Un cadáver con las manos cortadas, y con la cabeza envuelta en una bolsa negra, yace en una canoa. Puede ser una imagen de la violencia de estos tiempos, el final (atenti al spoiler) de la película Zama o la pieza central de la muestra Mundo López. Retrospectiva Marcos López 1978-2023. El fotógrafo, pintor y cineasta santafesino puso toda la carne al asador en el galpón portuario del Centro de Expresiones Contemporáneas (Sargento Cabral y el río, Rosario). El resultado es una muestra fascinante hasta lo abrumador, un descenso a las profundidades infernales del inconsciente nacional y personal donde -al mejor estilo del "pop latino" y litoraleño que cultiva el autor- el ánimo es carnavalesco y festivo, irreverente y monumental, grotesco y tragicómico, neobarroco y erótico. López se atreve a mostrar escenas orgiásticas y pesadillescas, a provocar e impactar más que nunca y como él mismo dice en su statement, a expresar la culpa que eso le produce.
La canoa navega sobre un río de tapas de revistas Gente que exhiben un Macri joven, la mentira del "Vamos ganando" durante el conflicto de Malvinas, "La trágica muerte de Carlos Monzón" y tantas otras viñetas del naufragio argentino. Entre la gran cantidad de cuadros que tapizan las paredes con una insistencia entre lo adolescente, lo obsesivo y lo presidiario, un dibujo resulta insoportable de mirar: no se sabe si la escena es una orgía o una instancia de tortura. El trazo audazmente tosco refuerza el efecto revulsivo.
Atreverse a lo obsceno en el mejor sentido, la ampliación del régimen de lo visible: tal la hazaña de los artistas de la postdictadura. Algunas de estas imágenes perturban por el motivo contrario: su belleza extrema, pero presentada en tales condiciones que nos da miedo de que contemplarla configure delito. Se contagia a los espectadores la emoción culposa cuyo origen, claramente, se halla en el catolicismo. Fue la cruz colonizadora la que trajo, como una peste, la idea del demonio. Y se sabe, la divinidad ctónica sagrada de los vencidos se transforma en el monstruo diabólico de los vencedores. Serpientes, criaturas que parecen venidas de mapas antiguos, se enroscan caprichosamente en torno a niñes anónimos en sus fotos de primera comunión. El vestido de una novia se prende fuego con llamaradas dantescas. López halló en cajas de fotos de los anticuarios de San Telmo a estos viajeros del pasado: fotos con todas las de la ley, que él intervino con esas meandrosas pinceladas capaces de crear entidades líquidas, como alucinadas, surgidas de la fiebre que acomete en el monte a los personajes de Horacio Quiroga. En las fotos de adultos, campea un estilo camp que gana en potencia cuanto más sutil es el gesto añadido por el pintor. Con solo alterar los colores, dos hombres serios posando componen una pareja, con fondo de montaña como posible y discreto emblema sexual.
A la derecha de la sala se encuentra la zona más difundida de su obra: los retratos en estudio. Todos, o casi todos los modelos y las modelos de López miran a la cámara casi de la misma forma. Es una mirada medio torva, gacha pero no del todo, tensa. Es como mira quien tiene un secreto que ocultar y no quiere que se sepa, pero no logra disimular su culpabilidad. El ala izquierda de paneles color rosa y el ala derecha de paneles verdes arman dos versiones de un kitsch infernal. Es recomendable demorarse en las fotos por Marcos López en blanco y negro, o pocos colores, donde los sujetos parecen entregar algo más que un personaje. Entregan su verdad. Emocionan dos borrachos llenos de ternura, o un ser andrógino al que parecen contemplar las efigies tridimensionales de Ceferino Namuncurá y el Chacho Peñaloza desde el centro de la sala. Igualmente real, dentro de su elaborado artificio, resulta la exquisita fotografía color del Gauchito Gil, con su facón en la mano y la mirada feroz, solo en medio de la pampa y con un altar de velas rojas de verdad encendidas a sus pies. Se apagan y la gente vuelve a encenderlas.
Otros ídolos de multitudes afloran como en un sueño. Eva Perón es recurrente. Gardel, también. San Martín parece mirar para otro lado, como si no quisiera ver al muerto de la canoa. Del gobernador Juan Manuel de Rosas cuelga un hilo grueso de sangre que comienza en su banda punzó y cae en un balde plástico. Un fotomontaje mural en el fondo presenta, parodiando una famosa escultura grupal estadounidense, a un grupo de mineros bolivianos que erigen una bandera wipala sobre una montaña de cotizados grabados de Andy Warhol, acaso una figura de artista a la que López se parece en sus momentos más colaborativos y divinos (Warhol coordinaba en Nueva York un espacio de arte, The Factory, donde él encarnaba al artista divo y a la vez todos eran artistas). Otro mural fotográfico para demorarse en contemplar es el que representa el horror explotador de los locales de comida rápida. El kitsch, en López, es político al operar como denuncia. Se acerca por momentos al muralismo mexicano, por momentos al realismo social de un Antonio Berni, pero sin renegar de los colores fluo ni del delirio.
La parodia merece un párrafo aparte. Parodia, pastiche (en el sentido de ejercicio de estilo) o incluso "plagio", como él mismo inscribe en toscas letras blancas 3D en uno de los paneles, son tres procedimientos mediante los cuales dialoga de obra a obra con sus pares, o con quienes Marcos López considera sus pares. La idea de los mapas pintados sobre colchones fue realizada con éxito internacional por Guillermo Kuitca, y López la reescribe, pero cambiando los topónimos y pintando el mapa de su región: la provincia de Corrientes, la de Santa Fe; la Pampa del Infierno, entre otras localidades que existen, pero se encuentran sub-representadas en el arte argentino. Al pintor rosarino Daniel García le dedica López un guiño cómico, una pintura donde combina diversas vertientes de su obra: el resultado tiene una picardía que aflora también en otras pinturas de la muestra, las más expresionistas y neobarrocas, las más tropicales y orgiásticas. Eros y Thanatos juegan entre sí juegos inimaginables, en una obra de indestructible vitalidad.