“Si hubiéramos sido campeones del mundo estaríamos escribiendo como locos”, decía Juan José Panno, sentado muy cómodo en un restaurante de Copacabana, mientras observaba el dominio impresionante de la pelota que mostraban unos jóvenes morenos sobre la arena. La noche había llegado. El día anterior, el seleccionado argentino había perdido la final del Mundial 2014 ante Alemania, igual que 24 años atrás en Italia. El desánimo era tan grande que Panno no soportaba un día más en Río de Janeiro. “Hace 35 días que no estoy en mi casa, me quiero ir ya”, insistía. Para colmo, tenía boleto de regreso recién para el jueves, y deslizó la idea de cambiar los pasajes con su compañero, que se marchaba en la mañana siguiente.
La tarea de contenerlo no era fácil. La imaginación giraba en torno de lo que hubiera pasado, si el conjunto de Alejandro Sabella alzaba la Copa del Mundo. La tapa soñada en el suplemento deportivo que no pudo ser. Inclusive, ni siquiera salió Líbero ese lunes, debido que la decisión fue que la cobertura total se sume al cuerpo principal del diario.
“Cómo la mueven estos negritos”, comentaba Panno, mientras trataba de explicarle al mozo, en un portugués muy particular, que le trajera algo de pan y un poco de manteca para amenizar la espera del plato principal. “Un entretenimiento”, le reclamó. El estómago estaba cerrado por lo que ocurrió la tarde anterior en el estadio Maracaná. Con una parte de ese pan hubiera alcanzado para la cena.
“Algo nos tenemos que llevar por lo menos”, exclamó. La intención era llegar a Buenos Aires con algunos souvenirs para el resto de la tropa, que se había quedado en Argentina siguiendo el certamen. Los manteros no faltan en la Ciudad Maravillosa, y se encontraban a lo largo de la Avenida Antártica, pegados a la playa. Panno se dirigió hacia allí después de cenar, y comenzó a pelear los precios por las camisetas de los equipos brasileños. Una para Greco, otra para Vignone, y así empezaba la lista. Los dueños del puesto eran venezolanos, tratando de aprovechar las últimas prendas que le quedaban. Los diseños eran espantosos, pero era lo único que había. En el instante de sacar los reales para abonar, la policía llegó al lugar y los venezolanos salieron corriendo hacia el mar, con las prendas y los billetes. “Nos mejicanearon, qué ladris”, gritaba Panno. Pero cuando la patrulla se retiró, los tipos regresaron, extendieron la manta de nuevo, entregaron la mercadería vendida, y siguieron con su negocio. Unos duques.
“Rajemos antes de que nos lleven a nosotros. Nos clavan los alemanes y encima esto”, vociferaba Panno, que quería cumplir un último deseo.
A lo largo del Mundial escuchó mucho el nombre “açaí”, que es una fruta que crece en la selva amazónica, y se suele vender como helado frozzen. “Me voy a sacar las ganas de tomar esa m...”, dijo, y se dirigió hacia una heladería. Su acompañante no quería saber nada, pero Panno pidió dos de todas maneras. Lo más complicado fue encontrarle gusto a algo.
“Una porquería al final, todo mal, que lunes de miércoles”, se desahogaba Panno. Lo peor parecía haber quedado atrás, pero todavía le restaban tres días más observándole las caras a los locales, que seguían disfrutando el título de los alemanes. “Por lo menos a ellos les hicieron siete, a nosotros uno solo”, fue el consuelo de Panno. El segundo puesto, la amargura sin fin, y Líbero que no salió. Demasiado. El lunes que nadie quiere recordar.