Escuchas firmadas. Así caracteriza el musicólogo Peter Szendy a las transcripciones. Una idea que, finalmente, tampoco es ajena a la interpretación y al que bien puede considerarse su primer paso, la elección del repertorio. Daniel Barenboim contaba, recién llegado a Buenos Aires, que el programa que presentó en dúo con la extraordinaria Martha Argerich había nacido del deseo de homenajear a Debussy pero, también, del descubrimiento que la pianista había hecho de una partitura hasta ese momento desconocida para ellos: la transcripción que Debussy había realizado de la Obertura de la ópera El holandés errante, de Richard Wagner. Los intérpretes hacen aquello que el transcriptor ya ha hecho: elegir –y otorgar con ello el sugnificado adicional de esa elección–, recortar, iluminar algunos aspectos sobre otros, jerarquizar determinados matices, tensiones o texturas, señalar.
Podría preguntarse qué es lo que lleva a Debussy a volcar en el piano a cuatro manos una obra ajena, ligada en principio a otra funcionalidad –la presentación sonora de una ópera, de un espectáculo teatral– y concebida para una orquesta. Ya no es Wagner, o no lo es en estado puro: es aquello que Debussy ha elegido leer allí. Y, más acá, es lo que Barenboim y Argerich leen en esa lectura. En el programa que abrió el Festival Barenboim de 2017, hubo además otras transcripciones, ambas realizadas para dos pianos a partir, también, de obras orquestales. Más aún, de composiciones que fundan una determinada concepción de la orquesta y que, en el caso de una de ellas, El mar, lleva incluso a la orquesta en su título: bocetos sinfónicos. Hay algo que tiene que ver con los usos sociales, con proveer a un mercado de la música doméstica que a comienzos del siglo XX se expandía. Pero, también, con una necesidad de apropiación. Como el pintor que buscaba fijar una luminosidad, unas ciertas sombras, unos reflejos, el transcriptor intentaba aprehender la obra, poder tocarla él mismo, hacerla suya de una manera muscular, física. Argerich y Barenboim ya habían tocado a la tarde, al aire libre y, gracias a los carriles exclusivos para colectivos de la malograda 9 de julio, en una situación en que lo artístico había perdido categóricamente la batalla ante lo simbólico. Dos de los intérpretes más importantes del último medio siglo habían estado allí y una multitud los había tenido cerca, viviendo la emoción de ese encuentro aunque no las posibles sutilezas sonoras que, precisamente, los diferencian de otros músicos. El concierto realizado a la noche, obviamente, tenía otras características. Eventualmente, los motores de los colectivos fueron reemplazados por las toses de la platea, audiblemente incómoda frente a lo tenue de algunas de las piezas incluidas en el concierto –en particular se evidenció en el segundo de los Epígrafes Antiguos.
Una ovación recibió a los artistas, que entraron y salieron del escenario, cada vez, tomados de la mano, y una ovación los despidió. Entre una y otra transcurrió un encuentro con momentos brillantes pero, también, con mucho de lo blanco y lo negro que explicita el título de la obra que Debussy escribió en 1915 y que cerró la primera parte del concierto. Las tensiones, en este caso, tuvieron que ver sobre todo con las diferencias de color entre los dos pianos utilizados, que no hicieron otra cosa que acentuar las ya existentes entre las maneras de frasear y el manejo tímbrico de los dos pianistas. Daniel Barenboim es, sin duda, un gran intérprete, pero al lado del de Argerich su sonido suena plano, casi despojado de color y de matices. Y, desde ya, de esa repentización fulminante que Argerich logra en algunos pasajes, como si todo fuera fruto de la inspiración del momento. El piano “Barenboim”, creado por la casa Steinway y el constructor belga Chris Maene de acuerdo con las indicaciones del pianista, es opinable. Su mentor le atribuye virtudes que, en rigor, no se corroboran con los hechos. Pero, lo que es indudable, es que suena distinto y en un género de lo ultracamarístico como es el dúo de pianos, donde la homogeneidad es un valor preciado, la elección (¿la imposición?) de un instrumento que inevitablemente colisionará con cualquier otro no puede sino ser un error. Y fue un error que se pagó caro en muchos momentos del concierto. A pesar de ello, el Preludio a la siesta de un fauno fue admirable y El mar, aunque no siempre logró esa cualidad de tensión y distensión permanente (y a veces simultánea) que funciona como uno de sus principios constructivos, tuvo momentos de gran intensidad y belleza. Ya como bis, el “Bailecito” de Carlos Gustavino selló un encuentro que en lo musical se plasmó con intermitencias pero que en el plano simbólico es tan intenso como inalterable.
8 - MARTHA ARGERICH - DANIEL BARENBOIM
Dúo de pianos y piano a cuatro manos.
Obras y transcripciones de Claude Debussy.
Teatro Colón.
Sábado 29.