Uno
Volví a Tucumán unos días antes del comienzo de las clases preparatorias para cursar el primer año de arquitectura. Los exámenes de ingreso habían terminado unas semanas atrás y aún me duraba la euforia de ver mi nombre mezclado en el listado de los futuros alumnos.
Todo fue muy vertiginoso aquel verano. Llegar al principio de enero a una ciudad desconocida, instalarme en una vieja pensión de techos altos y paredes muy húmedas, preparar el examen, rendirlo, volver a casa a cargar las pilas unos días y de nuevo partir hacia el norte subido al viejo Scania de Juan.
Mis veinte años recién estrenados lucían rozagantes, frescos y vitales. Viví ese tiempo enfrascado en mi propio mundo, sin conexión con otros mundos… Hasta esa mañana de hace más de cuarenta años.
Al terminar el primer día de los cursillos del pre ingreso nos fuimos al bar con mis nuevos amigos a compartir el desayuno. De un momento a otro todos se pusieron de pie. Mi desconcierto no me impidió seguir a la manada y en un acto reflejo me incorporé también, sumándome al coro que de inmediato cantó el himno.
“Recuperamos Malvinas”, alcancé a escuchar desde la mesa de al lado.
Dos
En el momento en qué me dieron de baja de la colimba, en noviembre del ochenta y uno, sentí el alivio que sienten los presos al cumplir su condena. Me propuse nunca más trasponer el portón de calle Lamadrid. Otra vez era amo y señor de mi vida. El enorme placer de sentirse libre sólo se experimenta si se estuvo enjaulado aunque sea alguna vez.
La alegría me duró unos pocos meses, en abril del año siguiente volví a cruzar ese portón en sentido opuesto. No lo podía creer, ni en mis pesadillas más delirantes imaginé volver. Una semana después del desembarco de las tropas argentinas en las islas estaba de nuevo abrochándome los borcegos y comiendo guiso de lentejas.
Me reincorporaron al Ejército por la guerra, a mí y a todos mis compañeros de clase.
Nunca me hice a la idea de volar al campo de batalla. No entraba en mi radar.¿Inconsciencia o inocencia? No lo sé, lo cierto es que ni siquiera lo creía cuando los milicos nos levantaban a las cuatro de la mañana y nos subían a los ronroneantes Unimog simulando una partida inminente jamás concretada.
Tres
Todo era muy aburrido ahí adentro. Con la nueva clase en plena instrucción, bailando de aquí para allá, los soldados viejos éramos unos parias. Estábamos, pero no estábamos. Llevábamos una vida fantasmagórica. Parecíamos zombies. Nadie sabía qué hacer con nosotros. Nos levantaban temprano, nos hacían marchar a la plaza de armas con Aurora de fondo para perdernos después hasta la noche.Pasábamos el día como lagartos tirados al sol, acobachados en cualquier rincón o durmiendo debajo de alguna cama.
Seguíamos los acontecimientos de la guerra como se escucha un partido de fútbol en la radio. La voz de Gómez Fuentes en el noticiero “Sesenta minutos” propalaba los partes oficiales en la caliente pantalla de ATC.Obvio que creíamos que íbamos ganando. Según nos mentía ese hombre de cara poceada y mirada torva, no parábamos de derribar aviones Sea Harrier de la Marina Real británica.
Pero una tarde cualquiera nos paralizamos frente al televisor colgado en medio de la cuadra. Galtieri nos contó que los combates en Puerto Argentino habían finalizado y que el gobernador militar de las islas, Mario Benjamín Menéndez junto al comandante de las fuerzas inglesas Jeremy Moore, firmaron el acta de cese de las hostilidades.
Una gota de sudor frío caminó como una oruga por todo mi espinazo. No entendíamos nada. El sargento Gutiérrez tan atribulado como nosotros nos explicó que el dictador en ese breve mensaje leído sin nombrar la palabra derrota una sola vez, había dicho que las Malvinas de nuevo pasaban a manos piratas.
¿Perdimos la guerra? ¿No íbamos ganando? ¡Rendición! ¡Maldición!!
Cuatro
La guerra se perdió y nosotros al menos por unas cuantas semanas, seguimos guardados. Todo era desconcierto puertas adentro del batallón. Nadie sabía exactamente que estábamos haciendo ahí. Nadie obedecía las escasas órdenes que nos daban. Todo era un relaje y la mayoría de los sumbos quería poner, como el avestruz, la cabeza debajo de la tierra.
Salvo algunos que, como el Teniente Moyano, mantenían una actitud beligerante. Una mañana de finales de junio al pasar frente a un grupito de soldados mal entrazados y desparramados en un rincón, quiso imponer su devaluada autoridad. El desbande fue la reacción inmediata de mis compañeros. Más por desidia que por rebeldía, ni corrí, ni obedecí. Terminé con mis huesos en el calabozo de la guardia compartiendo una pequeña y mugrienta celda con Salas, según las mentas, no verificadas por mí, un temible desertor. A las pocas horas, otro oficial, esta vez el Teniente Díaz me rescató de la oscuridad con la infantil excusa que el colimba castigado debía cumplir la impostergable misión de terminar el esquema de la pista de obstáculos proyectada en los terrenos próximos al campo de antenas.
Cinco
Mi último recuerdo vestido de soldado, lo tengo parado en posición de firme escuchando el discurso del jefe del Batallón de Comando 121, Teniente Coronel Petrina, advirtiéndonos sobre el riesgo inminente del regreso de la subversión. Justo cuando el comandante venía embalado diciendo que este era un momento especial, más que ningún otro para velar por los altos valores de la patria, justo en ese momento en que hizo silencio para tomar aire y continuar con su degradada arenga, una voz áspera y desafiante le gritó: “Andate a la concha de tu madre...”.
El insulto sonó como un latigazo furibundo y certero en el lomo del militar. Nadie acusó recibo. El silencio se abrió paso en medio de la fría noche.
Petrina tragó saliva, carraspeó como si se hubiera tragado un mosquito y continúo su parloteo en un tono sensiblemente menor y anodino. El carcelero Moyano miró de reojo sin pestañar y el bueno del Teniente Díaz hizo de cuenta que pasaba un tren.
Sólo unas risas contenidas y burlonas, luego de unos segundos de estupor, se dejaron escuchar en la retaguardia de la formación.
Una pequeña grieta aparecía en el sólido muro construido siete años atrás.
Fue el principio del fin de la época más oscura que nos tocó vivir.