Cansado, un hombre se sienta frente a un hotel en el que vivió gran parte de su vida. Dieciséis años. Sin residencia, estaba acostumbrado a ir y venir de un lugar a otro sin la posibilidad de abrazar algún espacio como casa, como residencia permanente. Salvo el lugar de donde vino, en donde creció, por el que luchó, en algún punto. Lugar que no existe más. Un hombre se sienta frente al hotel en el que vivió gran parte de su vida, todo se resume en esa escena. Dieciséis años. Y no se sienta por casualidad, porque tiene ganas. El hombre se sienta frente al hotel porque lo van a demoler. Ve cómo cae todo, incluso la pieza donde pasó tanto tiempo. También ve, en el medio del derrumbe, un empapelado. Los demoledores saben qué hace el tipo ahí: está mirando el lugar donde transcurrió. Un poco a manera de chiste le dicen “¡Este es tu empapelado!”, mientras tiran de dos cuerdas para bajar una pared tras otra. El hombre tiene una sonrisa. Está triste, pero tiene una sonrisa. Cuando termina la jornada, va a tomarse un par de tragos, a su cuenta, con los demoledores. Hicieron un buen trabajo. El hombre en cuestión no es otro que Joseph Roth (1894-1939), escritor nacido en el Imperio austrohúngaro y muerto en una suerte de exilio permanente que lo llevó a lugares como Berlín y París, fallecido en el mismo año en que comenzaba la Segunda Guerra Mundial. Roth participó en la primera, defendiendo a su patria, la cual tenía en la más alta estima: un nacionalismo modélico que queda huérfano luego de terminado el conflicto con la disolución del Imperio por el que se jugó la vida. 

De familia judía, Roth encarnó la figura de un auténtico errante, sin patria a la que volver ni nada por lo que luchar, y fue testigo, sin dudas, de la decadencia de entreguerras, en el mismo momento en que todo parecía alzarse con cierto aire de festejo por la culminación del conflicto que terminó con el siglo XIX, sin que esa Europa sonriente pudiese ver en el horizonte la llegada del caos que pariría los campos de concentración y las bombas atómicas. Fue autor de novelas que marcaron a fuego su época: La marcha Radetzky (1932), que cuenta la decadencia del Imperio austrohúngaro desde el punto de vista de Francisco José I, pero también desde la familia Trotta, convirtiéndose así en una de sus novelas más celebradas, o Job. Novela de un hombre sencillo (1930), un libro que ya desde el título marca un tono reflexivo acerca del mundo judío, específicamente, en la Europa Oriental, y la percepción entre nihilista y de una fe de difícil clasificación acerca de las penas que los mortales pasamos aún cuando cumplamos con los preceptos divinos. Lo que Roth atestigua, con un tono alegre que no deja de ser melancólico o hasta capaz de una singular tragedia, es el fin del mundo. De su mundo. Como si del derrumbe de un edificio se tratase.

Roth, amigo del austríaco Stefan Zweig, fue uno de los escritores más celebrados de la cultura de Europa Oriental a comienzos del siglo XX: de manera intermitente, en el mundo en castellano, se pueden ver circulando algunos ejemplares, algún rescate por sellos puntuales de sus libros, pero no una edición lo más cercana posible a ser completa. Al menos, hasta este momento en el que dos sellos locales han encarado la alegre y ardua tarea de arriesgarse por la publicación de un escritor que, en palabras de Joan Acocella, periodista del New Yorker, tiene un estilo del siglo XIX con una visión del siglo XX. En primer lugar, el sello Buchwald, una editorial artesanal, viene publicando desde hace un par de años varios libros de Roth, y en este 2023 dieron a conocer su edición (terminada a mano y con inserts en todos los ejemplares, como réplicas de recibos de hotel o estampitas) de La leyenda del santo bebedor (1939) y Jefe de estación Fallmerayer (1933). Y, también, a comienzos de este mismo año, Ediciones Godot comenzó con la publicación de dos libros, parte de un plan de aparición de varias novelas de Roth sin pisarse con las de Buchwald: La rebelión (1924) e Izquierda y derecha (1929). Junto con los libros que Buchwald ya dio a conocer de Roth (como la recopilación de sus notas periodísticas de entreguerra, conocido con el título de Viajes y hoteles. 1923-1929), el panorama no puede ser más promisorio para meterse en la obra de uno de esos escritores que conforman ese viejo lugar común, nunca más cierto: un secreto a voces literario.

LA COMEDIA DE LA VIDA

Tanto el estilo como las historias de Roth parecen combinar lo mejor de dos mundos. En medio de la explosión de las vanguardias, el errante Joseph buscó una prosa justa que en realidad parecía un afinamiento del tipo de escritura del siglo anterior, el del realismo y la Historia con mayúscula. Pero, al mismo tiempo, en sus novelas con mayor peso político, como La rebelión o Izquierda y derecha, se puede atisbar un fondo de comedia. Las cosas que se están narrando no son para nada alegres, pero eso no implica que los personajes no puedan darse cuenta o dejen en evidencia el carácter absurdo de todo. Puede valer el anacronismo, en este caso: Roth escribe con el mismo tono con el que los personajes de las películas de los hermanos Coen actúan. La rebelión tiene algo, por ejemplo, que puede encontrarse en Fargo o Un hombre serio. Como Job, también aludido por una de sus novelas, la vida humana en términos efectivos no hace sino resultar un absurdo que suponemos que tendría sentido bajo la mirada divina, pero ¿cómo creer en dios cuando no se tiene patria? ¿Cómo creer que hay algo estable para la mirada de un escritor que luchó confiado por un Imperio que ya no existe, que no sabe muy bien de dónde es y que lo único que puede hacer es tomarse una copa más en honor a algo (copas que lo llevaron a morir muy joven, víctima del alcoholismo)?

“Roth es un autor de pluma fresca, con frases en general concisas y descripciones con el máximo detalle. En estas obras, hace un retrato agudo, repleto de ironías, de la sociedad y actores del periodo de entreguerras. Si bien considero que el contexto es fundamental (de las obras en sí y de cuándo y dónde fueron escritas), Roth toca cuestiones de la condición humana que trascienden las épocas y las culturas”, considera Daniela L. Campanelli, traductora de los dos libros que sacó Godot. Por ejemplo, en Izquierda y derecha, a través de la historia de dos hermanos de personalidades contrapuestas, Roth condensa el clima de época de una Berlín que pasa de la crisis de la República de Weimar al ascenso del fascismo: nuevamente, el fin de un mundo, pero también la excusa perfecta para contar más y mejor yendo a lo justo. Y es que no solamente es un estilo lo que Roth encuentra, sino también la mejor manera de retratar cambios que parecen soñados, provenientes de una realidad que se desarma y reconstruye como puede a cada momento. Las notas de Viajes y hoteles muestran todo el tiempo esta suerte de risa frente a lo desesperante que un judío de una patria que ya no existe puede encontrar frente a una sociedad cada vez más llena de uniformes.

¿Es Roth lo que hoy consideraríamos un liberal demócrata con aire de progresista, en contra de todo gobierno? “Para mí es un nihilista feliz”, afirma Enrique Salas, traductor de los libros de Buchwald. “Él mismo construyó la figura de un judío errante, pero es algo que salió de sus escritos. También escribió sobre Austria-Hungría, sobre el catolicismo, siempre fue un defensor de la monarquía hasta el final de sus días, la pérdida del Imperio de dónde provino y por el que luchó lo afectó mucho. Más considerando que después vivió de manera movediza en la Europa blanca, en el sur de Francia, en Berlín. Como no tiene una tierra de residencia, busca siempre hablar de lo más esencial, algo que se nota en su prosa periodística, sobre todo”.

Quizás esa relación tensa con el gobierno pueda muy bien verse en La rebelión, novela en donde un ex-soldado sin una pierna no pierde su fe en el gobierno y considera que cualquiera que se queje de su accionar merece el peor de los males. Contento, mendiga con un organito y se siente seguro porque cuenta con un certificado de invalidez que lo exime de la furia policial. Esa confianza en las fuerzas de gobierno está todo el tiempo contrastada con el retrato de miserias que hasta resultan graciosas, no solo en su descripción, como el hospital repleto de tullidos de donde sale Andreas Pum, el héroe de la historia, en donde los afectados no pierden su humanidad ni se quedan en el mero rol del quejosos, sino que interactúan, discuten de política, se hacen algún que otro chiste; sino también en la propia relación del narrador con los hechos que afectan al protagonista: hay un manejo irónico bastante sutil, casi indetectable, pero que está, ligero, entre palabra y palabra, un verdadero fondo de comedia que tiñe todo el libro, pese a la oscura y pesada temática del destino de los soldados que participaron en la Primera Guerra Mundial (más que nada, del lado perdedor).

Joseph Roth es uno de esos escritores que parece que siempre están, pero no están del todo. La aparición de estos libros permite meterse en la vida de un “santo bebedor” (como anuncia uno de sus libros) que supo mezclar elementos de la Europa en decadencia con una predisposición a tratar de encontrar la risa entre tanto declive. Manejó un estilo preciso, pero no por eso ascético: siempre hay algo, un hallazgo, una palabra que parece de más, pero que le da a la frase el tono justo para entender que, entre las cosas horribles del mundo, todavía está la posibilidad de reírse, un modo de la felicidad. Sabiamente reírse, al final, de que todo está destinado a la más cruda nada, y que no nos queda otra cosa salvo ser testigos del paso del tiempo y de nuestra decadencia.