La mujer que a los 89 años acaba de confirmar su pertenencia a la eternidad reunió, como ninguna otra, la condición de icono de la cinefilia, de la nouvelle vague y de una época en la que Francia logró hacer de su cultura un producto masivo de exportación, incluso en los Estados Unidos. Su carácter de emblema nacional quedó reflejado en el hecho de que fue el propio presidente de la Nación (francesa) quien informó la noticia de su fallecimiento, con un comunicado que vuelve a hacer envidiar el nivel de las políticas culturales en la patria de Zinedine Zidane. “Podríamos decir que con Jeanne Moreau se va una parte de la leyenda del cine”, comenzó diciendo Emmanuel Macron. “Pero todo su trabajo consistió justamente en no permitir que su arte quedara congelado en la condición de mitología, y nunca dejarse encerrar en el estatus respetable de la ‘gran actriz’. Había en sus ojos una chispa que desalentaba la deferencia e inspiraba la insolencia, la libertad, la turbulencia de la vida que a ella le gustaba tanto y quería que a nosotros también nos gustara.” OK, esta clase de discursos no los escriben los presidentes. Pero qué bien eligen algunos presidentes quienes se los escriban.
Nacida en París el 23 de enero de 1928, hija de un padre hotelero y una mamá inglesa y bailarina del Folies Bergère, Jeanne Moreau asistió a su primera obra de teatro a los 15 años. Se trataba de una puesta de Antígona de Jean Anouilh. La chica no dudó: decidió de inmediato que quería dedicarse a eso. Dejó el colegio, ingresó en el Conservatorio Nacional de Arte Dramático y a los veinte en la legendaria Comédie-Française: el miembro más joven en trescientos años. Poco más tarde era una de las cabezas de elenco. Ingresa al cine en 1949 y de allí en más no para, con una serie de papeles secundarios que incluyen los de chica de gangster en la notable Grisbi (Touchez pas au grisbi, 1954), y tiene su primer protagónico en La reina Margot (1954). Pero la consagración internacional le llegará cuatro años más tarde, con el doblete con el que un jovencísimo Louis Malle, de apenas 25 años, debutó en el cine de ficción.
Lanzadas en 1958 con diferencia de meses, Ascensor para el cadalso y Los amantes, parecían concebidas para mostrarle al mundo el rango cinematográfico que Moreau era capaz de desplegar. En la primera, un policial de conspiración criminal un poco a la manera de Las diabólicas (1955), Moreau era una máscara, que pasa de la culpa a la confesión. Ganadora del Premio Especial del Jurado en Venecia, gran recaudadora en Francia y todo un fenómeno de público en el mundo entero, Los amantes es –como será frecuente de allí en más en la carrera de Malle– un film absolutamente distinto, en su momento más moderno, sobre una mujer casada a la que sus encuentros eróticos con un amante devuelven la vitalidad perdida. Fue ésta la película que le ganó a Moreau el calificativo, algo apresurado y tal vez puramente promocional, de “la nueva Bardot”, gracias a sus desnudos y a un orgasmo que en Estados Unidos motivó un juicio por obscenidad. Lo de “la nueva Bardot” podrá resultar extraño a quien la haya visto en otra clase de películas, donde ese perfil sexy no aparecía en absoluto, pero es producto de la asombrosa ductilidad de la actriz, que parecía capaz de representar lo que quisiera. Y sin necesidad de “componer el personaje”, al estilo teatral, sino actuando desde él, transmitiendo su interioridad con el cuerpo, y sobre todo el rostro.
De hecho, Jeanne Moreau era una de esas actrices que parecen “no actuar”, lo cual es toda una marca de modernidad. ¿Qué hace en La noche, por ejemplo (Antonioni, 1961), que no sea caminar, pasear su sensación de vacío, exhibirla en el rostro? ¿Y qué en Diario de una camarera (Buñuel, 1964), más allá de mantener distancia con sus patrones y tramar helada venganza en secreto? Entre una y otra está, claro, una de sus actuaciones más icónicas, en uno de los films-insignia de la nouvelle vague, Jules et Jim (Truffaut, 1962). Ya se sabe: Moreau es Catherine, el lado más activo del triángulo amoroso que completan Oskar Werner y Henri Serre, en esta traslación vitalista y juvenilista de la novela de Henri-Pierre Roche, originalmente un dramón de tiempos de la Primera Guerra, que Truffaut reconvierte en otra cosa. Una Moreau a plena risa es el motivo del afiche original, y los tres protagonistas corriendo y riendo, con Catherine disfrazada y maquillada de hombre, son “la” foto inmortal de Jules et Jim, reflejando en ambos casos el modo en que el realizador de Los 400 golpes resignificó el amor de a tres, dilatando el surgimiento de la tragedia en beneficio de la amistad grupal. Moreau, vía Truffaut, como encarnación de una experiencia propia de la modernidad de los 60: el amor libre. Pero también de su límite trágico.
Como trágica absoluta volvería a utilizarla Truffaut en La novia vestía de negro (1968), tal vez su película que más honor hace al color del título. Basada en una novela de William Irish, una Moreau tan hierática como la misma Parca se ocupaba de encontrar, seducir y asesinar, uno por uno, a los hombres que habían asesinado a su marido el día de su boda. Desde comienzos de los 60 y a favor de su familiaridad (literal) con el idioma inglés, Moreau pasaba al cine que habla en ese idioma. Pero no tanto a Hollywood estrictamente dicho, donde sus actuaciones no son memorables (El tren, 1964; el western Monte Walsh, 1970; El último magnate, 1976) como al de autor. Tres veces actuó a las órdenes de Orson Welles, que dijo de ella que era la mejor actriz del mundo. En El proceso (1962) hacía de vecina del Joseph K de Anthony Perkins. En Campanadas de medianoche (1965) se hacía un lugar en medio del tumulto de personajes y angulaciones de cámara, y es, finalmente, la protagonista de La historia inmortal, donde se cobra venganza del despiadado comerciante al que encarna el propio Welles. Igual cantidad de veces la dirigió el expatriado Joseph Losey. En Eva, basada en la novela homónima de James Hadley Chase (1962), Moreau volvía a mostrar su lado sexy –y estaba tan retorcida como nunca–, tendiéndole la red a un novelista galés, mientras que tanto en Monsieur Klein (1976) como en la aquí no estrenada La trucha (1982) cumplía roles secundarios.
Merecen recordarse sus actuaciones para Peter Brook (Moderato cantabile, junto a Jean-Paul Belmondo, 1960) Jacques Demy (la magnífica Fiebre/La baie des anges, 1963, donde hace de jugadora de ruleta de pelo platinado), Marguerite Duras (Nathalie Granger, 1972, donde se la ve hermosa estrenando look maduro), Bertrand Blier (Las cosas por su nombre/Les valseuses, 1974, mujer recién liberada de prisión, elegida por los protagonistas para animar sus fiestas sexuales); Rainer W. Fassbinder (Querelle, 1982, dueña y madama del bar y burdel “Feria”), Theo Angelopoulos (El paso suspendido de la cigüeña, 1991), François Ozon (Tiempo de vivir, 2005), Amos Gitai (Algún día comprenderás, 2008), Tsai Ming-liang (Visage, 2009) y Manoel de Oliveira (Gebbo y la sombra, 2012, film final del realizador y penúltimo de la actriz). En la última fase de su carrera Moreau hizo un papel atípico en Nikita, de Luc Besson (1990) y actuó en Hasta el fin del mundo, de Wim Wenders (1991), La ausencia, de Peter Handke (1992) y Más allá de las nubes, de Antonioni y Wenders, donde retomó su papel de La noche (1995). También se animó a dirigir, pero ni Lumière (1976) ni L’Adolescente (1979) la convencieron de seguir por ese rumbo.
Menos conocida aun es su faceta de cantante, aunque ya en Jules et Jim lo hacía, en un aparte musical muy típico de los primeros tiempos de la nouvelle vague, sentada en un living entre amigos. Llegó a grabar siete discos, así como cantó junto a Sinatra en el Carnegie Hall. En consonancia con la imagen de libertad que transmitía, el matrimonio no parece haber sido lo suyo. Estuvo casada dos años con el actor y director Jean-Louis Richard, otro tanto con un playboy griego llamado Theodoros Roubanis y la misma cifra (aparentemente su límite de tolerancia convivencial) con el señor William Friedkin, el mismísimo director de Contacto en Francia y El exorcista.
Bastante más generosos fueron sus affaires amorosos, que incluyeron desde Louis Malle y Truffaut hasta Pierre Cardin, Lee Marvin y Miles Davis (a quien conoció cuando éste grabó la banda de sonido original de Ascensor para el cadalso). Una curiosidad en este terreno es lo que sucedió con el realizador británico Tony Richardson, que abandonó a su esposa Vanessa Redgrave para irse con ella. Pero nunca llegaron a casarse, porque se separaron antes. Pero Moreau no fue sólo de amores sino también de amigos, incluyendo entre ellos a Jean Cocteau, Jean Genet, Henry Miller, Marguerite Duras y Orson Welles.
“El cine influye a la gente una vez que tuviste éxito, y la gente le da importancia a través tuyo a los personajes que hacés”, dijo alguna vez. “Yo rechacé papeles de mujeres mayores alcohólicas o suicidas. Sé que hay gente así, pero me niego a dar esa imagen de la mujer; no me interesa mostrar lo peor de los que les puede ocurrir. Quiero que lo que hago ayude a levantar el ánimo, no a bajarlo.”
Se diría que Jeanne Moreau cumplió su objetivo, y puede descansar en paz.