Me acuerdo, llaman a la puerta y me acuerdo.
Me acuerdo del día en el que sonó otro timbre y por la mirilla vi el acero.
Me acuerdo de la cara detrás del acero, los bigotes lustrosos, la piel cetrina detrás de los bigotes.
Me acuerdo, los ojos fijos, dilatados, rojos, el pelo engominado.
Me acuerdo de la boca que se abría, de los dientes blancos.
Me acuerdo de una única palabra: ¡abra!
Me acuerdo que era a la siesta.
Me acuerdo de que por fin habíamos podido dormir, luego de que mi hija recién nacida llorara toda la noche en la sala de guardia del hospital.
Me acuerdo de cuántas cosas pensé mientras abría.
Me acuerdo de que recordé aquella otra siesta, en la esquina de mi infancia.
Comíamos mandarinas, recostados en el tapial, con mi amigo. Payasín le decíamos, por su cara triste y su sonrisa buena.
Me acuerdo de que, del otro lado de la delgada pared, el padre acumulaba arena.
Me acuerdo: Payasin, contento, decía: “van a hacerme un cuarto para mí solo”.
Me acuerdo de la nonna llamándome a tomar “il pane e latte… Sonno le cincue del pomeriggio”.
Me acuerdo del tazón tibio, el pan, la manteca, el revuelo en la calle.
Me acuerdo, sentado en el umbral de la puerta de entrada, de ver pasar, a la altura de mis ojos de 6 años, el pie ensangrentado del padre que gritaba: “¡se cayó la pared…se cayó la pared!”.
Me acuerdo, iba en bicicleta suplicando por un teléfono (tan difíciles de tener en esa época).
Me acuerdo de las manos desgarradas sobre el manillar, el ruido desbocado de la respiración del hombre, que había construido solo la mortaja del hijo.
Me acuerdo de que también recordé aquella puerta de hierro forjado al abrir esta otra, hermosa, de madera.
Me acuerdo de la nonna que me abrazaba diciendo:” ¡Oh dio mío…Oh dio mío…!”
Me acuerdo de que ya no pasé más por esa esquina.
Me acuerdo de la sensación de escapar al destino gracias a una taza de leche y al rigor del horario.
Me acuerdo de que durante mucho tiempo no supe qué habría detrás de la puerta que estaba abriendo, si el tapial de Payasin o el abrazo salvador.
Me acuerdo, claro que me acuerdo, de estar tranquilo al abrir la puerta de madera, descalzo, en camiseta y calzoncillos.
Me acuerdo de la requisa, del brillo del arma sobre el diván azul en el que días antes había dormido aquel amigo que, por fin, logró salir.
Me acuerdo de mi mujer, casi desnuda, restregándose los ojos, sin entender, mirando alternativamente al acero, al engominado y a sus secuaces.
Me acuerdo de que solo dijo: “me van a despertar a la nena, hablen más despacio”.
Me acuerdo: usaron mi teléfono. El de los bigotes informó: “Aquí Salazar, no hay nada”.
Me acuerdo de que entonces, solo entonces, fueron, silenciosos como serpientes, a ver allí donde dormía la niña.
Me acuerdo de que pensé: “son unas víboras”, y de que la niña no se despertó.
Me acuerdo de que, en ese momento, rememoré el día del entierro del “Lobito”, muerto hacía poco, en el sur.
Me acuerdo de la lluvia, del empedrado, la calle mojada, los gases y la desbandada.
Me acuerdo de ver caer el cajón al piso, casi desmembrarse.
Me acuerdo de que por vergüenza y rabia los que veníamos atrás lo recogimos y lo cubrimos con la bandera, pisoteada y embarrada.
Me acuerdo de que nos metimos en un pasillo oscuro y angosto, del olor a sudor, el aliento caliente, la respiración agitada que reventaba los pulmones.
Me acuerdo del ataque epiléptico de Liliana.
Me acuerdo de la vecina que nos hizo pasar a su departamento.
Me acuerdo de Liliana acostada en una cama solidaria.
Me acuerdo del cajón en la mesa del patio, bajo la lluvia.
Me acuerdo de que bebimos hasta saciarnos; nunca más tome agua tan exquisita.
Me acuerdo de salir cuando se cansaron de apalear a los que quedaron en la calle.
Me acuerdo de los fotógrafos, siempre estaban.
Me acuerdo de la risotada de la vecina al otro lado del patio, exclamando “así van aprender”.
Me acuerdo de que unos días antes la cruzamos y, acariciándola dijo: “qué linda es tu hija, algún día te la voy a robar”.
Me acuerdo de que la maldije y pensé en aquellos fotógrafos.
Me acuerdo de otra noche, más adelante, cuando el rufián que la regenteaba, borracho, la quiso matar.
Me acuerdo de que él le gritaba: “¡Salí de abajo de la cama, puta!”.
Me acuerdo de que ella le fue hablando hasta que él dejó el arma y la abrazó llorando, pidiéndole perdón.
Me acuerdo, claro que me acuerdo, cerciorándome ahora, 45 años después, que, del otro lado de la mirilla, solo está el cartero.
Y que yo estoy aquí, para recordar.