En una zona alejada de São Paulo, de pocas casas dispersas entre un verde que predomina y parece amenazar con engullirlas, Carbón sitúa la historia de una familia que acepta alojar a un narcotraficante. La familia es pobre, hay un hijo pequeño, trabajan produciendo carbón pero no alcanza. Además, está el abuelo, en estado vegetativo y en condiciones míseras. Pero el abuelo no muere. Como síntesis, valen las palabras calculadamente amables del cura: “No se puede decidir sobre la vida”, aclara mientras está atento a las limosnas de los feligreses para sostener la casa de Dios.

Así las cosas para la madre de esta familia, Irene (Maeve Jinkings), en quien el relato de Carbón elije su punto de vista. Por eso, cuando la enfermera le dice que el abuelo no mejorará, le abre también –de manera ladina– una posibilidad: cobijar a un narco y ganar así el dinero que el carbón no permite. Para hacerlo, habrá que disimular la muerte del abuelo, quemado entre el mismo carbón que se produce. De este modo, Irene confronta la palabra de Dios y elige albergar al Diablo, al que tendrá que mantener en silencio y recluido, en la misma habitación del abuelo y su cama meada. Allí mismo, duerme también el pequeño; la primera noche, le dice al nuevo inquilino: ¿Sos pedófilo?

Para llegar a este momento, con el nudo en curso –la presencia disimulada del familiar muerto, la presencia escondida del criminal–, Carbón se permite jugar con los géneros narrativos. En primer término, ofrece un registro cuasi social, de cámara inserta en la penuria donde viven sus personajes. Aquí no hay nada impostado, la casa es la pobreza que dice ser, sus personajes son los lugareños que transitan entre la tierra y la vegetación, y la iglesia es el lugar de encuentro: si no se estuvo en misa, el pueblo y el cura se enteran. Por otro lado, aparece la vía narrativa del narcotraficante, Miguel (César Bordón), en medio de la simulación de su muerte, en su casa adinerada, con expertos del maquillaje y asesinos. Entre sangre falsa y tiros de verdad, Miguel fragua su deceso; de esta manera, el film apela a los recursos de la serie negra de cuño narco, con su líder y esbirros en plena faena.

La síntesis de ambas situaciones tendrá cabida en la casa pobre, ese lugar donde nunca encontrarán a quien está acostumbrado al lujo y a dar órdenes. (A propósito, éste es todo un comentario social por parte del guion; es decir, ¿dónde hay buscar a los criminales verdaderos?). La balanza se invierte. Algo de esto hay en Carbón, pero también varias otras cuestiones, como el vínculo de dilema familiar que se entreteje con Miguel. El niño, solícito, paulatinamente lo admira. (Aquí, otra nota social). Pero, sobre todo, destaca la relación con Irene: ella, acostumbrada a la faena diaria, elige de pronto perfumarse. La relación con su marido no pasa por un buen momento; éste, además, esconde un amante. Miguel, por su parte, vive como un león encerrado, procura no reventar y se apacigua con cocaína. Pero ésta tampoco dura tanto. Todo pende de un hilo extraño, delicadamente tenso.

Es para destacar la manera cómo Carbón ensaya sus transiciones, ya que la acción sucede sin demasiadas explicaciones, y las secuencias adolecen –adrede– de ciertos detalles: Miguel simula su muerte y no se sabe por qué; no hay escena donde se escuche a la enfermera dar detalles sobre qué debe hacer Irene con él ni durante cuánto tiempo; no hay momento visible del cuerpo del abuelo siendo quemado; tampoco situación donde se produzca el pago del dinero convenido ni su cantidad. De paso, ¿cuánto tiempo sucede en el día a día del film? Así de muchas otras maneras también. Y es todo un logro, porque es el montaje el que sutura tales cuestiones, interpelando a quien mira a que complete esos espacios en blanco.

Carbón es la ópera prima de la brasileña Carolina Markowicz, quien según explicó en entrevistas, el argumento y las situaciones de alguna manera fueron dadas por su vida de infancia, en el campo, a partir de las observaciones cotidianas, el trato mentirosamente amable dispensado entre los lugareños, las miradas reprobatorias a la homosexualidad, la hipocresía compartida, la presencia de la religión. Todos aspectos que de un modo u otro están en la película, cuyo guion asume un misterio que sabe cómo contagiar al espectador en su intriga: ¿podrá salir airoso Miguel?, o también: ¿podrá salir airosa Irene? Una depende del otro. O eso parece.

Bien sabe la película cómo llevar su devenir en una dirección que podría haber sido otra; por eso, cuando el film termina también fulmina y sorprende en la resolución, a la manera de una película de enigma con todos los sospechosos reunidos en la misma habitación. De alguna manera, la mixtura entre el registro social casi documental inicial y la cuña noir que trae aparejada el narcotraficante, hace de Carbón también un thriller. Como corresponde, no exento de una mirada crítica –bien puede decirse también satírica– en su retrato social.

Carbón  7 puntos

Argentina/Brasil, 2022

Dirección y guion: Carolina Markowicz.

Fotografía: Pepe Mendes.

Montaje: Lautaro Colace.

Música: Alejandro Kauderer.

Intérpretes: Maeve Jinkings, César Bordón, Jean Costa, Camila Márdila,
Romulo Braga, Stella Gallazi, Daniel Valenzuela, Pedro Wagner, Aline Marta.

Distribuidora: 3C Films.

Duración: 107 minutos.

Sala: El Cairo Cine Público