Cinco años atrás, Leandro Kalén se mudó a Banfield y su bioritmo cotidiano cambió. A razón de tres o cuatro días por semana, más alguna noche que vaya a tocar en vivo, toma el tren Roca que lo conecta con Plaza Constitución. Viaja para dar clase y, en general, los horarios son pico. Suele irse a media mañana y volver a las seis, siete de la tarde. Hasta acá, no da otra cosa que un fragmento de un día en la vida de un músico común. Pero la secuencia pega un volantazo cuando el experimentado productor, compositor, arreglador, instrumentista y cantante formado en la Escuela de Música Popular de Avellaneda, revela un dato fuerte: “El viaje dura 20 minutos, más o menos lo que dura el disco”.
A priori parece un delirio, pero no: Kalén acaba de publicar un trabajo llamado La música del tren, que consiste básicamente en la musicalización de cantos anónimos de vendedores ambulantes, y da cuenta así de un folklore conurbano, tan presente en empiria como ignorado en términos estéticos. “Pensé el trabajo como una especie de residencia creativa para mí mismo”, resume Kalén. “Al tomar regularmente el tren y empezar a estar en contacto con una serie de cosas cotidianas relativas a mi nuevo hogar, es que puse atención a los cantos de los vendedores, desde una perspectiva de música autóctona próxima territorialmente”.
La praxis inicial del músico consistió en escuchar sistémicamente el canto de vendedores, y en ciertos casos seguirlos durante uno o dos días para detectar si aparecían inflexiones en sus voces. “Quería saber si mantenían la misma melodía con las mismas notas o si había pequeñas improvisaciones”, cuenta el creativo Kalén, cuyas referencias puntuales pasan por las estelas de Hermeto Pascoal, o Different Trains, disco del minimalista Steve Reich. Acto seguido, grababa tales cantos con un grabador digital pequeño para escucharlas y ver qué le pasaba por dentro. “Quería ver si me sonaba algo posible en la cabeza, si aparecía una forma de vestir cada canto o si me inspiraba de algún modo. De hecho, hubo una primera edición mental en esas primeras escuchas”.
El tercer paso dado por Kalén fue seleccionar parte del material registrado bajo el propósito de diseñar la cadencia de cada canto, pero siempre respetando la esencia rítmica y armónica implícita en cada uno. “Este punto fue clave, porque probablemente cada tema podría haberse desarrollado muchísimo más desde el punto de vista formal, pero no pensé en los cantos como una excusa para hacer música, sino en lo contrario: vestir y acompañar, tratando de que la música conviva y dialogue con la imagen de ese momento”, explica el músico, con foco en un resultado que derivó en nueve breves piezas en las que el voceo de vendedores de chipá, gaseosa, encendedores, helados o caramelos se deja arropar por sonidos diversos. “Los cantos me sugerían cosas, y en ese sentido creo que tenía una armonía y rítmica implícita”, amplia Kalén. “Además, cada cantito tiene su intervalo de tiempo hasta que se vuelve a repetir, y ese silencio podrían ser unos compases de música instrumental. Por ejemplo, el de los encendedores me sonó automáticamente como una atmósfera ternaria medio libre, por eso la intervención de Ramiro Flores ahí… Algo de jazz étnico, ¿no? La presencia de Ramiro, de hecho, se vincula a que quería tener un timbre distinto en manos de alguien que desequilibre y él es un high level, un tipo preparadísimo, y con una oreja y sensibilidad que está en otra dimensión”.
-¿Es un trabajo vanguardista?
-No lo considero muy vanguardista que digamos. Creo que más bien se trata de algo conceptual, por la temática. Musicalmente, tiene un poco de todo. Si bien hay un eje jazzístico a modo de lenguaje, hay mucho telúrico: candombe, folklore...
-¿Estableciste algún tipo de contacto con los vendedores cuyas voces quedaron en el disco?
-No. Es más, traté de pasar inadvertido. Un poco para no condicionar, un poco para que se mantenga la dimensión anónima porque, si bien vivimos una época de híper visibilización de cosas y de cuestionamientos concretos al sistema, tengo la sensación de que la música popular no refleja del todo esto y está en una fase mucho más yoísta… De posicionamiento consciente de artistas como productos, quiero decir.
-Aquí es donde empieza a tallar la cuestión ideológica, que también atraviesa tu trabajo, por cierto.
-En este sentido, me interesaría que el trabajo llegara por ejemplo a Trenes Argentinos o a alguna entidad estatal que lo pueda amplificar. No por mí, realmente. Podría haber muchísimo más de este tipo de cosas, porque si nos guiamos por lo que reproducen las redes, la única forma de hacer música es canciones de despecho o de cuán mejor soy que no sé quién, mientras hay un montón de gente que está marginada, a la que no le llega nada de otras formas de pensar y ver el mundo. Creo que acá está el laburo social de la cultura y en eso reside su importancia.
-¿Cómo fueron las reacciones de tus colegas ante la singularidad del trabajo?
-Recibí comentarios gratos. Pero, qué se yo, hoy el mambo con sacar un disco tiene que ver casi con tirar una botella al mar. Es un aporte. Es seguir un viaje y un impulso propio que no sé muy bien de dónde vendrá.
La original mano de obra le demandó a Kalén unos tres años de recopilación de cantos. Resuelto ese primer paso, grabó parte en su estudio hogareño y parte (guitarras, bajos, teclados, percusiones) en Melopea, incluida la masterización a cargo de Mario Sobrino. “Trabajar en Melopea fue de ensueño. Muchos álbumes que me marcaron desde niño se grabaron allí”, enfatiza.
Por último, La música del tren concitó la atención tanto del INAMU como del Club del Disco, sello que lo terminó editando, y determinó el corolario de un 2022 agitado para su hacedor. Un año que empezó con su rol clave en Above and Below, the Music of Allan Holdsworth, trabajo colectivo en homenaje al guitarrista británico, y siguió por Un pulso sobre la Tierra, obra literario musical lanzada por la Universidad Nacional de Avellaneda, y poblada por textos de Alejandra Pizarnik, interpretados por artistas del conurbano sur. El 24 de marzo, en tanto, salió el cuarto trabajo de la saga. Se llama Para vencer al terror y consiste en un corto referido a la Noche de los Lápices, filmado en el Pozo de Banfield.