Hará su medio siglo, un historiador británico se preguntó una tontera fecunda. El hombre se especializaba en la gran arquitectura del siglo 18 de su país, en particular en las casas de campo que eran verdaderas mansiones. Resulta que muchas de esas casas siguen en las mismas familias o se movieron poco, con lo que conservan en alguna parte una oficina llena de libros de cuentas, cartas comerciales, facturas y recibos de tres siglos o más. El historiador se sacrificó leyendo miles de esos papelitos amarillos y descubrió algo inesperado: los que encargaban esas mansiones gastaban tanto en edificarlas como en decorarlas. Primero eran los ladrillos, las piedras, las maderas y los metales. Y después los muralistas holandeses, los maestros yeseros italianos, los ebanistas ingleses, las colecciones de antiguedades romanas, las bibliotecas, las pinacotecas. A una fortuna le seguía otra. ¿Por qué?
John Cornfort llegó a una conclusión sagaz. Primero, claro, estaba la simple pasión de mostrar que el Lord en cuestión podía pagar todo eso e impresionar a sus pares con su buen gusto y cultura. Pero atrás estaba la idea de que justo en ese siglo Gran Bretaña comenzaba a ser una potencia como lo había sido España y lo era Francia, y que necesitaba el aparato cultural de una gran potencia. Los chateaux, los cuadros, los libros, las obras maestras del muralismo, la arquitectura a la grande maniera. Esos lords se mandaban la parte, si, pero también estaban construyendo su país de un modo explícito, material, visible.
A escala modesta, los argentinos se tomaron el mismo barco. Sarmiento hasta que escribió y se cansó de decir, que como no teníamos palacios de la aristocracia pasada para reutilizar, teníamos que construirlos. Y que nuestros palacios iban a ser republicanos, institucionales: bancos, escuelas, correos, terminales ferroviarios, legislaturas, ministerios. Esto creó un lenguaje público que indicaba de qué la iba este país y que duró hasta la caída de Perón, el último que lo entendió, y el triunfo de lo meramente utilitario, barato, olvidable.
Otra cosa que proodujo ese proyecto fue a Alejandro Bustillo, un soñador de un estilo nacional y un constructor de casas de campo a la grande maniera. Bustillo no se ganaba la vida como arquitecto, andaba siempre construyendo una identidad para el país, a gran escala cuando podía, como con el Banco de la Nación de Plaza de Mayo, a escala pequeña cuando pintaba una casa particular. Siempre con una elegancia suprema, moderada, controlada. Siempre con una alegría y un mensaje: esto también es parte de lo que llamamos Argentina.
Bustillo es famoso por el Monumento a la Bandera en Rosario, por el Casino y la intendencia de Mar del Plata, por el Hotel Llao Llao en Bariloche, por el banco y las residencias de Tornquist, por una infinidad de edificios de renta. Cada cosa que hizo es una lección de estilo y un reflejo de la idea fundamental de su obra, que el clacisismo es nuestra herencia, que nos pertenece y no es apenas una imitación porque podemos hacerla propia. Como ningún otro arquitecto nuestro, Bustillo vivió en un permanente estado de reflexión sobre de qué la va este país y cómo hay que expresarlo materialmente, en arquitectura.
Todavía bien joven, le encargaron una patriada de las bravas, crearle una identidad al primera parque nacional del país. Bariloche era apenas más que un rancherío perdido junto a un lago espectacular y la idea de que alguien se fuera hasta allá a hacer turisto sonaba lisérgica. Bustillo arranca con materiales locales, las maderas rubias y las piedras grises de esos valles, y las combina en una discutida manera vagamente europea, alpina de poster de agencia de turismo. Que termina siendo la marca registrada del lugar, "el estilo Bariloche", el logotipo del parque y de la comarca, imitado bien y muy mal, estallando de belleza en el Llao-Llao.
En medio de todo esto, el joven maestro se dio un gustazo. Perdida en el pueblo sigue todavía la sede local del Banco Nación, que los gerentes locales maltrataron años y años -le dicen "modernizarse" en el lenguaje del marketing- pero sigue teniendo su fachada más o menos intacta. Ahí se ven una columnas impecablemente clásicas, remontadas con un capitel con un carnero criollazo. Bustillo inventó un capitel argentino, una guapeada a la que nadie más se animó.
Pero es en las casas de campo sembradas por el campo bonaerense donde el maestro se hace espacio. El campo pelao es un lugar peligroso para más de uno, que naufraga en eso de diseñar con perímetro libre, sin medianeras ni referencias, y termina dejando edificios que parecen pedir por favor una línea municipal. Bustillo se exalta como liberado y se pone a jugar con los volúmenes perfectos del clacisismo y los ropajes tradicionales. Sus casas criollas parecían eternas hasta cuando eran nuevas, lugares orgánicamente crecidos directo de nuestra tierra, sin mano humana y alegres y felices de ser de por acá. Es una serenidad y una naturalidad criolla y neoclásica que sólo Alejandro Moreno continuó.
El que quiera ver de cerca esta mano no tiene más que arrimarse a Berazategui, donde Bustillo supo tener un campito que hace años ya se comió el tejido urbano. Ahí en el sur de la gran mancha urbana está el Museo César Bustillo, que guarda la memoria del torturado hijo pintor del maestro. El lugar, hoy una amplia esquina de ciudad, era un galpón y el puesto del campo de la familia. César terminó viviendo solo en el galpón, que pintó completamente por dentro y guarda sus escasos objetos personales. Los dos edificios son de una sencillez tan completa como su perfección formal y volumétrica.
Y ahi nomás, basta preguntar, un colegio de religiosas conserva la casa familiar, resuelta en una serie de ranchos de galerías anchas con columnas de palo que se fue ampliando a medida que venían los hijos. Es un lugar esencialmente argentino, una estancia en miniatura que se pensió y construyó como las de antes, sólo que hace un siglo o menos. Desde la tranquera y hoy medio tapada por el colegio nuevo, una tontera olvidable que alguien construyó casi que a propósito para invitar las comparaciones y quedar mal, se ve un detalle simbólico. La galería panzona une los dos edificios principales de la casa vieja y justo en el punto de unión, justo al medio entre los palos oscuros que sostienen la techumbre, hay una columnita blanca de piedra. Es romana y vino al país en la bodega de un barco, recuerdo de un viaje en la época en que nadie te pesaba el equipaje. Bustillo la puso en el punto de unión, en el foco, como bisagra entre nuestro pasado y nuestro presente.
En 1944 su amigo Leopoldo Marechal le dedicó un librito de la serie Artistas de América que publicaba Peuser. Se habían conocido de pibes por los campos de Maipú, donde resulta que los dos encontraron a la patria. El poeta era invitado frecuente al campito de los Bustillo y ahí las charlas no terminaban más y no bajaban del tema más alto, la Belleza. Cuenta Marechal que la obra de su amigo muestra "la segura intuición de lo bello, que será su piedra de toque ante lo verdadero y lo falso y que lo hará salir triunfante de todos los equívocos en una edad en que los equívocos abundan".
Bustillo murió en el mal año de 1982, viendo lo peor de la arquitectura reinando impune. Muchas de sus obras con monumentos históricos nacionales. Otras muchas están a salvo en el campo, que todo lo cuida. Seguimos buscando esa belleza propia y nuestra que él buscó.