La historia que me contaron los dos, cada uno por su lado, la reconstruí así: que mi escritura una lo que fue separado.
Ellos se conocieron en un tren. Él iba a Salta, con unos compañeros. Ella iba de mochilera por América Latina, con su amiga del alma. Él tenía dieciséis años, pero le mintió. La cosa empezó así, pero ella no le hizo caso a ese dato. Cuando su madre, mi abuela, le advirtió que su hijo no tenía los dieciocho que le había dicho ella se rió sin darle importancia. Es más, le pareció fabuloso que un chico así de joven fuera tan inteligente y maduro. Bueno, hay que comprender que ella tenía veinte años y que, aunque este año cumpla setenta, todavía conserva esa capacidad de maravillarse con todo.
El caso es que de ese tren se bajaron en estaciones diferentes, pero cada uno con un número en la mano. Y a la vuelta de los viajes se llamaron. En Brasil ella había pegado la vuelta a su casa, de las cosas que me contó, lo que más recuerdo es que se les había abierto el champú en la mochila y que habían llevado hasta broches de madera para colgar la ropa. Del viaje que él hizo a Salta nunca fui informada, creo que el poncho rojo, con una guarda negra que conocí más adelante vino de ahí. Para encontrase viajaban de La Plata a Liniers, eran más de sesenta quilómetros que empezaron a recorrer con frecuencia, compartían el entusiasmo de volver a verse y la casualidad de militar en el mismo partido político. Era verano de 1974. Mis abuelos se habían ido de vacaciones a Mar del Plata, lo hacían todos los febreros, entonces ella tuvo la idea de invitarlo a pasar unos días juntos. Pero mi abuela tuvo la mala suerte de sufrir uno de sus ataques de jaqueca y volvieron antes de tiempo.
Se casaron en septiembre, por civil. Conservo la foto sepia de ellos en la Plaza Moreno, están solos. Ella lleva su pelo rubio corto, arremolinado por el viento, un conjunto azabache con flores blancas pequeñitas con el que me disfracé mucho tiempo. Él usa un traje de pana oscuro, con pantalones de pata de elefante, polera blanca y unos bucles largos, negros, parecidos a los míos. Ella usa zuecos y hace una contorsión para quedar a la altura de él. Los dos tienen los ojos achinados, encandilados por el sol de frente. El fotógrafo que trabajaba aquel día en la plaza no se percató de ese detalle.
Ella dice que cuando fue a hacerse la radiografía para los análisis que pedían para el casamiento la enfermera le vio cara de embarazada y no se la hizo. Estuvo bruja la enfermera. No sé cuál de los dos me explicó que la orina de él se desparramó en el bolso de ella porque tenía el frasco mal cerrado. Creo que fue ella la que me enseñó que el bolero “Nosotros” era la historia de dos que no podían casarse porque los análisis pre matrimoniales que se hacían en esa época habían resultado incompatibles.
La tarde antes de que yo naciera mi abuelo pasó por la casa donde vivían y ella le comentó que se había hecho pis encima, y siguió cebando mates como si nada. Cuando mi abuelo se fue pasó por la casa de su otra hija, que vivía a la vuelta, y le avisó a su yerno, que era obstetra, que su hija había roto bolsa. Ella siempre mantuvo que fueron sólo dos pujos, que nací en seguida y que si dolió algo no se acuerda porque la felicidad de verme lo borró todo. Yo siempre me recuerdo que ella tiene una estupenda memoria selectiva.
Otra de las cosas que se acuerda es que una vez iba conduciendo su Fiat seiscientos, con el moisés mío en el asiento de atrás, y en la Rotonda de Punta Lara vio un puesto de diarios que exponía una portada con el titular de la masacre de La Plata. Roberto «Laucha» Loscertales, Adriana Zaldúa, Hugo Frigerio, Lidia Agostini y Ana María Guzner Lorenzo eran compañeros suyos. Ese día se le cortó la leche. El médico decidió que tenía que pasar a taza, ella mojaba el pan en la leche y me lo daba de chupar. No fue buena idea, yo tenía tres meses, el intestino no estaba bien formado todavía. Tuve diarrea y tuvieron que internarme con suero. Por dos años no comí otra cosa que gelatina, carne y zanahoria trituradas en papilla. Tomaba una leche que mi abuela y ella preparaban hirviendo granos de soja que importaban de México. Ella también hervía los pañales de tela para sacar las manchas naranjas y amarillas, se había armado de una colección importante.
Ella asegura que se hicieron la promesa de dejar de militar porque estaba yo, no fue la única que él no cumplió. Ella nunca se enteró que él siguió frecuentando iglesias, haciéndose pasar por un militante de acción católica para conseguir que algún cura intercediera para liberar al Pelado Matosas, que era su amigo. Lo que sí se enteró es que él se había liado con su amiga. Ella le pidió que se tomaran un tiempo, él contestó que si se separaban era para siempre. En eso cumplió. Me pasaba a buscar discontinuamente, solía haber imprevistos, citas anuladas, tardanzas, venía de noche, viajábamos en trenes, autobuses, hacíamos combinaciones extrañas, caminatas largas, a veces en círculos, con giros añadidos, por lo general había un departamento nuevo al que llegar.
Una noche él tenía una cita. Debía entregar unos volantes para repartir en una fábrica que estaba en conflicto. El contacto no apareció y fue a buscarme con el bolso cargado. En uno de los autobuses a los que subimos hubo un operativo, hicieron bajar a todos los pasajeros y nos pusieron en fila. El policía le pidió que abriera el bolso, él dijo que me tenía en brazos, que lo abriera él, el policía metió la mano en el bolso y gritó: ¡Qué asco! ¿Qué es esto? Son los pañales de mi hija, está descompuesta, confesó él. Circulen, circulen, nos ordenó el policía.