgó una ferocidad inigualable a sus mujeres guerreras e insatisfechas. Al revés de Rita Hayworth que siempre intentaba esconder a Margarita Cansino tras la cabellera pelirroja de Gilda, Taylor siempre fue ella en todos sus personajes. En el gesto de la vulgar Leonora de Reflejos en un ojo dorado (1967) cuando hunde al pobre Marlon Brando en su menguante hombría desde la hamaca de su jardín. O en la espumosa bañera de Ceremonia secreta (1968), donde su otra Leonora goza de una festividad prestada en la víspera de una muerte inevitable. Taylor ofreció carnalidad al cine que era espejo de su cuerpo en el mundo real. Un cuerpo deseado por esos maridos intercambiables, un cuerpo cuestionado por las variaciones de los estándares de belleza. Su peso fue objeto de burla y discusiones mientras ellas refractaba las ofensas al engordar 15 kilos para ¿Quién le teme a Virginia Woolf? y disputar la autonomía de su estilo ante el reinado de la sobriedad de colores pasteles y tailleurs de Chanel.
Los últimos años
Hasta el año 1968 Elizabeth Taylor figuraba en la lista de las actrices más taquilleras todos los años. Luego su presencia en la pantalla se hizo esporádica, en películas menores, algunos telefilms, cameos y apariciones estelares. Pero igual era noticia por su divorcio y segundo matrimonio con Burton, por la compra de una joya en un remate, por unas vacaciones en el Mediterráneo. Otra vez ella por encima de sus personajes. Y el canto de cisne fueron sus dos últimos matrimonios, el primero con el senador John Warner del partido republicano, cuyo comité de asesores intentó convertirla en una figurita decorativa para la campaña política; el segundo con Larry Fortensky, un obrero de la construcción veinte años más joven a quien conoció durante la rehabilitación de sus adicciones en el centro Betty Ford. Ambos formaron un díptico inusual, el pasaje de la tiranía de una vida pública apagada y asfixiante bajo los dictámenes de los círculos de la Casa Blanca a un casamiento extravagante en la mansión Neverland de Michael Jackson con el candidato menos pensado. Mientras el cine dejaba de lado a sus últimas estrellas del clasicismo, Taylor se reinventaba con un millonario negocio de perfumes, con la campaña para concientizar sobre el HIV, despidiendo a sus amigos queridos como Rock Hudson o controvertidos como Michael Jackson, compartiendo secretos con admiradores como Colin Farrell.
El final no puede sino arrancar algunas lágrimas. La persistencia de las adicciones, los días de soledad, la tristeza por los que ya no estaban. Y algunas sonrisas: la postergada reconciliación con Debbie Reynolds –no exenta de las ironías de la vejez-, el legado de sus célebres luchas como gesta política, la espléndida colección de joyas como expresión artística. Ajena a las modas de la interpretación, a los vaivenes de la industria, rebelde a las sanciones de los poderes y artífice de su propia condición de estrella, Elizabeth Taylor recorre las páginas de su propia biografía con una fuerza indómita, capaz de hacer del cine la materia perfecta para su comprender su magia, el recuerdo indeleble de su vida de película.