Cuánta necesidad de disfrazarse se percibe hoy por las calles. Aros, tatuajes, tinturas, afeites y tutti i fiocchi. Impresionante la cantidad de gente que no se acepta como es cuando se mira en el espejo. ¿Cuánto tiempo demora alguien así en vestirse para salir? Ah… y a no olvidar los lentes oscuros grandes como pantallas de cine. Ya no es ponerse el jean que está a mano y salir después de lavarse los dientes.

Y pensar que uno se ríe de la pinta de los disfrazados de las películas que retratan el medioevo: pelucas entalcadas, trajes incomodísimos y faldones cual vestidos de novia. Incluso la ropa de nuestros abuelos nos parece ahora patética. Bombines, bigotazos, moñitos, levitas, sujetadores de medias, bastones y miriñaques.

Por qué, si nos habíamos liberado de ese peso, volvemos a él. En principio, suena a rebelión al canon de belleza. Si bien ese modelo sigue existiendo porque cualquiera entiende la frase “Brad Pitt es más lindo que Chiabrando”, mucha gente (en general jóvenes) intentan salirse de esa norma. De ahí teñirse de anaranjado, tatuarse hasta borrarse el cuerpo (eso merece un poquito de diván, creo), o (incomprensible) ponerse argollas nasales como las que se usan para volver dóciles a las vacas.

La modernidad nos trajo estas cosas, que al fin no son tan nuevas. Los punks lo hicieron hace rato. Era tomar distancia de todo lo que fuera “normal”. Recordamos bien los zapatotes y los pelos tipo cepillo, con los que debía ser imposible dormir. De ese esperpento simpático al menos quedó la certeza de que uno se podía travesar la nariz con un fierro y no moriría en el intento.

La ropa dice mucho sobre uno y su época. Lo sabemos todos. Según Martínez Estrada en Radiografía de la pampa: “El traje es la vivienda que se lleva puesta. Acrecentar su valor hasta constituirlo rasgo fundamental, con detrimentos de otros muchos más humanos, es vivir disfrazados”. 

Esto vale para los que se decoran con ropa de marca, o como torta de casamiento, hasta los que se afean hasta el ridículo. Claro que ya pasó tanto tiempo de esta frase que vaya a saber uno si aún sigue vigente.

Yo creo que en ese plan de pintarse y tatuarse y ponerse piercings en todos lados, hay otro síntoma: el sistema ha pasado de vender la normalidad a vender también la anormalidad, la singularidad y al fin, “la rebelión”. No porque el sistema sea cool, sino porque es negocio, y además alguien tiene que poner la guita para que el mundo siga adelante.

Alessandro Baricco en “Next” analiza la globalización y la compara con la conquista del desierto y el tren que uniría las costas de EEUU. Y se pregunta quién financió esos procesos. La gente, es la respuesta. La conquista del desierto la pagaron los que viajaban en tren, los que ponían un negocio al lado de las vías, los que buscaban fortuna. La globalización cibernética la pagamos también nosotros, montando una página web, pagando una publicidad o una conexión a internet.

Esta modernidad, esta aparente rebelión, la de disfrazarse hasta dar risa (dicho cariñosamente), es algo parecido. Es el sistema dándote permiso para que te veas rebelde, pero para eso te obliga a pagar tinturas, tatuajes y piercings. Porque si no, ¿cómo sabría la gente común que sos rebelde en un mundo donde todos estamos domesticados por los algoritmos? Pintándote, tatuándote, disfrazándote. Los mismo que hicieron los punks décadas atrás.

Así, sin darse cuenta, la rebeldía alimenta el sistema que detesta. Es decir: uno cree que se está rebelando (y en cierta forma es verdad) pero mientras tanto inyectamos dinero al sistema. Tampoco quiero parecer un viejo vinagre. A veces quizá es solamente ganas de verse distinto. O de joder un poco. Charly o Bowie también se disfrazaban y se pintaban para escandalizar a los burgueses.

¿Qué sería ser rebelde, entonces, Chiabrando? Eso sí es difícil de responder. Ya queda poco margen. No ser un simple consumidor, ser desconfiado de todos los dogmas, no alinearse con las modas o los istmos es ser rebelde. Pero nada pone en crisis al sistema. Este sistema solamente corre peligro de sí mismo. La experiencia revolucionaria nos enseñó que el cambio sólo puede llegar desde adentro. Y dudo que suceda. Y si sucede, quizá aparezca algo peor.

Ya lo dijimos: el sistema te vende la normalidad y también la rebelión. Mirá si se iba a perder ese negocio. La normalidad de hace cincuenta años (ponele), que nos reunía más o menos a todos, se dividió en una, diez, cien “normalidades”. Pero nunca estás fuera del sistema. Y mucho menos lo ponés en crisis por no vestirte de bancario o de dócil trabajador municipal.

Además, y como si fuera poco, en esta moda se pone en juego aquello de “sé tú mismo”, “anímate a ser feliz”, etc. Porque si uno acepta que está satisfecho siendo parte de la manada, es como aceptar la mediocridad o la falta de iniciativa. El asunto es saber si se sale de una manada para caer en otra. No sea cosa que al ponernos una argolla nasal estilo vaca como símbolo de rebeldía, le estemos dando el gusto de calzarnos justo aquello cuya única función es volver más dóciles. A las vacas, a la gente.

 

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