En el espacio comienza el ejercicio de esgrima como el primer desafío. No hay en la puesta de Cintia Miraglia una relación literal o mimética entre los sucesos que van a ocurrir, el vestuario de Paula Molina y la disposición del lugar a partir de la escenografía de Víctor Salvatore. De hecho la figura de la protagonista, que en la novela de María Pía López surgía de una primera persona enfática, aquí está desdoblada en dos actrices que parecen ser la misma persona aunque no se privan de entrar en un diálogo insistente, casi como una voz interior que viene a punzar ese fluir de la conciencia imparable de la protagonista de la novela No tengo tiempo.
La situación no deja de señalar la impronta de un relato, porque lo que sucede no va a desarrollarse ante nuestros ojos sino que va a ser contado y es aquí donde el modo de decir se convierte en un soporte estructural. La actitud de esta mujer/narradora devenida en dos mujeres es sarcástica y cruel, especialmente hacia ella misma. En la descripción de las simulaciones que se inventa para mostrarse espléndida después de una separación o en el fastidio que le produce la pregunta por ” los hijitos” (aquí el diminutivo tendrá una implicancia exasperante) hay un destello implacable.
El drama que acontece y que en la actuación de Carolina Guevara y Leticia Torres tiene una potencia clownesca, casi como un pequeño vodevil, es el de una mujer que pasados los cuarenta y ya separada quiere tener un hijo. Pero esa decisión se da en el marco de una intelectual de clase media, una académica que parece analizar su situación con una distancia inusitada. Perfectamente capaz de leer su contexto y de aventurar cada instancia posible (someterse a una inseminación, acostarse con un desconocido) coteja cada momento como si se tratara de un caso sociológico al que examina sin pudores y con una sinceridad desconcertante.
Este procedimiento despoja a esta versión de No tengo tiempo de una asimilación moralizante. De hecho la protagonista se enfrenta a su deseo dejando de lado cualquier premisa ideológica. Después de enumerar varias opciones entiende que la manera de resolver su carencia será bajo la lógica mercantil. Es aquí donde esta propuesta escénica se anima a discutir el feminismo desde una dimensión clasista y termina señalando (a partir de una estética de la distorsión que despierta una variedad de contradicciones) que es finalmente la ventaja económica la que determina la ecuación.
El trabajo actoral de Guevara y Torres no se limita a la voluntad de construir una empatía. De hecho la identificación con estos personajes, si ocurre, se dará de manera incómoda. La protagonista se mantiene en la línea de un monólogo, de un texto dicho en soledad, de una palabra que en el ámbito social resultaría insoportable.
Pertrechadas como jugadoras de esgrima, las actrices invaden una práctica que se supone masculina, propia de las tragedias shakesperianas, gracias al entrenamiento de Andrés D’Adamo. La hazaña aquí no es heroica y todo lo reprochable del acto cometido no será del orden de la ficción. El texto de María Pía López convertido en dramaturgia en una adaptación realizada entre la autora, Miraglia y Guevara, instala la crítica, la discusión en el interior de la acción. La contienda no es con una figura masculina, ni con una entidad ideológica abstracta, la protagonista no es una víctima, hace uso de sus privilegios como lo haría cualquier hombre en función de construir una idea de familia donde ella y su hija (comprada) serán vistas por fuera de toda convención. Pero, al mismo tiempo, están diciendo que aún en la imagen de una mujer que lleva adelante sola su maternidad por elección, que asume o niega la adopción (en función de la versión que le cuente a su entorno) se cuela la dominación económica, la idea de lxs hijxs como propiedad, las garras del capitalismo capturando a los mismos seres que dicen combatirlo.
No tengo tiempo se presenta los viernes a las 20 en El Extranjero.