Me acompaña desde el primer día que entre varios amigos alquilamos unas oficinas en una casona de planta alta de calle Santa Fe, frente al Banco provincial. (Revisando papeles de mi familia, descubrí que en la planta baja de esa casona trabajó don Agustín Eulogio Vargas, "Lito", mi padre, como empleado administrativo de la firma Herrera y entiendo que la persona con la que acordamos el alquiler era el jefe de mi padre, pero no pude contarle esa anécdota ni que era periodista a mi padre porque ya era parte del aire ni que la foto de tapa de la primer edición de la biografía no autorizada de Fito Páez había sido sacada por Lili Herrera, la hija del patrón).
Me tocó la cuarta “oficina” con vista a un patio. Éramos yo y él en esa pieza de techos altos, un piso de madera crujiente y una mesa larga donde sobresalía la máquina de escribir portatil –una Olivetti Lettera 32, de color verde, pequeña y frágil-, un block de papeles en blanco que se llenarían de frases en tercera persona a 70 espacios cada línea, ni una más, diariamente, un teléfono negro e inmenso de la compañía Entel al que todas las tardes-noches apelaba para discar, primero, dictar, después, la noticia del día al compañero porteño de la redacción de un diario recién creado llamado Página/12.
-¿Quién le puede tomar el parte a Vargas, el corresponsal de Rosario? –escuchaba que gritaba Rubén Furman, mi jefe a la distancia, en medio de la redacción porteña.
33 años después encontré al compañero que pasó (y sobrevivió) por otras redacciones de Rosario/12, cuando fumar era un placer. Es de color caoba madera, redondo, y aún puede verse, apenas, parte del sticker que pegué en un costado del recipiente con el logotipo del diario y donde -ahora que me lo traje al departamento familiar para que recontruyamos nuestra convivencia- se depositan las cenizas grises del diario trajín.