A Lisandro y Matías Scalona

Cada tanto Enrico retornaba a la sexta y como atraído por un secreto inefable a la Tablada, a los alrededores de la canchita de Central Córdoba donde solía recuperar el olor de la gramilla verde oscura y mojada por el rocío de las mañanas de otoño. Enrico sentía allí una especie de revelación, algo así como un sentimiento de lo antiguo, emanado de una naturaleza anterior a todo lo real, incluso al tiempo y tratando de recuperar esa experiencia se sentaba en un banco de la estación de trenes, acechado por la idea de que en la vida todo tiende a un relación estrecha entre un comienzo y un final y simultáneamente, con el raro presentimiento de algo perdido en el presente y el todavía no de algo venidero. El día se presentaba nublado y el pronóstico preveía algunas lluvias. En efecto, una leve garúa no tardó en precipitarse y Enrico, envuelto y ensimismado por la armonía de esa música, no tardó en soñar, entredormido, con Dioses ausentes que trataban de ese modo, de regocijar la presencia de los hombres de bien. Cuando volvió o creyó volver en sí, encontró en el extremo del banco, un hombre de aspecto muy humilde, que se había guarecido. Era un hombre muy entrado en años. No se alarme, dijo, suelo sentarme aquí cada mañana, para distinguir entre lo que existe siempre sin devenir jamás y lo que pasa sin subsistir en lo mismo.

Enrico quedó asombrado ante la enunciación inesperada que descubría una complejidad y un cierto saber que contradecía la mera apariencia. Un tanto desconcertado, no se le ocurrió otra cosa que preguntar: ¿Es de por aquí?... Sí, respondió, desde siempre. He trabajado en el ferrocarril y jugué en Central Córdoba. ¿Y usted? No, dijo Enrico, vengo de vez en cuando.  Soy de la Sexta, pero…la cancha es un reservorio de recuerdos.

Ya lo creo, dijo el otro, mientras el rostro cobró una expresión resplandeciente, yo jugué aquí junto a Collins, Constantino, Morales, y Fernández. Una tarde del 32 grité tres hurras por los de zapatilla y pañuelo… "¿Los de zapatilla y pañuelo?", interrogó Enrico.

Sí, los radicales de Irigoyen… era la época en que los milicos habían ejecutado a Penina, en el saladillo, cuando dieron el golpe de estado de Uriburu. No me voy a olvidar nunca, la gente nos ovacionó y los dirigentes me sancionaron. Pero, agregó, usted no sabe nada de eso.

Cómo que no, se apresuró a responder Enrico. Soy anarquista y conozco la historia de Penina y también sé de quién habla… y usted, agregó, ¿cómo se llama?

Gabino, dijo, pero mi nombre no le dirá nada. 

Enrico recordó los sábados y los domingos, cuando con su padre, su abuelo y uno de sus tíos, sentados en los tablones en el preludio del partido, saludaban la presencia de un viejo Gabino Sosa, mezclado entre los hinchas, como si fuera una presencia sagrada, que se ocultaba en la explosión colectiva ante la entrada del equipo. 

En ninguna otra parte, había sentido esa comunión multitudinaria de una pasión, alentada por la idea subyacente de que un equipo es la continua colaboración de unos con otros, un ideal que aspira a la perfección de un arquetipo. Seguramente influido por sus lecturas, comprendía que el fútbol no implica solamente el rodar de una pelota, sino lo que en algún momento, un momento de la edad temprana, nos identifica con unos colores que determinan una pertenencia, algo de la fidelidad inconsciente a la infancia, al barrio, a la amistad, algo que absorbía en el torbellino de la pasión un vendaval de signos colectivos que homologan la vida con el juego y con una suerte de agonística. Al fin de cuentas, en el rito de cada partido, hay una alternancia entre ganar o perder y la posibilidad de una revancha al partido siguiente, que la vida misma raramente posibilita. En suma, fidelidad a una vivencia inmanente de la diferencia en cada uno subordinada sin duda al ideal de una trascendencia colectiva…

Después de un momento de silencio, Gabino agregó: Hoy es todo distinto, el exitismo contamina todo. Nosotros entrabamos a la cancha como se entra a un templo, como si la belleza del juego pudiese atraer la presencia de dioses antiguos al campo de juego, un dios en cada uno de los once que alentaban el juego como una vivencia del mundo y la belleza de una verdad destinada a consagrar y celebrar, pese, o a pesar de, la ausencia de un Dios todopoderoso en el cielo y en la tierra.

Esas palabras, a Enrico, le hicieron volcar la mirada hacia el estadio, que erigía en su modesta arquitectura, una insignia del barrio, conectando y reuniendo en torno a sí, la unidad de aquellas trayectorias y relaciones anónimas en las que victoria y derrota, esperanza y ruina, nacimiento y muerte, determinan la condición de seres humanos que hicieron del lugar su morada.

Al volverse hacia Gabino, Enrico creyó ver que retornaba por el costado de la vía, a la presencia de lo lejano y una profunda nostalgia lo embargó. Buscó el refugio de la intemperie, bajo la lluvia que le parecía una bendición bajo un cielo colmado de fortuna y también de desaciertos. Unas frases sueltas acerca de la esencia del juego, que alguna vez había escuchado en la radio, reiteraban el concepto del fútbol como dinámica de lo impensado y que Enrico permutó desde los comienzos de su actividad docente, en una lógica en movimiento. El arte de la redonda, esa redonda que proviene de un sólido de Arquímedes que obtuvo truncando cada vértice de un icosaedro de treinta dos caras, veinte hexágonos y doce pentágonos, cuya forma, después de mil setecientos años, sigue embelesando a los hombres. No es extraño, por consiguiente, que Enrico interpretara el fútbol, más allá del mal uso que hacían de su popularidad los diferentes poderes, como un juego cuya esencia es el ejercicio de una verdad que traducía como un arte. Un arte que, para mayor complacencia, sus intérpretes momentáneos, provenían en su mayoría de las villas, y que por consiguiente, más allá de las contradicciones, constituía una de las escasas felicidades de los más pobres.

 

Antes de cruzar 27 de Febrero se desplazó hacia Necochea, porque la garúa no menguaba y ya calaba sus huesos. Allí pudo tomar el 102, para llegar rápido a su hogar. En el trajín pudo verificar con cierta complacencia, que no solo había viajado hacia el sur, sino hacia el pasado. El barrio no había cambiado demasiado; esencialmente era el mismo de su niñez. En la esquina de Necochea y Cerrito, hacia el este, hacia el lado del río y el pobrerío de las orillas, unos chicos jugaban al fútbol con una pelota de trapo. El cristal de la ventanilla superpuso un reflejo de su propio rostro envejecido. Hacia el setenta y siete había dejado de ir al club de sus amores en arroyito, pero en ese instante iluminado por la visión momentánea e imprevista, y un deseo anestesiado que despertó de repente, decidió que el domingo volvería.