En los últimos años, pero particularmente en los últimos días, advertimos una tendencia a cuestionar la existencia de lo que en la ciencia penal, política, procesal y criminológica se denomina usualmente “lawfare”.
Desde diversos sectores, estéticamente muy identificables, se cree que el “lawfare” es un producto de los creativos procesos imaginativos de algunos políticos que han decidido victimizarse acudiendo a una figura propia de una mala película de ciencia ficción.
La idea de que existe una utilización de la ley y de los procedimientos jurídicos como arma de guerra y que una vez elegido un sector político como enemigo serían usados por los agentes públicos como una forma de perseguir a aquellos que fueron estigmatizados, es casi ridiculizada.
Muchos sectores critican ferozmente que se pueda siquiera pensar en el “lawfare”.
Unos y otros niegan enfáticamente la posibilidad de que en América Latina se haya desarrollado todo un programa de persecución (violando garantías constitucionales) de regímenes político-ideológicos de mayor compromiso comunitario, más preocupados por la pobreza, por la defensa de los intereses nacionales y por el desarrollo sin injerencias externas de las políticas públicas esenciales.
Ese grupo de personas atribuye a estas líneas argumentales una desconexión con la realidad histórica (nunca ha pasado, no pasa y nunca pasará).
Muchos, por el contrario, adjudican al ADN de las estructuras judiciales de todo el mundo y, mucho más de nuestro bendito país, la máxima objetividad, la defensa de los valores más dignos y se elevan oraciones para que sus heroicos representantes mantengan la fuerza frente a estas imputaciones tan indignas.
En esta ocasión, quiero traer al análisis algunos fragmentos de un texto de uno de los filósofos más importantes de la historia de la humanidad. Me refiero a Michel Foucault. Foucault no es sospechoso de haber querido beneficiarse, como esos políticos, de la invocación del “lawfare”.
En unas conferencias dadas durante el año 1973 en Río de Janeiro que dieron lugar a una pequeña y maravillosa obra denominada “La verdad y las formas jurídicas” el filósofo francés recordaba el proceso de instalación de un sistema judicial cercano a los poderosos en la evolución histórica de Europa central.
Para decirlo con palabras de Foucault: “puede decirse, esquemáticamente, que uno de los rasgos fundamentales de la sociedad feudal de la Europa occidental es que la circulación de los bienes está relativamente poco asegurada por el comercio. Se asegura por mecanismos de herencia o transmisión testamentaria y, sobre todo, por el enfrentamiento bélico, militar, extrajudicial o judicial”.
Es decir, Foucault recuerda la importancia del sistema judicial para guiar los sistemas de circulación de bienes.
Y, para más claridad, afirma que: “… nos encontramos en una frontera difusa entre el derecho y la guerra, en la medida en que el derecho es una manera de continuar la guerra….”
Es llamativo cómo el filósofo francés establece con claridad, ya en 1973, que existe una relación muy nítida entre “guerra” y “proceso judicial”. Claro, Foucault no había tenido oportunidad de escuchar la enorme cantidad de “especialistas” que en estos años ridiculizan esa vinculación caprichosa que formulan algunos políticos argentinos.
Pero, sobre todo, Foucault subraya la seducción que ha ejercido el sistema judicial sobre los ricos y poderosos (es decir, las minorías) ya en las propias raíces de la sociedad feudal: “…Se comprende así por qué los más poderosos procuraron controlar los litigios judiciales, impidiendo que se desenvolviesen espontáneamente entre los individuos, Y por qué intentaron apoderarse de la circulación judicial y litigiosa de los bienes, hecho que implicó la concentración de las armas y el poder judicial, que se formaba en esta época, en manos de los mismos individuos…no había poder judicial autónomo y tampoco un poder judicial que estuviera en manos de quien detentaba el poder político o poder de las armas. Como el pleito judicial aseguraba la circulación de los bienes, el derecho de ordenar y controlar ese pleito judicial, por ser un medio de acumular riquezas, fue confiscado por los más ricos y poderosos. La acumulación de la riqueza, el poder de las armas y la constitución del poder judicial en manos de unos pocos es un único proceso que se fortaleció en la alta edad media y alcanzó su madurez con la formación de la primera gran monarquía medieval en la segunda mitad del siglo XII.” (Michel Foucault, “La verdad y las formas jurídicas”, traducción del original en portugués de Enrique Linch, Barcelona, Gedisa, 2021, pág. 77 y sgtes).
Parece claro entonces que ya desde el siglo XII el poder judicial (por lo menos sus conducciones institucionales) ha mostrado una tendencia a acercarse a los poderosos en perjuicio de la sociedad. No se trata de un fenómeno nuevo. La pregunta vuelve a ser la siguiente: ¿es ésta la función contra-mayoritaria que con pretensión de dignidad institucional le adjudican algunos constitucionalistas al poder judicial? ¿Son ésas las minorías que hay que proteger con la intervención judicial en perjuicio de las mayorías vulnerables? ¿Podemos decir con sinceridad que el sistema judicial de nuestro país se ha mantenido independiente de los sectores que han detentado el poder económico?
El futuro ya no del Estado de derecho sino de nuestra integridad comunitaria dependerá de la valentía política de nuestros gobernantes para refundar al sistema judicial.
* Doctor en Derecho (UBA). Profesor titular de derecho penal y procesal penal (UBA)