Quien fuera denominado el primer marxista americano, el peruano José Carlos Mariátegui, solía interrogarse por las ideas-fuerza, es decir, por los mitos capaces de instigar a las clases subalternas a la rebelión. No bastaba con suponer a la clase obrera y el campesinado indígena como agentes activos, había que indagar en sus motivos, en las potencias espirituales que los volvían sujetos soberanos.
Hacia septiembre de 1928 publicó un suelto en el que se abocaba a una de sus rutinas predilectas: la crítica de saberes contrarios a los suyos de los cuales podría extraerse alguna enseñanza. La excusa era la aparición de “Camino de Santidad”, un libro de Julio Navarro Monzó, periodista de origen español que se radicaría en Argentina durante décadas. “Ese elocuente y erudito predicador de religiosidad”, según lo llama, no ceja en su empeño por “suscitar inquietudes espirituales y religiosas en esta América”. Sus blancos son “el catolicismo burocrático y el positivismo mediocre que imperan en nuestros pueblos”. Hombre de vastas curiosidades, Monzó profesaba una versión avanzada de “catolicismo social”, al que le reclamaba la recuperación de una mística popular de carácter gregario. En América Latina, postulaba, y era ese el punto que le interesaba a Mariátegui, solo aquel formato cultural ofrecería una defensa colectiva contra la versión protestante, anglosajona, del cristianismo, cuya ética propugna el individualismo egoísta. Había, pues, dos modelos en pugna. El futuro autor de “El desafío de América Latina”, en el que condensa esos pareceres, insistió con su cruzada anti-capitalista, democrática y colectivista durante años, pero no se limitó a las fuentes católicas sino que extendió su búsqueda hacia otros horizontes, como el judaísmo y la tradición greco-romana, motivo de varios de sus libros. Esa curiosidad lo llevó a ser también uno de los primeros en vislumbrar en el saber de la China milenaria una matriz de pensamiento a convocar para pensar los dilemas de las democracias americanas. Y lo hizo de un modo singular.
En su libro “Los coloquios de Fu Lao Chang”, Monzó abunda con gran pericia en consideraciones que engarzan con la Doctrina Social de la Iglesia y que hoy adquieren una extraña sonoridad: evocan una forma de peronismo anticipado. Equidistante de las opciones políticas de entonces, a las que ve como acechanzas infaustas, desgrana sus preocupaciones en un momento de peligro no solo para la Argentina sino para la Humanidad. Corre el año 1936; los totalitarismos que arrecian le inspiran una honda reflexión sobre el destino de las democracias.
Precisamente, fue el destino el que lo puso ante la más elevada enseñanza de la tradición filosófica china. En la última parte del libro, cuyo título permanecía como un enigma hasta ese momento, refiere: “Me costó trabajo reconocerlo. Desde luego porque todos los chinos se parecen. Pero aquel tenía algo raro. No era un chino como los otros, a pesar de los harapos que lo cubrían. Su cara demacrada de anciano, la piel pegada a los huesos, tenía una sonrisa fina que recordaba la de la famosa estatua de Voltaire. Las manos, si bien estropeadas por los rudos trabajos manuales, eran más delicadas de lo que suelen ser las manos de esa raza de manos delicadas. Todo eso me recordaba a alguien que yo había visto antaño. Por eso, aquella tarde, en aquella isla lejana, sobre uno de los riachos del Tigre, mientras él se dedicaba a sacar agua del pozo, yo no podía sacarle los ojos de encima. ¿Dónde había visto yo esa cara?”. La inquietud duró poco. “De pronto recordé. Pero no. No era posible. En mis recuerdos aquella sonrisa, aquel rostro, aquellas manos, correspondían a un embajador. Chino, sí, por cierto. Pero nada menos que un enviado extraordinario de su majestad Huang T’ung, el último emperador del Celeste Imperio”. Aquel asiático que el azorado Navarro Monzó tenía enfrente durante un paseo por el río, un modesto campesino dedicado al cultivo de duraznos y a la cría de gallinas y cerdos, sin dudas era o había sido aquella otra persona. “¿Cómo iba a ser el colaborador del gran estadista Li-Hung-Chang, el diplomático que yo había conocido en Lima y frecuentado en Buenos Aires?” “Era él, sin embargo. También él me había reconocido y me lo hizo saber después de un ceremonioso y profundo saludo a la oriental”.
Fu-Lao-Chang era un embajador enviado a América Latina que recaló en Buenos Aires durante los festejos del Centenario de la Revolución de Mayo. En su juventud, tras cumplir los rigores para acceder al cuerpo de mandarines -los doce años de estudio de la tradición clásica- había sido becado en Oxford donde completó su formación. Sus destinos diplomáticos fueron múltiples y aciagos. En una carta escrita desde China dice: “Mis recuerdos personales se remontan hasta el Congreso de Berlín de 1878. Desde entonces muchas cosas han ocurrido en el mundo”, y enuncia algunos hechos de los cuales fue testigo y partícipe directo: la guerra chino-japonesa, la derrota de Rusia frente al Japón, la Conferencia de Algeciras de 1906, la paz de Versalles de 1919 “y ahora la ocupación de Manchuria”. Hombre de carrera, habituado a la alta política internacional, ahora cultivaba un huerto en el Tigre asistido por sus eunucos devenidos campesinos pobres. Monzó no dejará pasar la ocasión y lo frecuentará en varias ocasiones. Durante aquel primer reencuentro, refiere, “...recordamos las visitas que yo le había hecho en su apacible residencia de Belgrano, tan llena de cosas raras y hermosas. Allí le había sorprendido la noticia de la Revolución de 1911, que implantó la República en China. Entonces había desaparecido”. La caída del Imperio después de cuatro mil años debido a la revolución de Sun Yat-sen había dejado cesantes a los últimos mandarines; de un día para otro se convirtieron en el despojo inútil de una época pasada. Aquellos tiempos convulsionados convocaban otros saberes, modernos, occidentales, y acabaron cancelando milenios de tradición. “Ahora, de repente, después de veintidós años, lo volvía a encontrar, pobre y olvidado, oculto en un rincón adonde nadie llegaba. ¿Qué hacía allí? Me lo dijo en pocas palabras: trataba de ser un Tchen-jen, un Hombre Verdadero, siguiendo los preceptos del Taoísmo”-narra Monzó.
Su relato trata, pues, de una doble conversión. La del mandarín, criado en el más estricto confucianismo, es decir, la tradición que propugna una rígida moral estatal que ordena el mundo, pero que debido a la destitución de todo aquello que daba fundamento a su vida -el honor de servir al Imperio- se vio obligado, ya anciano, a adoptar una vida sencilla, casi opuesta a su naturaleza. Y la del propio periodista, que a su catolicismo raigal, para que le rinda, ha de infundirle saberes hasta la víspera desestimados. Ello supone el diálogo con todas las culturas, incluida la de la civilización viviente más antigua, en función de producir la tan ansiada integración continental en clave propiamente americana.
Fu-Lao-Chang fue para Navarro Monzó un maestro: el medio centenar de páginas donde reproduce sus diálogos son la primera versión directa de la sabiduría china expresada en el país. “En su casa de Belgrano encontré algo más trascendente que meros objetos de museo. De aquella época data mi primer conocimiento del I Ching, el Libro de las Mutaciones”-recuerda. Pero donde recibió las claves del confucianismo fue en el Tigre. A lo largo de los encuentros isleños ambos irán desgranando los grandes temas del pensamiento universal, al que tratan de cotejar en sus vertientes orientales y occidentales. El tema central de conversación sería el desajuste histórico que produce el choque de civilizaciones y el despropósito de querer imponer y adoptar culturas ajenas al devenir de cada nación. “Europa, que tiene una civilización científica recién hace tres siglos, nos reprocha que no la conociéramos hace veintiséis o que no la hayamos adoptado en dos o tres generaciones. Se juzga a la civilización de un pueblo no por sus costumbres morales sino por el número de sus automóviles o de sus cuartos de baño. Se anteponen los conocimientos científicos a la ética, se confunde la vida intelectual con la espiritual”. Partidario de la autonomía nacional, advierte: “No se adopta una civilización como quien importa una marca de automóviles”.
Monzó recoge sus palabras con cuidado, que van recorriendo con pericia todos los temas. Hombre del poder, Fu-Lao-Chang recomienda la servidumbre voluntaria por parte de los subalternos y la protección generosa por parte de los poderosos. “No tenemos la palabra democracia en chino. Es difícil traducirla. De mis años en occidente, puedo deducir que lo que ustedes entienden por democracia es es el reinado de la opinión pública. Un gobierno democrático es aquel que reina de acuerdo con la opinión. Lo contrario es tiranía”. Sin embargo “la política es, según Confucio, el arte de educar moralmente a los hombres a fin de que cumplan con su deber social”. El viejo maestro desarrolla la idea de una sociedad organizada a partir de los consensos colectivos construidos por una aristocracia cultural letrada que unifican un estilo de vida y hacen de él la matriz de las instituciones. Algo similar a lo que postularían Mariátegui o su contemporáneo Antonio Gramsci al disponer el bloque histórico tramado en la cultura como núcleo emancipador de una nación. Tras cada visita Navarro Monzó anota con unción la sabiduría confuciana escrita dos milenios y medio atrás. En la última, recuerda: “Había anochecido. El estrépito de la lancha que venía a buscarme me impidió seguir escuchando al sabio. Cuando volví en su busca semanas más tarde no lo encontré: había vuelto a China para morir en ella”. Desde Fu-Kou, provincia de Shantung, Fu-Lao-Chang le escribió en diciembre de 1934 una carta de despedida que empieza así: “Escríbole, dilecto amigo, junto a la sepultura de Confucio. Los árboles que le dan sombra me recordaron aquellos de Tigre cerca de los cuales sabíamos platicar”.