Las clases se dividían en tres: niños, adolescentes y adultos.

—¿Edad?

—16.

—Si querés podés ir a la de adultos. En la de las 19.30 son muy chicos todavía.

Bajo esa arbitrariedad, martes y jueves, de 20.30 a 21.30, en una pileta gigante y climatizada, en un club del centro de mi ciudad, por casi un año fui y fingí ser adulto en una clase donde era el único estudiante.

En Grindr era más fácil mentir. Basta con decir “tengo 18” y la gente creía —se tranquilizaba— y a veces, cuando la mentira funcionaba faltaba a las clases de natación e iba a aprender otras cosas con gente que parecía saber un poco más que yo.

Si llegaba temprano a casa decía que el profesor faltó y si llegaba tarde estaba recuperando la clase a la que no fue. A veces variaba y decía que por el frío prefería ducharme en casa y si era, por ejemplo, viernes aclaraba que habían cambiado el día por algún feriado.

Cuando nada interesante me obligaba a mentir quería salir a tiempo, que nada se retrasase ni se adelante. Alrededor de las 22, si tenía suerte, me cruzaría en el medio de la plaza con Juan Cruz —pongámosle que así se llamaba—, un chico un año más grande que yo que iba a un colegio a cuadras del mío. Lo miraba con la lascivia melancólica de un nunca será y cuando los caminos se separaban yo quedaba estúpido por un par de horas. Estúpido: caliente y angustiado.

Me molestaba cuando la profesora caminaba por el borde de la pileta hasta lo hondo cuando me mandaba a hacer repeticiones. Supongo que estaba para eso: para ver que no me ahogue, para saber hasta qué vuelta podía rendir. Me molestaba, en realidad, que mi cuerpo no aguante, que los pulmones necesiten más entrenamiento, que los ejercicios con los flota-flota no hayan servido, que las pataleadas con las tablitas de goma espuma no me hayan preparado todavía para nadar de verdad. Nunca se lo dije pero se daba cuenta. Decía: “si tenés que parar, pará”, pero a mí me jodía aún más que mis bocanadas de aire me delataran, que mi cuerpo mostrara algún indicio de inexperiencia, de falta de entrenamiento. Nada peor que un cuerpo buchón.

No suelo contar que hice natación: fue poco tiempo, hace muchos años. Pero en reuniones, cuando me siento menos canchero o interesante que el resto saco alguna anécdota de la manga: la vez que estuve con uno de un reality, la del polista tapado, la del médico que sólo hacía tríos, la del hijo del pastor evangelista, la vez que un policía me apuntó con un arma y pidió que me baje de una camioneta roja muy parecida a otra con la que habían robado un country cerca del lugar de colectora en el que estábamos con otros dos tipos. Son historias que suelen entretener y que casi siempre remato con algo parecido a “menos mal que no me pidió el documento, no hubiera querido que tengan algún problema por estar con un menor con los pantalones bajos, la verdad, eran una pareja divina”.

La última vez que intenté sincronizarme con Juan Cruz pensé que había fallado hasta que me di cuenta que caminaba detrás mío, cuando se me adelantó a paso ligero y, de pura casualidad, esperamos un semáforo juntos. Es decir, él esperaba la luz roja al igual que yo en un mismo espacio-tiempo. No lo miré. No le hablé. De repente todas las veces que lo busqué con la mirada por la plaza me daban vergüenza.

Unas noches después, caminando a casa me doy cuenta que una camioneta negra me había pasado por al lado tres veces. Pasa de nuevo. Se detiene.

¿Te llevo?—la calle era oscura, desolada. Su voz lasciva y su mirada predatoria. De pronto el calor me asfixia.

—No, disculpá.

El hombre de la camioneta acelera rápido. Las disculpas venían porque entendía el código del yire y yo lo estaba rechazando. Luego me enteré de que era común para él levantar pendejos en la calle.

No cuento nunca esta anécdota en las reuniones, no creo que rechazar gente me haga más interesante; pero sobre todo, porque esa noche me sentí en lo más profundo de una pileta donde no llegaba hacer puntitas de pie.