Sergio Pérez es un brownense de Longchamps, que hoy vive en Claypole. Perteneció al Regimiento N°7 de La Plata, y formó parte del cuerpo de solados de Malvinas que combatió en las islas desde el 13 de abril de 1982 hasta el final de la guerra. “Las islas me hablaban y yo les hablaba a ellas”, cuenta en más de dos horas de charla. Sergio vivió una guerra. Él, vive en guerra. La conversación es un péndulo entre risas y lágrimas, con el rostro de alguien que sonríe aun con el agua al cuello y que le llega a brotar por los ojos ante los recuerdos. No tiene miedo de volver a Malvinas, dice. El 7 de abril lo hará. Hoy, 2 de abril, cumple años: 61.
Pérez es uno de los ex soldados que salió sorteado dentro de una iniciativa encabezada por la Municipalidad de Almirante Brown y viajará el próximo viernes a las Malvinas. “Lo primero que se me vino es una explosión de emociones”, asegura. Siempre quiso volver, así que vive el viaje como un regalo de cumpleaños.
“Tengo el síndrome del oso”, se autodiagnostica, y explica que tiene días de encierro que lo ayudan a pensar y estar tranquilo. En el comedor, que cortina de por medio se separa de un living con retazos de cuarto de guardado, y luego de haber ingresado por la cocina porque la entrada principal está clausurada, Sergio habla de todo un poco. Habla emocionado, con todas las emociones juntas. Muestra un cuadro que le regaló un preso donde retrató a un ex combatiente, y que lo llevó a reflexionar si el preso es el autor o el preso es el ex combatiente. Siempre hay una impronta de felicidad en su rostro. Hizo teatro, cuenta, y advierte que algunas veces pasa una semana sin ver a nadie.
Las ventanas están cerradas durante la entrevista. Los gansos y gallinas que transitan el terreno de la casa de Sergio no se escuchan en toda la mañana. No quiere que se lo mencione como ex combatiente, porque dice que hoy sigue combatiendo desde la palabra. Le gustaría que reconozcan la labor de todas y todos los que fueron parte. “Según se dice hubo nueve enfermeras y sólo hay reconocidas seis, y a otras tres que estaban dándoles la mano a los pibes que pedían por su mamá antes de morir, no las reconocen”, rezonga. Vuelve a reír y dice que no es veterano, porque le vienen diciendo veterano de Malvinas desde que tiene 25 años. “Yo era un pibe che”.
Él quiere volver porque siente que se fue de Malvinas y sólo fue un “acá se terminó”. “Cuando aterrizamos y pasé por el pueblo, nos miraban por la ventana y yo tenía la sensación de que no sabía si éramos los buenos o los malos”, recuerda de su primer y, hasta ahora, único arribo a las islas en 1982. Su expectativa en este retorno es clara: “No quiero ser visto por la ventana, quiero caminar con la frente alta por el pueblo”.
“A las islas las sentía mías, por eso quiero volver y entrar como si fueran mi casa y quiero despedirme de donde estuve”, afirma. Hoy, en su hogar, Sergio se muestra tal como es. Hay discos de Serrat y ‘Cacho’ Castaña, libros de Paulo Coelho, Osvaldo Soriano y Roberto Arlt, y una pileta abandonada en el fondo que se vislumbra desde el mosquitero de una de las puertas. Habla con el tempo y la pausa de un docente, su profesión. Hay poquitas cosas de Malvinas, más allá de la camiseta del equipo de futbol de ex combatientes de Almirante Brown.
“La isla era una gran trinchera”, analiza mientras dibuja, con algunos movimientos de las manos sobre la mesa, sus recuerdos del terreno de Malvinas. Mates de por medio, indica la ubicación de algunos montes, la geografía del suelo malvinense, y cuenta que no había lugar real para replegarse durante la guerra. Señala que, allá, había un sentimiento generalizado de desorganización, que los superiores le llegaron a consultar a él, con sus 20 años recién cumplidos y cadete en un Colegio de Ingenieros, qué hacer. “Dónde nos íbamos a replegar si todo era lo mismo”, remata con sonrisas e ironía. Para ejemplificarlo, rememora la vez que le recomendó a un soldado que no abandonara su posición más allá de las decisiones de sus autoridades. Cuenta, también, que había, ante todo, miedo a los superiores. El soldado murió en ese repliegue.
Volviendo a la metáfora médica, Sergio dice que viajará bajo el “síndrome del chino”. “En el momento que sienta una agresión, diré que no entiendo y haré como si no pasara nada”, especula. Dice que, según otras experiencias que le narraron, pueden pasarle tres cosas: que pise la tierra y se ponga a llorar, que pise la tierra y lo tengan que empujar para entrar, o bien que al tocar la tierra empiece a besarla. Se ríe y mueve las piernas en efecto máquina de coser, como en cada momento que debe describir alguna situación tensa.
La imaginación lo ayuda a construir cómo será de este viaje. Sabe que la fisionomía de las islas cambió pero asegura que llegará caminando hasta donde lo dejen los alambrados. "Tocaré las manos y si no sale nadie me iré mandando”, promete entre risas. “Voy a buscar una piedra”, afirma. Como muchos otros que volvieron a Malvinas, irá en búsqueda de su “posición”, de aquel lugar que él mismo fabricó con una tranquera entre dos piedras y le sirvió de techo durante sus dos meses en guerra. Asegura que sabe cómo llegar. “Si no la encuentro tampoco me voy a volver loco”, suelta, y vuelve a reír. “Y si no, adoptaré otra y haré catarsis, porque Malvinas es todo.”
“Quiero dejar en las islas todas mis broncas y todos mis miedos”, asegura, como en otros pasajes de la charla, con una lágrima quieta en su mejilla. Pero también dice que quiere dejar los estereotipos que lo acompañan. En ese sentido, narra un experimento que suele hacer cuando le toca convivir con grupos de personas que no lo conocen, donde recién el último día se pone una remera de ex combatiente para ver las reacciones. Muestra cierta incomodidad a cómo se lo mira cuando se enteran. “A mí me dolió más la vuelta que estar en Malvinas, y lloro más acá que allá. Tengo más miedo acá que allá.”
Sergio confiesa que “las islas me sacaron la sonrisa”. Antes, dice, era alguien más feliz. Cuando volvió de la guerra lo echaron del trabajo. Reconoce que no estuvo "pícaro", porque se fue sin pedir nada. “Muchos esperaban que explotásemos”, asegura a la vez que señala que mientras en Estados Unidos "cualquiera sale a los tiros contra los demás", los ex combatientes argentinos "son autodestructivos, y se suicidan". Se señala el pecho y admite que incluso su “síndrome del oso” puede ser autodestructivo, pero asegura que ahí él encuentra paz.
Vuelve a reír y cuenta que desde 1992 toma los mismos medicamentos que toma su mamá a los 85 años. Hipertensión, diabetes, pastillas para dormir. Con cierta bronca, cuenta que llegó a ver veteranos que son “zombies”, razón por la que siempre pidió no ser medicado en ese grado. “Yo me puse un límite”, remarca.
Pero no todo es oscuro. En la conversación se filtra también su recuerdo más divertido de las islas. Fue un día que sus compañeros salieron a cazar corderos. Fueron a buscar un par de ovejas para comer y él, quedándose quieto en su guardia, de golpe estaba rodeado de corderos. “Yo veía como ellos los corrían y yo estando quieto tenía cinco animales alrededor”, cuenta y deja escapar algunas carcajadas. El recuerdo más triste, por el contrario, fue cuando se le inundó la posición y durmió envuelto en una manta mojada bajo un frío que, calcula Sergio, era bajo cero. “Me podría haber muerto congelado”, dice. Y sonríe.
“No te cuento otras cosas como las peores porque los bombardeos pasaron a ser parte del folklore de la vida en las islas”, retrata. Considera que ante las bombas hay dos opciones: las escuchás o no las escuchás. “Si no las escuchabas era porque estabas muerto”, resume. Le tocó vivir secuencias que pasaron a tener normalidad, como soldados que se sentaban en las piedras a ver caer bombas y escuchar los estruendos.
Muchas cartas llegaron a nombre de Sergio Pérez a las Malvinas, pero él las repartía entre quienes no recibían nada del correo. “Tachá Sergio y pone tu nombre”, cuenta que les decía. En su memoria está el recuerdo de que en el tiempo en las islas pensaba siempre en los del continente, los que creían que en todo momento podía pasar lo peor. “Siempre estuvimos mal, pero para los de acá el imaginario de la realidad era peor”, reflexiona.
Sus pensamientos finales lo llevan a revivir un momento que, en sus palabras, le voló la cabeza: el comportamiento de los soldados ingleses al finalizar la guerra. Los saludos cordiales, la falta de entendimiento del lado argentino sobre lo que sucedía y la claridad conceptual que existía del otro lado. "Todo era diferente", dice con cara de sorprendido. "Las razones del conflicto para ambas partes, la preparación, el entrenamiento, las armas, la organización." Sergio lo vio desde el principio hasta el final.
La casa de Sergio se llama Ave Fénix, tal cual reza un cartel a la entrada. Hubo un incendio en un momento, dice, pero la casa siguió en pie. Hay otro auto junto a su camioneta en el garaje. “Es de un ex combatiente que no pudo quedarse en su casa, esto es así”, cuenta. En la despedida, Sergio esboza una mueca de alegría y felicidad. Al final de cuentas, en Malvinas no perdió la sonrisa, pero viajará a encontrar otras razones para reír.