Desde bahía Blanca
Gastón Leandro Ezequiel Vázquez, también conocido como Rey Bufón, es poeta y panadero, en ese orden. Y estudiante de filosofía. A lo largo de sus años fue muchos otros, en muchas vidas, tantas que no entrarían solo en Gastón, en Leandro, o en Ezequiel, y mucho menos en Vázquez, donde además hay que hacerle lugar a toda la familia. Así que es todos esos nombres juntos, y rey, y bufón. Nació en Quilmes hace 43 años, pero es bahiense. O habría que decir, mejor, que “es bahiense, pero”.
Gastón hornea pan, pizza, torta matera, pan dulce para las fiestas, y chiplú (el chiplú es un bocadito bahiense que merecería otra nota, hecho con masa de figazza o pizza que envuelve chorizo colorado). Hornea martes y jueves, y miércoles y viernes entrega los pedidos en su moto. Cada horneada tiene su ceremonia previa: mientras el horno de barro a leña toma temperatura Gastón prepara en una placa unos versos hechos con masa a los que luego fotografía, junto a los panes. Después sube la imagen al instagram @panpoecia, con la referencia al autor o autora de los versos, y una pequeña presentación. Pan Poecía es una especie de antología comestible de lo que se lee y mastica en Villa Hipódromo (donde vive Gastón), y de ahí salta al hiperespacio.
Poesía con C, sí, tomado de un graffiti que se multiplica en las paredes de Bahía, La Plata y otras ciudades de la provincia, y que Gastón adoptó como propio. ¿Por qué con C? “Porque es la parte no domesticada, ni domesticable, de la poesía. Y porque si es un error, es como dice Carlos Ríos, que el mejor poema es el poema accidental”.
En la charla, Gastón cita poetas, artistas, y editores, todo el tiempo: Walterio, Casas, Karen Garrote, Daniel Martínez, Caco, Chimpa, Chauvié, y mil más. Es que para él “la poesía es una red de afectos”.
--¿Por qué decís que la poesía te salvó la vida?
--Porque es así, literal, yo había vuelto a Bahía escapando de mi vida anterior, que era calle, droga, delincuencia, vivir a la intemperie… viví cuatro años en la calle en Buenos Aires, y en la indigencia, sin tener a veces para comer. Estaba perdido, era un caso perdido incluso para mi familia, ya no sabían qué hacer conmigo. Vivía empastillado. Un día se me cerró la última puerta y esa noche dormí en la calle. Ahí empecé a ir a Puerto Madero, a lo del viejo Castells, que repartía torta fritas, y descubrí que había un circuito de gente que decía “vamos a Güerrín, vamos a Banchero”, a buscar las sobras, y también “hay un comedor acá, otro allá”, un circuito de asistencialismo con el que al menos comías. La historia es larga, la cuestión es que un día me tomé un tren y volví a Bahía, a los 29 años. Hice un click, no sé cómo pasó. Volví y mis padres me abrieron la puerta. Me habían dado por perdido, pero dijeron “vamos a ver si esta vez…”. Estaba este terreno, y mi vieja me dijo “hacé algo en ese terreno, rescatate, es tu oportunidad”. Y me construí una casita. Y al tiempo mi vieja enfermó de cáncer. Cuando ella murió yo sentí que me hundía, otra vez, y que esta vez no iba a salir. Y tengo el recuerdo de estar durmiendo en su cama, en la cama de dos plazas, y la mitad de la cama eran libros de poesía. Dormía con los libros. En ese momento la poesía me salvó la vida. Me despertaba, angustiado, y leía algo. Tenía libros todo alrededor, era como un salvavidas, una balsa.
--¿Y cómo habías llegado a la poesía?
--Yo quería escribir narrativa, para contar lo que había vivido, y la historia de mi familia. De poesía había leído a Borges, pero en ese momento no me decía nada, no estaba preparado para leerlo. Un día voy a Factor C, y Gustavo (López, editor de Vox) me dice “leete a Cucurto”, y también a Calveyra, que tiene este libro “Diario del fumigador de guardia”, que yo justo trabajaba fumigando barcos en el puerto. Pero el flash fue Cucurto, que es de Quilmes, como yo, y leo que habla del padre vendedor ambulante, del padre borracho, y leo a Desiderio, La Zanjita, el barrio, ahí digo “ah, mirá esto!” Fue un momento de descubrimiento. Y empezó una búsqueda, de aprender a escuchar, y leer, leer más. Empecé a comprar muchísimos libros. Fue más o menos cuando mi vieja estaba por morir. Empecé a ir a talleres de poesía, a lecturas de poesía, que acá en Bahía hay mucho movimiento. Y como decía mi finado viejo “si andás con rengos, a la larga terminás rengueando”, terminé escribiendo poesía.
--¿Cómo fue que se mezclaron el pan y la poesía?
--El tema del pan viene por mi abuela. En el 88 vivíamos en una chacra, en Villa Serra. Éramos diez personas en una casita diminuta. Vivían mis primas, mi tío, una prima de mi tío, vivíamos en la malaria. Y mi abuela ayudaba a llenar la olla haciendo pan. Yo tenía ocho años y salía por los barrios a vender ese pan. Entonces cuando me echan del puerto, y cobro la indemnización, le digo a mi viejo “voy a hacer pan casero”. Porque yo sabía hacer pizzas, tengo el oficio de pizzero de adolescente, trabajé en La Robla, en Il Pirata, en Giganto Pizza, en muchos lugares. Así que cobré la indemnización e hice hacer el horno. Vos no sos platónico, ya sé, pero yo en la casa amaso los panes en una mesada, y enfrente está la biblioteca. De un lado los libros, del otro la bandeja, y siempre me sobraba un poco de masa, y la proximidad en el plano de la materia generó una atracción y juntó las Ideas: el pan y la poesía. Usar esa masa para hacer versos. El primer verso que hice fue uno de Meli Depetris “La vida es un poema”, y ya después no paré. Eso me cambió la forma de leer, de escribir, y también a mí. Me enseñó la paciencia. Clínicamente, yo siempre estoy tratando de domesticar mi ansiedad, y darle forma a las letras se hace despacio, es casi oriental, zen, hay que mirar, medir, cuatro mayúsculas allá, seis minúsculas acá, tres versos por bandeja. Paciencia, y alimento. El otro día hablaba en una entrevista en FM de la Calle que cuando uno empieza a comer, el cerebro puede crear. La abstracción empieza con el estómago lleno. Cuando yo estaba en la calle no andaba pensando en la dialéctica de Hegel, o en escuchar un hornero, como los que cantan en el patio ¿escuchás? en lo único que pensaba era en cómo hacer para comer algo, y dónde refugiarme para pasar la noche. Por eso yo armo el verso, y en las fotos pongo la canasta con los panes, y un videito en el que se ve cómo horneo, porque eso me da de comer, y si no como no puedo hacer poesía, ni leer filosofía, ni contar la historia de los míos. Ahora Nico, de Unidad de Sentido, me va a editar las historias que fui escribiendo, las de mi abuelo y mi abuela, mis viejos, mis tíos… soy el primero de la familia que puede habitar el suelo, y puede narrar. Yo siento que es como si alguien me dijera “usted sobrevivió para contar la historia de su familia”.