Leticia dice que fue en el verano del 88, porque todavía le duraba la adrenalina de la final del Pre Chateau que ganó Punto G en el Anfi, y que estaban pasando Indios por la radio cuando nos preparábamos para rajar. Pero para mí fue un poco antes, después de Fito en Newell´s, cuando presentó Ciudad, y que sonaba Ambar Violeta. No sé, puede que tenga razón, ahora ya no estoy tan seguro. Y eso que me acuerdo siempre de todo, porque siempre lo quise olvidar; pero las fechas se me confunden, como se me confunden caras que me fueron propias, también, y algunas canciones que son como mojones, así como otras deben de serlo para vos, estoy seguro, porque la música fue siempre de las cosas más importantes en nuestras vidas; ¿o es que ya no?
Sí me acuerdo de que sonaba Virus cuando llegamos a la terminal y que pusiste mala cara porque no te gustaban. Nos metimos en el bar más alejado, el que estaba cerca del baño. Pedimos café con leche y medialunas. Me acuerdo que contamos billete por billete para pagar. Australes. Eran Australes. Y a vos te temblaban las manos al pasarme la plata que llevabas en bollitos. Temblabas como cuando le apuntabas al viejo de la mercería para que te diera lo de la caja.
Se meó al caer, el viejo, me acuerdo.
Viajamos incómodos. Hacía calor, el aire no andaba. Las butacas eran estrechas y había un tipo que fumaba cigarrillo tras cigarrillo y nadie le decía nada. Encima entre Campana y Retiro hizo como veinte paradas. Pero casi ni cuenta nos dábamos de nada, porque íbamos como montados en un viento, una irrealidad, un sueño.
No hablamos en todo el viaje y apenas si nos movimos en esas más de 5 horas. Fueron más de 5, de eso estoy seguro, porque llegamos después del mediodía. En los altoparlantes de Retiro sonaba bajito una canción de los Pericos. El ritual de la banana. Y me acuerdo que al escucharla pensé, uh, otra vez; porque la canción, aunque no me disgustaba, ya cansaba.
Compramos unas latitas de Coca Cola y las tomamos en silencio en la escalinata de la Torre de los Ingleses. Me cuerdo que me dieron ganas de mear y descargué ahí nomás, sentado. Me salpiqué un poco los pantalones, pero nadie miraba. Vos tampoco mirabas ni te importaba. Temblabas.
¿Habrá muerto? –me preguntaste. Y yo te repetí, para consolarte, lo que te venía diciendo desde antes de salir: que ni siquiera lo habías rozado, que la bala había dado en la pared, que el viejo se desmayó del susto, como casi te desmayaste vos.
Vos también te habías meado, como el viejo. Se te humedeció la entrepierna, me acuerdo; y se expandió la mancha en el jean celeste hasta la botamanga. Además de la bala, ese otro charquito en el piso era la única huella de nuestra presencia ahí.
Nadie nos había visto, salvo el propio viejo, y yo sabía que el viejo no iba a hablar más. Nadie podía acusarnos de nada. Pero igual quisiste irte, porque estabas aterrada.
Leticia nos miraba armar los bolsos. No le dijimos a dónde íbamos ni por qué escapábamos. Ella pensó que era porque tu vieja no te dejaba andar conmigo; me acuerdo que no me quería nada, tu vieja. Sonaba Indios en la radio, dice ella. Y dice que le había parecido romántica nuestra huída.
Empezaste a llorar cuando te cayó la ficha de dónde estábamos, de lo que habíamos hecho. Empezaste a desesperar. Querías hablar con tu mamá para que no se preocupara. Me acuerdo que me dijiste, lagrimeando, “quiero hablar con mi mamá para decirle que estamos bien” y no sé porqué pluralizabas.
Compramos cospeles de larga distancia en un kiosco. Diez cospeles, me acuerdo. Vos los metiste todos antes de marcar el número de la vecina de la planta baja, que era la única que tenía teléfono en tu monoblock. Le pediste que por favor fuera a buscar a tu mamá y yo enseguida corté el llamado para que no se consumieran los cospeles en la espera. Pero la máquina nos cagó. Cayeron las fichas al buche rojo todas juntas, como una exhalación. Le pegué dos piñas para ver si nos las devolvía y vos te pusiste a llorar.
Llorabas fuerte. Una mujer se acercó y me encaró de mala manera, creyó que te había pegado a vos. Le respondí que no se metiera en lo que no le importaba. Y la vieja te preguntó si yo te había hecho algo y como no le decías nada empezó a llamar a la policía a los gritos. Quise alzarte para salir corriendo, pero eras un peso muerto, no te moviste un milímetro del piso. Tuve que escapar solo. Crucé como volando la plaza San Martín, hasta Florida, y ahí frené para no llamar la atención. Caminé como alelado hasta Corrientes y después encaré para el lado del obelisco. Iba enojado con el mundo, con la vida, con vos, porque dejaste que me acusaran, porque me habías abandonado así.
Al llegar a la zona de los teatros ya estaba más tranquilo. Me distraje mirando los carteles. En el Gran Rex tocaba Charly. Me entusiasmé. Pregunté el precio en boletería y no me alcanzaba. La plata gruesa la tenías vos. Volví para buscarte, si a vos te encantaba Charly, y, total, yo ya te había perdonado; pero no te encontré por ningún lado.
Tenía hambre, sed, no sabía qué hacer. Gasté la última plata que me quedaba en un pasaje de vuelta en Chevallier. Me dormí apenas me senté.
Llamé a Leticia cuando llegué. Me dijo que estabas en tu casa. No se sorprendió cuando le pregunté si la policía nos había estado buscando: éramos menores, nos habíamos fugado. Me respondió que no, que nadie se había dado cuenta que faltamos ese día y que nadie nos había buscado.
Me deshice del arma que tenía escondida debajo del colchón. La tiré al río. Pensé llamarte; pero dejé pasar ese día y el día siguiente también; no sé si por enojo, por esperar a que dijeran algo de un viejo muerto en la radio, o por creer que con sólo evitarte hubiera podido acallar el disparo que hasta hoy me retumba en la cabeza. Dejé pasar los días y me fui convenciendo de que la policía no iba aparecer y de que eras vos la que tenías que llamarme a mí. Pero vos tampoco me llamaste. Y el silencio que era espera se hizo también resignación.
Después de un tiempo te vi en Space, una vez, y te esquivé. Me fui a los palcos y me quedé arriba. Te observaba desde ahí bailar con otro flaco. Esa noche tocaba Punto G. Casi bajo a buscarte cuando cantaron Indios. Pero no me animé.
Cuando nos cruzamos con Leticia en la peatonal, hace unos días, hablamos un rato largo. Habló ella sola, en realidad, ya sabés. Me dijo: estás igual. Me dijo: ella sigue hermosa como siempre. Me dijo: yo sé todo, ella me contó (pero en el todo que sabía, el que había disparado era yo). Me dijo: fue hace 35 años, qué sabíamos de la vida, de la muerte, del amor. Me dijo: llamala, ella ya te perdonó.
Me cayó mal saber que en tu recuerdo me culpabas y me cayó peor tu absolución. Le acepté que me diera tu número, pero me fui jurándome que nunca te iba a llamar. Después lo pensé mejor. Me miré al espejo y me vi pibe - gordo y pelado, pero pibe-, y me dije: tal vez Leticia tenga razón. En todo. En que sonaba Punto G cuando nos fuimos, en que el que apretó el gatillo fui yo, en que ya tenemos 50 años y nos merecemos redención.
Es verano de nuevo, 35 años después. Esta noche toca Coki. Tengo entradas, si querés.