Aunque es más conocida como una referente y pionera del grunge en clave chilena, Colombina Parra siempre quiso ser cantante lírica. Incluso, llegó a dar la prueba para estudiar la disciplina como carrera en la universidad. Allí formó la fila junto a los demás postulantes, escuchó a esas chicas con gran experiencia calentando sus voces prístinas y cuando llegó a la mesa de examen -ella, una fuerza de la naturaleza con una voz visceral y autodidacta, forjada improvisando en el silencio del bosque donde vivía con su padre poeta-, se puso tan nerviosa que simplemente, y ante el desconcierto de todo el mundo, en vez de ópera cantó una canción propia, de las que componía con su guitarra de palo. Su expulsión temprana del canto lírico, un evento del que ahora se ríe, aunque recuerda como un trauma de la época, la hizo convertirse en rockera. Así, en los años 90, la más joven del famosísimo clan Parra se hizo punk: y eso suena, realmente, como un devenir natural.

“Pero ahora estoy por lanzar los discos Opera I y II que hice en la pandemia al mismo tiempo que el libro. No es ópera tradicional, es canto lírico pero sin letra, eso es lo extraño, tiene que ver con el canto de los pájaros”, dice Colombina Parra, de 52 años, que por estos días -apadrinada por el espíritu de su gran referente John Cage y motivada por la idea de la gran partitura universal que incluye todos los sonidos que existen en el mundo- intenta traducir al papel esos cantos de aves-humanas que improvisó en su estudio y que espera sean interpretados, no por ella, sino por una cantante profesional en el Teatro Municipal de Santiago. Su llamada llega por un zoom desde ese mismo estudio donde pasó la pandemia en un confinamiento especialmente extremo, autoimpuesto más allá de las restricciones que rigieron para todos, y del que brotaron nuevas canciones, discos, colaboraciones y un libro extraordinario: Otro tipo de música, que se acaba de editar en Argentina a través de Random House. “La ópera tiene que ver también con el libro, fue mi forma de hacer el duelo y es un homenaje, una oda a mi padre muerto. Yo necesitaba hacer el duelo mío con él, sin que nadie se metiera, sin que nadie opinara”, explica Parra.

El padre muerto no es otro que Nicanor Parra, el antipoeta, acaso un proto punk que no necesita mucha presentación y, como ocurre con personajes tan públicos como ese, uno al que muchos le hicieron sus duelos –incluso, uno nacional– y del que demasiados opinaron, sobre todo, acerca del destino póstumo de su obra: voz trascendental de la literatura en español, murió en 2018 a los 103 años y dejó una obra tan monumental como desconcertante. Seguramente, es un hombre para el que un homenaje en forma de ópera muda, o basada en sonidos que no se pueden traducir al papel, o que no existen directamente, sea realmente lo más razonable.

“Me tocaba mucho ir a ver sus conferencia y sus lecturas, de alguna manera la cosa mía con el público viene de él también porque además de ser escritor él tenía una cosa con el público muy potente, cada vez que hacía una lectura era como ver a Mick Jagger, volvía loco a todo el mundo”, dice Colombina, la penúltima de los seis hijos de Parra -la tuvo después de los 60 años-, nacida del matrimonio con la artista catalana Nury Tuca (con quien ella no se crio), sobrina de Violeta y de Roberto, con una infancia y una adolescencia tan voluptuosa como se podría pensar, y de la que ella no habla mucho, o no siempre, o no de los asuntos más ásperos. Pero se acuerda de esto: como toda niña devino en una adolescente enojada con sus padres y con el mundo, aun cuando sus padres y su mundo fuesen... bueno, lo más lúdico y creativo que pudiese existir en su país. Su enojo duró hasta los 13 años, un momento bisagra, cuando vio a Nicanor Parra leer en público Soliloquio del individuo, ese poema imponente y existencialista que finaliza diciendo “Pero no: La vida no tiene sentido”. “Ahí dije ¿cómo?, no puedo creer que la persona que está en la pieza de al lado y con quien yo estoy tan enojada escribió este poema. Ahí se me produjo un cambio. Dije: tengo que conocer a esta persona, es mi propio papá, mi papá es otro universo que me entiende. El Soliloquio finalmente es un poema que termina diciendo que nada tiene sentido y cuando tu estás en la adolescencia que un poema te diga eso es algo poderoso, y que encima tu padre esté de acuerdo, que sea tu padre quien lo diga”, recuerda Colombina, quien, desde entonces, al menos públicamente, fue la persona más cercana al poeta, su mano derecha.

Durante 20 años trabajó con él recopilando su obra visual, los “artefactos”. “Los hacía a diario y algunos duraban uno o dos días, la primera exposición la hicimos para la Telefónica y lo primero que hicimos fue hacer una lista. Eran más de 300”, se entusiasma ella, que hoy es además la albacea de la obra de su padre, no sin polémica interna (y pública) en la familia, pues ella es de la idea de no conservar los originales de forma privada y proteger esa obra en una fundación. “Yo estoy contenta porque me tocó criarme con un papá muy entretenido, criarme en el sentido extenso de la palabra porque él fue mi papá y mi mamá. Estaba experimentando todo el rato con nosotros y todo era juego, siempre estábamos con algún tema en la cabeza, de física, por ejemplo: ¿Cuánto pesa la tierra a dólar el gramo? Había pizarrones por toda la casa, así pasábamos el día pensando cuánto costaba la tierra, con ecuaciones. Siempre muy contento de estar descubriendo y enseñándonos de otra manera, aprender matemáticas, física, desde otro lado”.

RECUERDOS COLECTIVOS

Algunos de esos recuerdos íntimos de Colombina Parra, que de alguna forma también pertenecen a cierta memoria colectiva de Chile, con sus personajes urbanos, sus transformaciones y paisajes, su estado de ánimo, sobrevuelan Otro tipo de música, un libro donde ella hace convivir anécdotas que van desde una corbata perdida de Borges en la casa de los Parra, a una visita de Vargas Llosa a Chile, de un Enrique Lihn como presencia cándida, a un Mick Jagger trotando en el Estadio Nacional cuando los Rolling Stones visitaron Chile y ella los teloneó con su entonces ignota banda, pasando por escenas de distintas épocas: ella, junto a su padre, rompiendo su propia casa a machetazos para que entre apenas un poco de sol; ella intentando abrazar un árbol en su primera salida post cuarentena ante la mirada desconcertada de los transeúntes; ella viendo las piedras volar sobre su cabeza durante los enfrentamientos con la policía durante las protestas de 2019 y pensando que esa plaza destruida se ve mucho más significativa que antes. El libro nació durante la pandemia, más bien por casualidad. La editorial la contactó motivada por los pequeños textos que escribía en posteos de facebook, su único vínculo con un mundo que había decidido abandonar del todo durante esos días feroces. Al final, esas postales crepusculares, hermosas y ásperas, que subía para sus amigos y seguidores terminaron siendo más de 100 relatos cortos, cortísimos. Una página, o una oración –una especie de Lydia Davis punk– donde lo doméstico se mezcla rápidamente con el misterio y también con cierto clima inquietante porque los recuerdos festivos de Colombina se van mezclando con un presente bien distópico: ella recuerda mientras el conteo diario de muertos aparece en la TV, o lo hace en las noches después de los aplausos a los médicos desde los balcones de Santiago. El libro habita también un espacio liminal: la pandemia y el estallido social, uno tras otro, no le dejaron a los chilenos ni siquiera un segundo para el desconcierto. Ambas cosas modificaron la ciudad, el ánimo, las prioridades y de alguna forma activaron un torrente de memoria. “Yo creo que en el libro hay recuerdo pero es un recuerdo desde el presente. Una cosa que no se sabe muy bien si es el recuerdo de alguien o una ilusión. Estaba leyendo lo que decía Bertrand Russell hace unos días en que lo explica demasiado bien: el mundo podría perfectamente haber sido creado hace solo cinco minutos con todos los recuerdos que tenemos todas las personas. En este libro yo no me aferro a estas imágenes, no me apasiono por ellas, no sufro, no trato de atraparlas”, explica.

LAS FLORES DEL BIEN

A mitad de los ‘90 Colombina Parra emergió como la cantante salvaje de Los Ex, una banda garagera a tono con la época que ganó notoriedad inmediata con apenas un disco, Caída libre (1996). No solo porque el grunge desgarraba la década en la música anglo, sino porque en Chile esa rabia también significaba algo. La democracia era una cosa nueva para muchos, recientemente recuperada después de una dictadura de 17 años, y la figura de esa mujer imponente parecía un devenir lógico, a pesar de que ella no era una figura feliz y esperanzada. Más bien era una mujer que habitaba muy al margen de esa felicidad nueva, vital pero en su resentimiento furioso. Ella, su desgarbo, su pelo enredado, su fiereza, la agresividad de su voz, su sentido del humor y la crítica de sus letras la convirtieron en una figura del recambio. Y por supuesto, la idea de una cantante a la manera de una riot grrrl, pero nacida en una familia que definió culturalmente el folclore del siglo XX en Chile la convertían en un personaje muy interesante. Algunos de los temas de Los Ex, impulsados por la generación MTV, sobrevolaron también Argentina a pesar del hermetismo musical que la caracteriza: singles exitosos como “La corbata de mi tío”, sobre un hombre que mata a su mujer, o “Sacar la basura”, una dueña de casa en primera persona que describe paso a paso las tareas cotidianas del hogar haciendo que lo mundano se vuelva cada vez más inquietante, casi insoportable. Ella aparecía muy urbana, en campera de cuero, una rockera de tomo y lomo, aunque se había criado escuchando cuecas a la manera de un rito, entre Isla Negra, una playa boscosa que fue también hogar de Neruda, y la comuna de La Reina, en Santiago, un barrio entre los cerros, mucho menos urbanizado que por estos días: en ambos lugares Colombina Parra había deseado ser cantante de ópera, nunca de rock. “Y vivíamos también como gitanos, íbamos por los pueblos, si había una gira en el sur ahí íbamos todos, de niños cortábamos boletos, contestábamos el teléfono, cada uno tenía una función”, cuenta Colombina. “Pero el punk y el grunge es una vuelta a la naturaleza también porque tiene que ver con el rito, es muy urbano pero es un ser humano bajo un estado de conflicto, que no está contento. Es un personaje que está agredido, que tiene rabia y es un personaje salvaje también. Ese salvajismo del punk y de la manera de componer yo creo que igual tiene que ver con lo primitivo, siempre la naturaleza ha estado en mi”, dice ella. Lo cuenta porque por estos días, de hecho, sus discos se han volcado mucho más a un reencuentro primal con la naturaleza, a la experimentación y a la introspección, una conexión más etérea con las cosas que la que ofrece la certeza del punk. El encierro fue realmente prolífico para ella: lanzó Las Flores del Bien, una dupla experimental que inició con Silvio Paredes, fundador de Electrodomésticos –banda insigne del Chile de los ‘80–, que incluye teclados, poesía y música electrónica mucho más a la manera de la performance y el ritual, Amala (2021), su último disco solista, que lleva el nombre del gigante que carga con el peso del mundo según la mitología de los pueblos originarios que habitaban lo que hoy se conoce como América del Norte, Fuerzas que retroceden (2022), en colaboración con Mowat (productor de sus compatriotas Chinoy, Leo Quinteros, entre otros) que le llevó 10 años y suena mucho a una transición más bien existencialista, y por supuesto, sus óperas, que están por estrenarse, para su padre, pero cada una sobre un momento particular. “La primera parte está amarrada a la pandemia, se llama Lluvia de muertos porque cuanto la estaba haciendo moría y moría gente y decían que todos íbamos a morir, que iba a morir gente cercana. La segunda parte se llama Ilusiones reales y tiene que ver con la salida del encierro. Yo me tomé muy en serio el encierro como un experimento, ver hasta cuándo podía resistir, no traté de salir, al revés, traté de estar encerrada. Quizás no debí hacer eso, cuando salí a la naturaleza no podía creer que el cielo tenía nubes que a los árboles le podían salir flores, esa segunda ópera es más alegre, tiene que ver con el hombre, la naturaleza, la libertad”.

Después del primer disco, Los Ex se disolvieron en un capítulo que sobrevuela brevemente una de las anécdotas del libro de Colombina. Ella entonces se dedicó a terminar su carrera: es arquitecta, una profesión que todavía ejerce. Diseñó casas donde han vivido los Parra y diseñó casas para todo el mundo, claro.

En el libro se hace algunas preguntas que no cualquier arquitecto se haría: ¿qué fue de esas vidas que ella con su estructura, sus decisiones espaciales, de alguna forma ayudó a diseñar? Con esa misma sensibilidad hoy es profesora en la facultad de arquitectura donde imparte una clase para alumnos avanzados que busca volver a vincular la arquitectura con el arte y sacarla del lugar meramente funcional. De hecho, dice, puede que la enseñanza hoy sea lo que más la motiva. “Yo creo que si no estuviera metida en la universidad estaría más aproblemada, pero estando en contacto con los jóvenes te das cuenta que hay una energía que igual viene poderosa”, se ríe Parra, pensando en el presente chileno, que después de las protestas explosivas -un tema que la conmovió y sobre el que escribe mucho- inició un devenir político intrincado que oscila entre la esperanza y el colapso diario. “Sigue ocurriendo una cosa extraña. La Plaza Italia es un experimento diario, ahora pasé y está cubierta de flores moradas, una primavera en otoño. Habría que seguir escribiendo sobre esto porque la pandemia sigue en ese lugar y también sigue una cosa que quedó en pausa, el 18 de octubre. Esa zona está diciendo muchas cosas. Antes pusieron unas murallas de hierro, hicieron un cuadrado para que la gente no se siguiera tomando el pedestal, a pesar de que sacaron la estatua del prócer con el caballo, la gente seguía tomándolo y haciendo sus performances. Es interesante mirar cómo la gente ha reaccionado con cada obstáculo que le han puesto. No se lo que vendrá a continuación pero da ganas de seguir mirando”.

Colombina Parra se tomó su tiempo pero a principios de este siglo, volvió a la música. Los Ex regresaron con Cocodrila (2006), un disco con un espíritu punk similar al original donde de hecho volvieron a hablarle a una generación más joven pero con el mismo descontento: la primera generación nacida en democracia fue la que inició las primeras protestas de los estudiantes secundarios justamente ese año. Los singles de ese disco no hablan sobre ese tema pero suenan muy a tono con la sociedad chilena de entonces: “Vida social”, que interpela a esa socialité del supuesto oasis chileno, o “Me has pegado”, sobre una relación sentimental violenta cuando no muchas canciones retomaban el tópico, y que además es bastante insolente, básicamente porque es un tema sobre violencia de género que se puede bailar y cabecear. Y luego los discos y los conciertos siguieron un poco más allá: Pistola de plástico (2008) y Esta tarde vi llover (2021), relanzamiento de un EP desconocido que hicieron originalmente en los 90 y que tiene la versión punk del bolero de Armando Manzanero.

 

Pero quizás lo mejor del regreso a la música de Colombina Parra fue su devenir en solista: Flores como gatos (2011), que inició este recorrido, es un disco hermoso de pequeñas postales de su vida familiar, que podría emparentarse un poco con el libro que acaba de publicar: totalmente en clave folk, parecen miniaturas perfectas de momentos bien nítidos de su vida personal. Luego le siguieron Detrás del vidrio (2013), Otoño negro (2015), Cuidado que grita (2020) y Te reto a lo concreto (2020). En todos ellos, Parra desarrolló su devenir a las afueras del punk, incursionando en el folk confesional, la electrónica, el spoken word y el noise. Por supuesto investigó también a John Cage y montó una de sus obras, Four6. Mezcla de vanguardia y de filosofía oriental, Cage toma el azar, el ruido, los sonidos del mundo como formas trascendentales de la música que no se pueden traducir en partituras como las conocemos, no necesariamente. Las piezas además pueden ser interpretadas por cualquier instrumento u objeto que genere sonido. Colombina Parra ha estirado esta filosofía, que en un punto tanto tiene que ver con su esencia –con la antipoesía también, por qué no–, pero también con maneras más libres de procesar una realidad cada vez más voluptuosa. El nombre del libro Otro tipo de música remite a esta misma idea. “Bueno, cuando entré en John Cage me di cuenta que todo lo que había aprendido en las escuelas de música no servía para nada, instintivamente yo sentía eso antes. Yo vivo en un pasaje lleno de niños y en la pandemia hice una especie de taller donde puse a prueba la manera de John Cage sobre los niños. Uno podría pensar que es muy complejo y que tenis que ser grande para entenderlo o captar esa sutileza. Eran 15 niños de todas las edades y muchos instrumentos. Yo los hacía pasar y ellos empezaban a experimentar al lote, sin dirección, y me di cuenta que esta teoría es una cosa que todavía no se ha explorado como debería y que si se empezar a explorar cambiaría el mundo de alguna forma, cambiaría nuestra forma de oir; al oir distinto, ves distinto también. A mí me gustaría trasladarlo a la enseñanza, esta manera de ver el mundo la podís llevar a cualquier disciplina, a la música, a la arquitectura”.