Llegaba en el atardecer como de un combate: ileso en apariencia pero rengueando, transpirado con su camisa de hilo en verano, embozado en lana y cuero en los inviernos. Barbado a veces, la mayoría de las veces las uñas renegridas en donde quedaban huellas de un cepillo que infructuosamente trató de limpiar de las mordeduras de virutas en Taller del Infierno donde trabajaba. 

Nunca supe si era en un gigantesco almacén, una acería, un muelle de siderurgia, una fábrica de serrados chapones o el volcán del fin del mundo. La cuestión es que olía a azufre, a kerosene otras, a humo las más de las veces. Luego del lavado en la pileta donde dejaba surquitos de limo gris, empezaba a oler a jabón blanco, de esos como ladrillos capaces de ensañarse con la mugre más empeñosa y ganar la contienda, dejando en el lugar su aroma a “grasa de perro” como el mismo lo llamaba. 

A veces el olor a transpiración era un perfume agrio que le duraba bien poco, pues se lo quitaba enseguida. A mí me gustaba: esperaba algún día oler como él, como los hombres. También estaba el otro olor, el de la gomina, el de la colonia de afeitar, el del betún, el del cigarrillo que se le quedaba en el saco aunque él no fumaba. Dejaba ese vicio para los débiles. Y a veces me levantaba para que le mire los ojos oscuros donde no alcanzaba a distinguir lo blanco del ojo, porque los metía hacia adentro como hacen los tiburones al atacar. 

No recuerdo bien su cara. Ni su voz. Como si a las cejas y al bigote se los hubieran devorado con una poderosa rueda que le borrara la nariz, la boca los ojos, el semblante todo, las cuerdas vocales. Un rulo poderoso y simiesco le caía en la frente, eso sí lo recuerdo. Y el aroma a gomina que lo evocaba del color azul porque de ese tono era la pasta que se veía a través del vidrio duro del envase. 

Recuerdo que había también otro olor: el del talco en el cuello cuando se afeitaba y el del almidón cuando se ponía la camisa del club con el escudo bordado donde esa noche habría de jugar. Tengo un montón de copas y copitas que lo aseguran. Dicen campeón, segundo y tercer puesto y la mejor: Campeón Sudamericano de Bochas. Y otro , el mejor: premio Caballero del Deporte. 

Las huelo a veces y ya no tienen aroma a nada: el bronce no hiede, solo las pelusas que atraen algo del ambiente propio donde están, la cocina, el estante, el vago olor a fritanga que impregnan los trofeos. Mi esposa, cansada de no tener espacio en la alacena, me pide retirarlas, pero yo las quiero ahí, no en un mausoleo de living, donde se van calcificando hasta que un día se desintegran comidas por el humus: pero aquí en la cocina todo me recuerda a él; el aroma de pescado frito, vino hervido con el tomate, y toda esa maraña de aromas que se le metía en el pelo, en la camiseta blanca con tiradores y lo perseguía hasta la cama misma, donde me solía tirar para abrazarlo y olerle la cabeza y como estaba cansado de juegos, hacía que roncaba para ahuyentarme y dejaba escapar de su boca un vaho a perejil mientras ya creído en su papel de simulador del sueño, se quedaba dormido de verdad. 

Yo entonces reptaba hasta sus pantalones puestos sobre la silla y metía la mano despaciosamente para robarle alguna moneda y allí mismo de rodillas podía olerle las botamangas con olor a fango, humedad rancia pero agradable que evocaba misteriosos barrios que el atravesaría en bicicleta y que yo algún día habría de conocer, ni bien él se despierte de su edad joven aún y me conceda un lugar en su mundo astral, la libertad de haber crecido y recorrer caminos polvorientos, pasadizos secretos, pasajes con perros malos, mujeres paradas a las puertas de los cochambrosos bodegones y quien sabe qué cosas más que yo imaginaba él recorrería con esa semi sonrisa, saludando con la cabeza como era su costumbre. 

Un solo saco tenía, colgando en el fondo del ropero envuelto en nylon para que las polillas no se sirvieran de él. Raras eran las veces que se lo ponía y no me gustaba. Olía a lejana tierra de otros, a regalo de algún mayoral que hubiese concedido a obsequiárselo a los pobres como él. Le quedaba ancho de espaldas pero lo sobrellevaba dignamente: era para algún acto fundamental como era usarlo en algún un velorio o fiesta ineludible, que había bien pocas pero que usaba con ganas llevando a mi madre del brazo hasta la esquina donde abordaban el tranvía. Mi hermana y yo los mirábamos como si estuviesen enamorados o algo así y al llegar a la ochava nos saludaban con la mano. 

Al volver en la pieza grande prevalecía el perfume de mi viejo que el de mi mamá, más sutil y recatado. No sé cuándo fue el cambio de fragancias, pero un día ya no salió a trabajar y el olor se redujo a sopas y remedios, a cobijas calentadas con el ladrillo humeante en la hornalla de la cocina, al clavo de olor que parecía salir cada vez que el enfermero venía a aplicarle algo y el de los cigarillos que fumaban algunos de sus amigos en la cocina, o el de mi tío con su horrenda pipa. 

Yo entraba supersticiosamente en la pieza y si bien ahora podía robarle todas las monedas que quisiera prefería acostarme a su lado oliéndolo: era el menjunje del olor a pomada y un poquitín de sudor. Era en suma el mismo olor que tenían mis abuelos en sus lechos. Pero mi padre era joven aún, no se merecía ni mi mal presentimiento. Aquello me asustó y le empezé a dar besos en su cabeza. Como siempre empezó a hacerse el que roncaba, solo que en ese aroma despedido por sus narices no era a tomillo o algo frutal sino algo más enérgico y picante: el de los hospitales, el de los remedios que circulan por el cuerpo y se aparecen en esos momentos en que más vale resignarse puesto que alguien ha traspasado el umbral de los sanos, para pasar a la sala de espera de lo que no se sabe qué sobrevendrá. 

Sin embargo el otoño y el invierno parecieron volar y al llegar la primavera todos esos olores confusos se habían terminado. Se oyeron risas en la casa y muchos festejos, como si una guerra hubiese terminado. Creí verlo más erguido y con el rostro más alto aún y creo que por fin divisé su cara: estaba lindo con su bigote. Allí fue cuando me besó en la frente. Después ignoro qué sucedió: volvieron los olores habituales hasta que un día, alguien, un vecino que entró gritando, los derrumbó con su olor de pesadilla, ese que he sentido en momento parecidos y me cierra la nariz y me convierte en sordo: el olor del miedo ha de ser.

A las horas él estaba con su saco gris de nuevo que le bailaba demasiado por los kilos que había perdido, recibiendo manos que lo estrechaban. A mi hermana y a mí nos redujeron en una pieza al cuidado de mi tía mientras sonaban movimiento raros en la casa. Cuando nos dejaron asomarnos al comedor una cruz de neón azul iluminada todo, gente sentada, gente apenada, todos menos mi mamá que estaba allí pero horizontal en un feo mueble de madera. Él se me acercó y nos abrazó a ambos: el mismo olor, mi favorito a colonia y a gomina. Cuando me pasó su mentón por la mejilla advertí el agua en sus ojos, y por vez primera pude sentir otra cosa que olía a algo que desconocía en mi padre. No obstante aquello, yo fui feliz en esa época de aromas.

 

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