La palabra “restauración” se usa en el arte y en la historia. En el primero tiene el prestigio que le dieron los trabajos en conservación de obras artísticas y patrimoniales. En la segunda, remite a períodos oscuros de regreso de fuerzas conservadoras tras intentos revolucionarios o modernizadores. Cuando la restauración recae sobre un monumento histórico es posible que se use la primera definición aunque, en verdad, sea la segunda la que esté operando como un espectro. Éste parece ser el caso de la intempestiva intervención que el Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires acaba de realizar sobre el primer monumento del país. “Estamos restaurando la Pirámide de Mayo y las esculturas de Dubourdieu”, declaraba el cartel que acompañó las obras. En realidad, hoy se restaura la imagen que adquirió la Pirámide en la década de 1870 producto de un agitado proceso de intervenciones que, sumiéndola en el descrédito, la llevó casi a su demolición poco después. Pero como en la historia y en el arte nada se repite en forma idéntica, a aquellas esculturas ahora se les suma además una reja perimetral de tres metros de altura. Las cuatro esculturas colocadas hoy en la base de la Pirámide no fueron hechas originalmente para ella ni son obras de Joseph Dubourdieu, sino que sustituyeron con otras figuras en 1875 a las que había realizado el francés dos décadas antes.

Luego de la caída de Rosas y de la sanción de la primera Constitución en 1853, la llamada Organización Nacional gravitó sobre los símbolos patrios en función de un discurso unificador que silenciara las disputas internas que habían tensionado sus usos hasta entonces. La Pirámide, desde 1811 un sobrio obelisco sin estatuas y principal marca del lugar público de la política, fue el principal objeto de esa operación. Para ella, el pintor Prilidiano Pueyrredón encargó cinco esculturas alegóricas a Dubourdieu y la “estatuomanía” europea dio así un primer paso decidido en Buenos Aires.

Las estatuas y su disposición expresaban aspectos de la concepción del poder de la élite política. Se buscaba acotar los sentidos de la saga revolucionaria que el monumento, por su abstracta contextura anterior, dejaba abiertos. Las cuatro figuras de la base que el escultor había dedicado a La Industria, El Comercio, Las Ciencias y Las Artes no hacían mención directa de aquella experiencia emancipadora mientras que, la quinta, La Libertad, colocada en la cúspide de la Pirámide, las podía conducir hacia ese sentido. Al ubicar a La Libertad dominante y separada de los otros oficios mortales, se indicaba lo intocable que se presentaba su personificación. El principio jerárquico del monumento se resignificaba con los valores de la belleza y el buen gusto que disponían del cuerpo femenino estereotipado como su perfecto epítome (las esculturas repetían un mismo modelo corporal). El conjunto buscaba el efecto civilizatorio de una plaza política que, parquizada, se convertía al orden estético del paseo.

Con el tiempo, las estatuas de Dubourdieu se deterioraron y fueron reemplazadas por otras provenientes de la fachada del Banco Provincia y ajenas al tema del monumento: La Geografía, La Mecánica, La Navegación y La Astronomía. Finalmente, las quitaron en 1912 cuando la Pirámide fue recentrada en la Plaza de Mayo como efecto tardío de los festejos del Centenario. Es curioso cómo la publicidad de la obra actual insiste en que se restauran las “esculturas de Dubourdieu” cuando las investigaciones más pormenorizadas al respecto –como la de Julio Payró– afirman que esas obras se han perdido. Tal vez con la confusión se busque algo de la legitimidad que la restauración no tiene.

La “restauración” actual es doblemente anacrónica. Regresa el monumento al estadio intermedio de su historia que más atentó contra sus formas y espíritu. Además, no hay motivo expuesto (conmemoración u otro) que obligue a tal obra. Con todo, sus anacronismos son de una puntual actualidad. En un año en el cual arremetieron los intentos negacionistas, la “restauración” interviene el monumento que fue, a su vez, conquistado por el movimiento de derechos humanos transformándolo en un emblema renovado de la lucha democrática por la Memoria, la Verdad y la Justicia, otras alegorías, sin estatuas, que se encarnan en cuerpos reales todos los jueves y los 24 de marzo. Por eso, en 2005 se depositaron a los pies del monumento las cenizas de Azucena Villaflor, la fundadora de Madres de Plaza de Mayo y víctima de los vuelos de la muerte. Ahora, su placa recordatoria ha caído bajo la sombra de estatuas extrañas impuestas allí con las credenciales falsas de un recuerdo encubridor.

* Antropólogo; profesor de la UBA.