Me despierto a las cinco, categoría alondra, rindo más. Salto de la cama. Del baño a la cocina. Me siento, la compu ahora me responde con rapidez. Ves que podías, nena. Veo sobre el desayunador el disco duro descartado, no diviso la garantía. Busco en el cajón del mueble, está; la doblo en cuatro, la pongo sobre el estante superior. Busco un paquete de galletitas, lleno mi botella con agua helada. Estoy lista. Se me cae el repasador, una notificación del chat, me apuro a revisar. Me siento a escribir.

1. El recuerdo de la CPU lenta.

Recojo las migas, las llevo al tarro de los orgánicos del bajo mesada. Vuelvo a la mesa.

2. El desorden.

Transpiro, el ventilador tira poco, mejor una ducha de cinco minutos.

3. El calor.

Ahora si puedo tomar mates. Pongo a calentar el agua, busco la yerba, no encuentro la bombilla. Levanto el repasador del piso, encuentro la bombilla. Pruebo la temperatura del agua con el primer mate. Clarea, ni una nube, salgo a refrescar las plantas. Levanto la ropa tendida.

4. La ropa.

Vuelvo a la mesa, corro los papeles y el lápiz, doblo las remeras con un cartón guía, como dice la Kondo. Las apilo. Me perturba la torre de remeras, las llevo al placar. Me siento y escribo.

5. El orden.

Escucho correr el agua en el baño; él ya se ha levantado, pide el toallón. Anoto:

6. El consorte.

Se escurrió la hora mágica. Apago y guardo las hojas. Le preparo café. Programamos el almuerzo, implica hacer compras. Salgo.

7. Los mandados.

Vuelvo con dos bolsas repletas de verduras. Falta el pan. Me digo que después, tienen horario corrido. Me conecto para escuchar el editorial de Pablo.

8. La radio.

Opto por subir a la biblioteca que abandoné en noviembre. Ventilo, refrigero y despejo el escritorio: cada libro en su lugar. Fantaseo con ordenarlos por colores, igual que Laura. Me pongo a buscar Boquitas Pintadas, me empecino, sé que lo tengo. Vuelvo al trabajo. Releo la lista y me asumo procrastinadora. Investigo la dolencia: descarto la nota de Clarín que reduce el asunto a una cuestión de fuerza de voluntad, me quedo con la investigación que publica el New York Times, que encara el problema desde la perspectiva del deseo. Reconozco el circuito reincidente que ejecuto desde que iba al secundario. Anoto la expresión: “capturar la amígdala (investigar)”.

9. Las distracciones esperables.

Decido abortar el proceso creativo. Sigo esta tarde, o mañana con la fresca. Busco las zapatillas y voy por los diez mil pasos. Durante la caminata tengo ideas fabulosas que luego no son tales cuando estoy sobre el papel.

10. El mandato de la actividad física.

Encaro la producción por la tarde. El tiempo es escaso, no va a salir nada bueno, a nadie le va a gustar, ni a mí. Dejar es un alivio que al rato es culpa. Asumo el desorden de la mesa y me vuelvo sentar.

Ahora es solo lápiz y papel. Me distrae un perfume, parece un sahumerio sin encender (el fuego les quita intensidad, pero llega más lejos). Viene del canasto de las frutas. Corro las manzanas, no son ellas. Una naranja. Ha perdido turgencia: la cáscara es más fina y más dura, el color se ha concentrado. La acerco a mi nariz. Reconozco que en los días previos cierta nota sutil se ahogaba en el olor de la cebolla frita y se confundía con el perfume del detergente. De cerca detecto puntos brillantes por donde sus aceites esenciales se pronuncian. Lo asocio con la momificación, con las pirámides en las que las ofrendas se disponían de manera tal que el faraón las disfrutase al renacer. ¿Someterían a los frutos al mismo proceso que a los humanos? Otra imagen, terrorífica, aparece: está asociada a los mecanismos actuales de producción. La separo de mi nariz con rapidez; me apuro para que el agua atenúe cualquier peligro potencial. Me siento a escribir.