El taxi estaba parado en el semáforo de Scalabrini y Corrientes cuando el teléfono sonó por primera vez. El ringtone era una carcajada ligeramente grosera, como de alguien con la boca llena. El taxista, un hombre de cincuenta y largos y pelo negro peinado con gel, con quien no había intercambiado palabra desde que subí unas diez cuadras antes, estiró la mano derecha y cortó.
A las dos cuadras, el teléfono volvió a sonar. El taxista resopló y cortó. Inmediatamente, se escuchó una nueva carcajada.
--¡Bueno, basta! --dijo el taxista en voz bastante alta antes de volver a cortar. Me miró por el espejito.
--Es mi mujer --dijo.
Yo no sabía qué contestarle. De pronto una escena rutinaria, casi como una no escena, un viaje en taxi, se había llenado de vida ajena y privada. Lo miré por el espejito y le hice un gesto, no sé cuál. Nada me interesaba menos que su intimidad.
Pero el taxista tenía tan en claro como yo que ese mínimo diálogo (Es mi mujer/ah) había sido muy extraño, teniendo en cuenta que le había cortado tres veces y que había reaccionado con hartazgo. Se sentía tan incómodo como yo, porque dijo:
--Es gorila.
Me reí fuerte.
--Yo te conozco a vos, por eso te lo digo. Yo no soy kirchnerista, ¿eh? Cuando era joven militaba en el radicalismo de Quilmes. Hace mil años. Después me dejó de interesar, son todos chantas. Pero mi mujer la tiene con Cristina, no sé qué le pasa, estos últimos años me está volviendo loco. Cristina yegua, Cristina chorra y Cristina atorranta. No la sacás de ahí.
--¿Para tanto? --le pregunté.
--Se pasa todo el día mirando La Nación, escucha Rivadavia o Mitre. Es adicta. Me levanto con ellos y cuando vuelvo a la noche todos los días es una lucha el control remoto. Me tiene podrido.
--Me imagino.
--Y como si eso fuera poco, ¿sabés para qué me llama?
--Para qué.
-Para mantenerme al tanto de lo que dicen los energúmenos esos. Es un castigo que tengo. Y no era así, ¿eh?
--¿Ah no?
--¡No! ¡Era una mina divina! Con su carácter, siempre con su carácter, pero era alegre, buena con los chicos, venían amigos, cada tanto una escapada al Tigre, era otra vida.
--¿Y qué le pasó?
--¡Cristina le pasó! ¿Qué sé yo qué le pasó? Hará diez años, más, todo empezó a cambiar porque se obsesionó.
--¿Pero no era gorila de antes?
--¡No! O por lo menos yo no me había enterado y ya llevábamos más de quince años de casados. Nosotros no hablábamos de política. Para las elecciones, claro, cuando todo el mundo hablaba nosotros también. Pero ella lo votó a Menem. Así que no creo. Habla por lo que dice la televisión. Todo el santo día. Se va recargando, un día explota ella o exploto yo. Le tengo dicho que no me moleste cuando estoy trabajando para contarme qué dijeron de Cristina. Pero no puede con su genio. Es más fuerte que ella.
--¿Y si lo llamaba para otra cosa?
El taxista se rió secamente, con fastidio.
--No me llama para ninguna otra cosa. Cree que yo soy un pelotudo y ella que es una persona informada trata de convencerme de que la otra es una yegua malparida.
--¡Ah, qué difícil!
--¿Pero no te digo? Es un drama. Ella no se da cuenta de que enloqueció, ella dice que se politizó. ¡Y cree que soy kirchnerista!
Nos reímos los dos. El se quedó un par de cuadras en silencio y siguió:
--Lo que pasa es que yo soy amigo de la infancia del primo del padre de la intendenta. Mi amigo cero política, igual que yo, pero cada vez que nos encontramos ella cree que me voy a una unidad básica.
--¿En serio o es una forma de decir?
--¿Qué forma de decir? En serio, madre. Ella sospecha de mí. ¿Sabés por qué? Porque no me prendo, porque veo que todos esos son unos atorrantes, todos con el mismo cuento todo el día. Eso es lo que no me perdona. Que no entre en su circo. Y a mí me importa una mierda la política, mirá lo que hizo la política, me arruinó la familia.
--Bueno, los medios --dije para que no se me fuera a la antipolítica.
--No señora. Esos tipos hacen política. ¿Vos me vas a decir que son periodistas?
--No, sí, claro --estaba por decirle que no son todos iguales pero temí que creyera que yo también lo quería convencer de algo. El taxista se había vuelto de pronto un síntoma social muy frágil y delicado.
--Yo quiero que me dejen tranquilo --retomó él--. Que no me busque porque me va a encontrar. Yo a Tito lo quiero, crecimos juntos, y además ni la conoce a la intendenta, la vio cuatro o cinco veces en su vida. Una vez me trajo una foto de una fiesta familiar, el cumpleaños de ochenta de alguien, y estaban Tito y la intendenta, cinco seis años tenían. Todavía no me daba cuenta de la gravedad del caso y le conté a mi mujer. Fue el acabose. Desde entonces cree que soy kirchnerista y porque me quiere, la verdad que creo que me quiere, me acosa todo el tiempo, Si no me quisiera yo creo que sería peligrosa.
--Qué dilema, la verdad.
--No es ningún dilema. Acá hay una banda de atorrantes que le llenaron la cabeza, y me van a ver, porque estoy tan hinchado las pelotas que soy capaz de cualquier cosa.
--¡Ay no, violencia no!
--No, qué violencia. Voy a terminar kirchnerista como me sigan jodiendo.
Me reí.
--Vos reíte.