Ya he hablado del zarzal de nísperos y saúcos que había en el Tiro Federal y Deportivo Morteros, contiguo a la cancha de fútbol cordobesa, iluminada a giorno por los reflectores de vapor de mercurio. Así decían mis tíos Caruso y Nino, ambos sucesivamente presidentes del Club, y siempre afiliados a toda modernización que estuviera al alcance de los acotados recursos.
A mí me parecía que el elogio meridional estaba mal usado: la luz artificial era azul, verde y gris, y la diurna de los períodos estivales enceguecía como la de los relámpagos. En el medio del mínimo monte, estaba el habitáculo.
Lo que antes omití decir es que, además de nísperos, saúcos, laurel real, bonetero del Japón y otros arbustos, el zarzal estaba tachonado con flores de caña de ámbar, de hojas grandes y lanceoladas y un perfume muy intenso. Los más chicos no sabíamos cómo adjetivar ese olor, pero las señoritas le decían “embriagador”, y las abuelas “adormecedor”, de puro penetrante. El minimalismo esmerado sugería que hablaban de experiencias personales, recientes o pasadas.
La iluminación era para jugar al fútbol de noche, y así escapar del calor diurno. Sin embargo, en algunas ocasiones especiales que reunían a mucha gente en el Club, también se encendían. Es “por decencia” me explicaron una vez que pregunté. A veces, en el centro del zarzal, encontrábamos una sandalia desabrochada, o un saquito de banlon (un hilo sintético de filamento continuo que se usaba en los ‘60), al que se le habían pegado hojas secas. Por alguna razón, relacioné la luz con la vergüenza y esos restos olvidados por la prisa.
Yo aprovechaba, para colarme, las ocasiones en las que, después de cenar, alguno de mis dos tíos iba al Tiro. Comía en la cocina-comedor diario. Mi nonna era una maestra en aprovechar los restos de comidas previas y en preparar salsas. Cuando yo ya estaba por terminar el copioso plato de fideos, me cortaba un pedazo de pan y me ordenaba que lo mojara en el jugo que se acumulaba en el plato. : Amduma, figlio, che viene el vent, vamos hijo que se viene el viento. Eso quería decir al mismo tiempo “no le hagas perder el tiempo a tu tío”, y “dejá el plato limpio como si estuviera recién lavado”.
Yo siempre le contestaba algo que la festejara. Entonces, ella retrucaba: A l’ha la lenga `d súcher, tiene la lengua de azúcar, asomada por sobre mi hombro para ver cómo iba lo del pulido. La recuerdo siempre de pie, jamás en reposo y, si algo se le caía de las manos, aparecía por entre sus labios que se afilaban, rápida como un fugitivo, la interjección ¡Porca miseria! Para un niño, la repetición de esos protocolos sin variar una coma era confirmatoria, y, por lo tanto, grata. La infancia es un largo rito.
Cuando salíamos todavía no era de noche. El aire fosforescía como lo hace cuando la luz titubea entre permanecer o seguir, o el deseo en arremeter cuando el amor se le pone delante. Cruzábamos el patio donde estaba el asombroso árbol que daba limones y naranjas al mismo tiempo, unos de un lado y las otras del otro. Los limones eran plenos y típicos; en cambio las naranjas eran más pequeñas, de piel fina, color azafranado tabaco, y amargas. Tal vez por el resentimiento que les causaba el hecho de que las personas las hicieran a un costado, se estaban volcando hacia la zona natural, con el evidente propósito de ahogarla. Lo había plantado mi nonna. Todavía conservo algunas fotos, instantáneas viejas en blanco y negro, con los bordes dentados.
Lo cierto es que nunca supe cuál es la razón por la cual nosotros -y los niños en general- disfrutábamos tanto de hallar o incluso construirnos esas estancias recónditas y privadas, como el centro del seto. Tal vez el gusto de estar solos e imaginando, de dar los primeros pasos conscientes hacia el conocimiento del cuerpo, de establecer y hacer regir nuestras propias reglas, de sentirnos a salvo de la vida exterior. O tal vez el gusto de tener nuestra propia casa a la medida de cómo nos imaginábamos que éramos, o el hecho de mirar sin que nos vieran.
Yo me tiraba sobre la tierra, al amparo del perfume de la flor de caña de ámbar, y empezaba a soñar con comarcas y batallas. Sólo podían ocurrir dos cosas: o venía un amigo o Víctor asomaba su cabezota de asno de cartón piedra por entre los vericuetos del paisaje. Víctor, el tonto del pueblo.
Mostraba el hocico y hacía lo mismo que cuando uno se cruzaba con él por la calle (caminaba impenitentemente sin rumbo fijo, o con una dirección a la que sólo él tenía acceso). “Decime una fecha”, pedía con su voz espesa. Yo repetía “17 de octubre de 1945”. Y él a su vez, infalible: “Miércoles, medio nublado”. Jamás le pregunté si el clima estaba así en Morteros o en Buenos Aires, pero nunca se equivocó de día de la semana. Podía resistir todo el tiempo que el interlocutor quisiera: “Sábado, soleado”, “Lunes, lluvioso” sin equivocarse jamás.
El olor a flor de caña de ámbar era lo último que quedaba atrás cuando volvía a mi ciudad, y lo primero que aparecía al verano siguiente, cuando llegaba la hora de ir a pasar las vacaciones en Morteros. Yo sabía que era por el refugio, por los amigos, por Adriana, por el limonaranjero. Lo que no sabía era que sería para siempre.