No hubiera hecho falta que Gregorio Anunziato Garaffa escribiera calzolaio en el casillero "Professione" de la tarjeta de migraciones. Solito se presentó en una siesta en el vapor Tucumán, en el viaje de Génova a Buenos Aires, al sacar el martillito de su maleta para socorrer al capitán ante la emergencia de un taco desfondado.
Su cuñado, el constructor Francisco Fiumara, estaba instalado en Cañuelas y con trabajo de sol a sol levantando casas en las que dejaba su rúbrica en algún lugar de un zócalo del frente o arriba en un rincón de la fachada. El lo ayudó a tomar una decisión drástica para combatir la hambruna que les había dejado la güe-rra, pronunciada por Anunziato con un silabeo lento y la “u” sonante, con la certeza de que Casa Roma, la fábrica de calzado y zapatería más importante de la época, precisaba un medio oficial de compostura. Llegó el 7 de octubre de 1950 con la meta de hacer base y traer luego a su familia. Al año consiguió independizarse y abrió su propio taller de reparaciones, y tuvo como cliente hasta a la mismísima firma en la que se había desempeñado por la calidad de sus remiendos. En ese local en Lara 950, confeccionaba también zapatos a medida.
Pero los Garaffa toman como fecha fundacional de su relación comercial con la nueva patria el 1° enero de 1953, por lo que en su genealogía acaban de cumplir setenta años en el rubro, convirtiéndose en la familia zapatera de periplo más extenso en el Distrito. No es una elección caprichosa, el 31 de diciembre de 1952 Gregorio Garaffa logró reunir a su familia, que llegó ese atardecer desde Serrata, Reggio Calabria, mediante un crédito de dieciséis millones de pesos que les gestionó Fiumara, su cuñado. Festejaron Año Nuevo en lo de un pariente que vivía en Capital Federal, sobre la calle Dean Funes. De madrugada se trasladaron a Cañuelas, las mujeres en el auto del tío, los varones en el tren. Junto a mamá María Inmaculata llegaron desde Italia las hijas Mima y Lina, y los hijos Mingo, Salvador y Blas, quienes al principio interactuaban con sus clientes traducidos por su prima Coca. En el primer día del nuevo año, y con el patriarca algo descompuesto por la comilona de la noche anterior, para no perder tiempo Mingo y Salvador lo reemplazaron en el taller con la preocupación que les daba tener que afrontar el préstamo para saldar los pasajes del barco. A partir del 2 de enero y de siete de la mañana a diez de la noche, con mano de obra completa, los Garaffa se comenzaron a transformar en un sinónimo de calzado.
Un rumor de bombas afloraba en sus silencios. La prosperidad no era algo que pudieran imaginar quiénes habían vivido la Guerra Mundial desde adentro, pero se parecía a la gloria trabajar con materiales nobles después de haber tenido que confeccionar zapatos con cuero rústico teñido con el hollín de viejos quemadores y suelas que tallaban con desechos de las gomas de vehículos mutilados en una calle demolida por los cañonazos.
Alquilaron una casa pequeña sobre la calle Rivadavia, pero casi de inmediato se puso en venta la vivienda sobre los fondos y con puerta hacia la calle 9 de julio 632. Con un plan de cuotas a nueve años los calabreses afrontaron el desafío con el imaginario de una economía serena como la pampa.
"Mientras nos empezábamos a acomodar, cayó Perón en 1955 y se vino una inflación que era una locura, tremenda… Entonces para no tener problemas hice el esfuerzo y con mi trabajo pagué todo lo que quedaba en una cuota. Nadie usaba zapatillas, todo el mundo andaba de zapatos así que se gastaban y había muchos pares en el taller. Lina trabajaba como peluquera, Mima se casó joven y los tres varones ejercíamos el oficio que aprendimos de papá", recuerda Salvador, hoy con 86 años.
Mingo consiguió un puesto en la fábrica Ezeta, en Carlos Spegazzini, pero se cansó de viajar y abrió un taller de compostura propio en Basavilbaso casi Libertad. Trabajaba a destajo y en su adaptación a su nuevo lugar, sociabilizaba con sus clientes. Alguien le pasó el dato sobre un garaje descubierto con espacio y un negocio muy precario al lado, casi un gallinero, sobre la calle Del Carmen, a media cuadra de la plaza principal. Un espacio grande en un punto inmejorable que les permitiría a los Garaffa unificarse en un solo domicilio comercial. Blas, hoy de 80 años, recuerda que los tentó juntarse para hacer zapatos a medida y repararlos. "Pero mamá tuvo la idea de que pusiéramos un local de venta. Nos gustó y abrimos La Mundial. Ahí nos dimos cuenta que no podíamos ocuparnos del mostrador y del taller, entonces nos abocamos solo a la zapatería y utilizábamos el taller para arreglar alguna falla de algún producto".
Pero no faltaron problemas. Hubo que pedir prestado otra vez y la propiedad venía con dos pícaros ocupas que se turnaban para que nunca los vieran juntos y estirar las cosas. Hubo un juicio de tres años y recién en 1962 lograron desplegar la opulencia que habían soñado con una vidriera moderna y generosa, vereda de mosaicos y su ubicación privilegiada en un nicho de público de menor poder adquisitivo y de gente que se llegaba desde los campos. Hasta hicieron una vivienda junto al local y el taller, en el que sería su último destino. El momento de esplendor llegó poco después con la instalación de unas novedosas zapatillas de capellada de lona, que podían conseguirse en tres colores, con suela de PVC: Flecha y La Mundial se articulaban como un sinónimo. Una serie de productos paralelos como Pampero, Pampeana, Topper, botines Sacachispas y las Alpargatas conformaban una cartelera que generaba dividendos. En los setenta, el caballito de batalla se amplió a otras zapatillas, de cuero, capaces de competir con las Adidas en la relación calidad y precio. Varias tenían dos o cuatro tiras en un alarde mimético, otras con mayor independencia de diseño como las Súper Bochín de suela inyectable.
Los Garaffa no volvieron jamás a sus pagos. Gabriel, hijo de Salvador y tercera generación, aun cuando la pandemia puso en jaque las ventas y obligaron a una atención parcializada, recorrió en su nombre el Sur de Italia buscando raíces. Recibió el cariño de escasos y longevos habitantes, que lo mimaron con obsequios de comestibles y ponderaron su heráldica: “¡Figlio e nipote di calzolai!”.
Gaby, conserva varios de los tesoros de la memoria de la familia, como la valija que su padre trajo desde Serrata y los pasaportes. Está preparado para tomar la posta: "Son 70 años de historia. No me gustaría que tanto trabajo y sacrificio se pierdan. Ellos vinieron con los puesto desde Italia, en plena posguerra, y lograron muchas cosas, haciéndose de abajo, laburando. ¿Por qué no voy a poder yo levantar un local que todavía funciona?"
Los hijos mayores de Gregorio y María Inmaculata, Mima y Mingo, fallecieron. Salvador, Lina (81) y Blas, los tres menores, se mantienen estoicos en una lógica lucha contra las nanas de la edad y la soledad del más pequeño, sin descendencia y ubicado en un asilo pero controlado desde cerca por sus sobrinos, muy presentes en su rol de honrar a sus mayores.
El primer nombre de la empresa familiar era Zapatería Italia. Pero un día un cliente le dijo a Mingo, cuando le entregaba una reparación de media suela y taco, “Tano, ¡vos sos mundial! Sos un capo arreglando zapatos”. Y ahí vino el nombre de La Mundial, que ahora es parte del paisaje emocional de los cañuelenses que se hicieron desde abajo. Son setenta años de comprarle zapatos y zapatillas a los Garaffa, i calzolai del pueblo.