Graciela de la Villa de Donda habla de “miedo a los escraches”, de “peligro”, de “venganza” ante el Tribunal Oral Federal número 6 de la Ciudad de Buenos Aires. Su esposo, el represor Adolfo Donda, la escucha desde la cárcel, prolijamente vestido y peinado. Se lo ve sentado en una silla ante una mesa desde la que sigue la audiencia del juicio en su contra por su responsabilidad en la apropiación de Victoria Donda, su sobrina. A ella la parió la cuñada de Donda, María Hilda Pérez, Cori, encadenada sobre una mesa de madera en una pequeña habitación del altillo del Casino de Oficiales de la Esma. A María Hilda la desaparecieron días después, al igual que a José María, su esposo y hermano del acusado. A Victoria la entregaron a otro integrante de la patota de la Armada, Juan Antonio Azic. De la Villa no aportó información sobre el secuestro del matrimonio ni del segundo embarazo de Cori. De la existencia de Victoria, testificó, supo en 2005 y “por televisión, fue un shock”. Las palabras “secuestros”, “torturas”, “desaparecidos”, “apropiación” no formaron parte del abanico con el que se sentó a contar “su verdad”, como aclaró frente al micrófono.
La mujer declaró una hora y media. Si bien como testigo está obligada a decir verdad, en su caso la situación puede chocar de frente con una gran contradicción: no puede declarar contra su esposo ni contra sí misma. La fiscalía y las querellas solicitaron, por este motivo, que la mujer sea relevada de la obligación de decir verdad, pero el presidente del Tribunal Ricardo Basilico rechazó el planteo.
La historia de De la Villa fue edulcorada y acorde a la versión que su esposo vertió en sus indagatorias. Lo conoció en los 60, se casó hace 50 años, criaron cinco hijos “y una sobrina”, en relación a Daniela Donda, la hija mayor de José María y Cori, la hermana de Victoria. Por la carrera militar en la fuerza naval de Donda, desde que se casaron siempre fueron “rotando por diferentes lugares”. “Siempre tuvimos el tema de José María”, dijo atolondrada en los primeros minutos de un testimonio que ella llamó “mi verdad”.
Cuál fue “el tema de José María”, no aclaró directamente durante la declaración, pero fue deslizando algunas cuestiones, como la militancia y la clandestinidad del hermano menor del represor. “De Adolfo (Donda) sus padres estaban orgullosos y de José María querían que estudiara. Ser montonero en ese entonces no era un orgullo, era una vergüenza", disparó. Luego mencionó que ella la acompañaba a su suegra a encontrarse con su cuñado, que la última vez que lo vio fue para el bautismo de su primer hijo, de quien José María era padrino, en mayo de 1975, que a Cori la vio al año siguiente, tras la muerte de la abuela de los Donda, y que en mayo de 1977 el papá de Victoria dejó una carta en la casa familiar. “Esa carta la leyó todo el mundo, pasó por todas las manos, lamento que la hayamos perdido", dice, supuestamente apenada.
De la Villa contó que por la carrera militar de su esposo vivieron en Puerto Belgrano entre enero y junio de 1977, y entre julio del 77 y “marzo, creo” del 78 en Zárate. Aseguró que durante todo ese tiempo “no fue en comisión a la Esma . Mientras estuvo en Belgrano se quedó en Belgrano, mientras estuvo en Zárate, se quedó en Zárate. Esa es mi verdad”, insistió sin más elementos que su voz. Esas fechas son las sensibles en relación al núcleo del debate: “Cori” Pérez parió a Victoria algún día entre julio y agosto de 1977, la fecha específica se desconoce aún. Testigos previos en el juicio aseguraron que Donda fue a visitar al menos una vez a la cuñada, que sabía por lo tanto del embarazo.
Pues en el relato de la esposa del represor, elles supieron sólo del secuestro de Cori por medio de un llamado de su suegra. Y nunca supieron del segundo embarazo de la mujer. Según testimonió, se enteraron de la existencia de Victoria en 2005 “por televisión, fue un shock. Yo no lo creía, pero después la vi en una entrevista con (Mariano) Grondona y los gestos, las manos, eran los de Daniela”.
Durante la hora y media que duró su testimonio, De la Villa de Donda amagó con llorar en dos oportunidades. Las dos veces fueron cuando, de ansiosa nomás, se desvió de las respuestas al interrogatorio con el que el abogado de su esposo, Guillermo Fanego, y empezó a contar cuánto había sufrido su familia por “esta situación“. Se refería a las investigaciones judiciales que enjuiciaron y condenaron a su esposo como responsable de decenas de crímenes de lesa humanidad cometidos en la Esma, donde fue jefe de Operaciones del grupo de tareas 3.3.2 y segundo jefe de Inteligencia durante la última dictadura cívico militar eclesiástica.
Cuando el defensor del genocida le preguntó si tuvo y tenía miedo aún hoy, ella le dijo que sí. “Miedo a los escraches”, dijo y recordó la denuncia que realizó Abuelas de Plaza de Mayo ante la posibilidad de que su segundo hijo, nacido en 1977, fuera hijo de desaparecidos. “Hay como una venganza, hay como una maldad”, concluyó. Una vez que culminó su testimonio, la señora sonriente se levantó de la silla desde donde declaró de manera presencia, en el SUM de los tribunales de Comodoro Py. Y se fue a su casa, a continuar con su vida rodeada de los suyos.