“Te hago estas líneas, porque como acabo de verte, pasarán unos cuantos días hasta que vuelva a Magdalena, y el tema de esta carta quizás perderá vigencia”, me dice mi padre en la suya del 28 de julio de 1977. Y sigue luego:
“Te quería decir que me pareció verte algo triste el sábado pasado, sin el optimismo característico tuyo. Y comprendo perfectamente la crucial etapa que estás pasando, plena de dolor e incertidumbre, por el lastre que significa haber perdido la libertad. Pero no debe haber lugar para los lamentos y pasa a ser una de las “cosas irrevocables” que mencionaba aquel viejo proverbio: “la palabra una vez dicha, la piedra una vez lanzada, la ocasión después de perdida y el tiempo pasado ya.”
En nueve años fueron muchos los momentos de tristeza y desazón por los que pasé y pasamos los presos políticos de la dictadura. Pero la fecha de la carta coincide con uno en que las restricciones se hicieron más duras y nuestro régimen de vida pasó a ser una lucha diaria contra la soledad, los golpes y las sanciones indiscriminadas. Las requisas nocturnas se hicieron costumbre. El ruido de las llaves abriendo la celda, la luz de las linternas y las pisadas de las botas por los pasillos del pabellón, presagiaban palizas u otros castigos para los que los gendarmes tenían una gran creatividad.
De julio del 77 es la carta. De ese mes que marcó el recuerdo de presos y familiares, que sufrían requisas vejatorias a la entrada del Penal y muchas veces se iban sin poder vernos, porque se enteraban en la puerta de las sanciones que nos imponían, y que consistían entre otras, en la prohibición de recibir visitas.
Además, a los pocos meses del golpe militar se construyó un locutorio que impedía el contacto físico y la libertad en las conversaciones. Sospechábamos que las charlas eran grabadas, cosa que los presos “comunes” se encargaron de confirmar y avisarnos por los circuitos clandestinos que existen en todas las cárceles del mundo.
Mi padre absorbía ese clima y disimulaba su desazón de la mejor manera. Se sentaba detrás del vidrio y con sólo mirarme adivinaba mi estado de ánimo. No en vano habíamos compartido la vida y las pasiones hasta algunos años antes, cuando mis tareas militantes y nuestras diferencias políticas comenzaron a separarnos. El intuía lo que luego fue una realidad: sus colegas estaban dispuestos al baño de sangre que finalmente produjeron a partir del 24 de marzo de 1976.
Me lo advertía como podía, pero mi resistencia a sus argumentos y mi férrea decisión de luchar por lo que creíamos justo, lo inhibía y desalentaba. El sufría esos desencuentros más que yo, sin duda, porque avizoraba que podía caer en esa lucha, como ya había sucedido con algunos compañeros que el Capitán alcanzó a conocer y tratar. Mis ausencias de la casa familiar eran prolongadas y constantes. Recuerdo una tarde, en la que el Capitán me contó su angustia, imaginando lo peor y prendido a la radio o a los diarios, esperando esa noticia que finalmente le llegó por teléfono una madrugada y que le anunciaba mi detención. “Casi que me puse contento, me dijo en una de sus visitas, porque estabas vivo”.
En ese julio tan oscuro, mi padre seguía escribiendo;
“Hay que enfrentar el hecho con coraje, valor y estoicismo. Las calamidades agobian, empequeñecen y destruyen a los débiles en todas las épocas. Tus convicciones aunque no las comparta, y tu fe en la vida, deben ser tu refugio para sobreponerte al desastre. Tal vez todos los seres humanos deberíamos buscar nuestro gran ideal para que nos oriente como faro luminoso en medio de las tinieblas que a veces nos rodean”.
Releo la carta y siento una ternura grande al reconocer a mi viejo en estas líneas. El estaba forjado en valores a los que fue fiel durante toda su vida, aprendidos durante su paso por los cuarteles, donde los discursos sobre el “coraje”, “la dignidad”, “la ética” y el elogio por “los fuertes de carácter”” eran las consignas que se inculcaban y que fueron todas las que sus colegas se empeñaron en traicionar a lo largo de nuestra historia. Al Capitán sin duda le servían para alentarme en aquellos días aciagos, y las empleaba a menudo.
Fue en ese julio, además, que nos llegó la resolución del Consejo Supremo de las FF. AA. Una sentencia que aumentaba en, algunos casos al doble, la condena que ya nos había dictado el Consejo de Guerra en abril del 76. Por supuesto el grupo de ocho soldados conscriptos que sufrimos esa sentencia, no tuvimos ningún derecho a defensa y solo fuimos notificados por un oficial del Ejército que se apersonó en la prisión para hacernos firmar un papel con lo decidido. En mi caso se elevaba la pena de seis a diez años, y como me negué a firmar la resolución, ligué una trompada que me hizo doblar y que me convenció de la inutilidad de cualquier resistencia.
Así se vivía, en un apretado resumen, en el Penal Militar de Magdalena, cuando recibí la carta de mi padre que ahora tengo en las manos:
“La vida es un extraño compendio de glorias y miserias, y es inevitable el rodar muchas veces cuando se la transita, tal vez el secreto de ella no está en no caer sino en no permanecer caído... En el fondo has tenido la fortuna de sufrir contrastes y desengaños temprano en la vida, porque entonces existe el margen de tiempo necesario para restablecerse y empezar de nuevo... El hombre que merece compasión es aquel que en la edad madura, de repente, ve venirse el desastre. Ya no tiene la fuerza interior que da el haber luchado, y como no aprendió nunca a empezar de nuevo, ahora ya es muy viejo para ello...
¡Fuerza hijo!, ¡Adelante! Tenés toda la juventud y la fuerza vital que ya no tengo yo, que sólo puedo alentarte y aconsejarte, tratando de despejar las tinieblas de tu mente”.
Recibe un grande y muy cariñoso abrazo de tu..
Papá.”