Pastas de dientes, yogures, leches, telas antivirales y cremas corporales, en el presente, utilizan la imagen de la ciencia para revestir sus productos de credibilidad y, en última instancia, beneficiarse económicamente. Porque, entre dos productos del mismo rubro y vendidos a precios similares, está claro que cualquier persona optará por aquel que goce del aval obtenido en el laboratorio. Así, “La ciencia confirma que este desinfectante elimina el 99 por ciento de las bacterias…”; “Un estudio científico demuestra que esta loción detiene la pérdida de cabello…”; o bien, el clásico y genérico, “Si lo afirma la ciencia, es garantía de confianza…”, se emplean como eslóganes que perduran para identificar a mercancías que aseguran beneficios a partir de evidencias científicas, a priori, incuestionables. El problema es cuando el origen de esas credenciales no se visualiza con claridad.
Esta semana, se difundió una investigación realizada por un equipo del Imperial College of London y publicada en la revista British Medical Journal. En base a una exploración realizada en 15 países, llegaron a la conclusión de que la mayor parte de las promesas que se realizan en los paquetes o en los anuncios y publicidades de las leches de fórmula no poseen una base científica. De esta manera, las familias depositan su confianza cuando las adquieren y culminan por ser engañadas a partir de falsas promesas, por ubicarse como sustitutos de la leche materna.
El equipo a cargo analizó las páginas webs de estas compañías y seleccionó 608 productos que se comercializaron entre 2020 y 2022. De ese total, un 53 por ciento aseguraba ayudar al desarrollo cerebral y al sistema nervioso; un 39 por ciento prometía robustecer el sistema inmune; mientras que un 37 por ciento promovía el crecimiento saludable de los bebés. A pesar de estas promesas, el equipo de especialistas comprobó que en más del 50 por ciento de los casos, las compañías ni siquiera identificaban cuál era el ingrediente que beneficiaba y en el 74 por ciento no se ofrecía ninguna referencia científica que permitiese comprobar que sus afirmaciones, efectivamente, eran ciertas.
En el caso de los productos que, en cambio, sí ofrecían referencia a ensayos clínicos concretos, el 90 por ciento tenían riesgo de estar sesgados y en el 88 por ciento los autores de las investigaciones que avalaban los beneficios declaraban haber recibido financiamiento de las empresas que vendían el producto, o bien, directamente estaban empleados por las propias firmas. El problema es cuando la salud está en juego, en la medida en que estos avisos podrían confundir a los padres de los niños al momento de alimentarlos. Más aun teniendo en cuenta que una lactancia inadecuada puede provocar más de 600 mil muertes infantiles al año, a causa de neumonía y diarrea.
Falta de regulación
El ejemplo de las leches de fórmula puede generalizarse hacia otros productos. Finalmente, así es como las empresas utilizan a la ciencia para venderse. “Puedo sonar un poco fundamentalista o dogmático, pero pienso que debería estar regulado el uso de los argumentos que apelan a la ciencia para vender productos”, señala Diego Hurtado, secretario de Planeamiento y Políticas en el ministerio de Ciencia, Tecnología e Innovación. Después sostiene: “Claramente, desde los 80, la ciencia y la tecnología ingresaron en un proceso de mercantilización, que luego decantó en el modelo neoliberal. Por este motivo, los gobiernos nacionales y populares de la región deberían impulsar lo contrario: un proceso de desmercantilización”.
“En los años 70 ya existían estudios que mostraban estas prácticas de la industria alimentaria y se trataron de tomar medidas para controlar esos abusos. Por más que en algunos casos haya necesidad de reemplazar a la leche materna, la realidad es que esta es superior, tanto para el bebé como para la mamá”, destaca Ana María Vara, docente e investigadora en comunicación de la ciencia de la Universidad Nacional de San Martín. Por esta época, aporta la investigadora, la Asamblea de la OMS desarrolló el Código Internacional de Marketing de los Sustitutos de Leche Materna. “A pesar de estos esfuerzos, la industria siguió presionando para defender un mercado que alcanza los 55 mil millones de dólares anuales”, precisa.
Luego, Vara despliega el abanico de posibilidades y comenta: “En las sociedades occidentales, quien puede hablar en nombre de la ciencia dota de autoridad a su discurso. Sin embargo, la autoridad de la ciencia no es la única estrategia empleada por las empresas. También apelan a cuestiones emotivas y que tienen que ver con la responsabilidad de los padres por proveerles algo que entienden mejor que la leche materna, así como a la independencia de la mujer, que se libera de la carga de amamantar”.
Cuando la verdad está en muchos lados a la vez
Pablo Pellegrini es investigador del Conicet y autor del libro La verdad fragmentada. Conflictos y certezas en el conocimiento. En su trabajo destaca la dificultad que muchos laboratorios encuentran para realizar este tipo de estudios que vinculan a los alimentos y sus impactos en la salud. Obstáculos que por lo general no se visibilizan y que, por lo tanto, no llegan a la opinión pública.
“Los estudios que buscan medir los efectos sobre la salud de determinados hábitos o dietas a largo plazo son complejos porque involucran necesariamente variables que no controlan. En el laboratorio, se puede trabajar con ratones o bacterias y estar confiado de mantener controladas casi todas las variables, modificando la que interesa medir. (…) Pero estos análisis a largo plazo en humanos son muy complejos de realizar, ya que continúan su vida habitual”. Y continúa: “Se puede suministrar determinada dieta a un grupo de personas, pero no pueden controlarse todas las otras variables que intervienen en su cotidianidad y que quizás incidan en el resultado del estudio. Además, entre sí los individuos suelen ser muy distintos y eso también puede generar efectos diversos. A esto se agrega otra cuestión: con frecuencia estos estudios se realizan sobre un número reducido de personas”.
Bajo esta premisa, se comunican los resultados de estudios que aseguran que comer cereales previene el cáncer, o bien, que tomar mate lo provoca. “Una vez más, puede haber muchísimos factores que no están siendo considerados al analizar un elemento en la dieta de las personas y que esté provocando el efecto que se le atribuye a ese alimento”, dice el científico. Lo que aún significa más, usualmente, las compañías financian estudios científicos para crear evidencia (a partir de ensayos controlados y específicos que no se reproducen en ninguna otra ocasión) que rubrique las cualidades del producto que buscan comercializar.
Pellegrini apunta al respecto: “’Un estudio científico demuestra que...’, es la típica frase con la que se carga de retórica científica cualquier afirmación, aun cuando detrás de ese estudio no haya mucho. Entendiendo que la ciencia es ante todo una actividad donde el conocimiento se valida en términos colectivos, el riesgo de caer en una verdad científica sin mucho sustento se puede evitar al no creer en lo que dice alguien sólo porque es científico”. Por este motivo, es que se requiere de más cultura científica. Ello no equivale a que más gente sepa más de ciencia sino a que más personas puedan acceder a ejercitar lo que se conoce como pensamiento crítico. Y si ese ejercicio conlleva dudar de la propia ciencia, también es bienvenido.
“Cuando hablamos de un uso comercial de la ciencia, hay que pensar primero si ese uso no parte de una representación de la ciencia funcionalizada y banalizada. Se trata de una lectura positivista, en que la ciencia anida la objetividad, la racionalidad y por lo tanto la certeza. De esta manera, todo aquello que quede respaldado mediante un discurso que apela al conocimiento científico legitima el producto a vender”, expresa Hurtado.
Buena fama
Si hay un campo de poder que goza de imagen positiva en la sociedad es la ciencia y la tecnología. Así --con el perdón de la generalización--, si bien las poblaciones suelen desconfiar de la justicia, de la política, de los bancos, de la educación, del deporte, de los medios, de la religión y de la familia, el conocimiento científico no corre igual suerte.
El antecedente más robusto para respaldar tal afirmación a nivel doméstico es la Encuesta Nacional de Percepción Pública de la Ciencia: un proyecto del Ministerio de Ciencia, Tecnología e Innovación de la Nación, llevado adelante desde 2003. Su objetivo es indagar en la opinión y actitudes de la población en relación a temas vinculados con la cultura científica. La última edición corresponde a 2021 y estuvo dirigida a personas mayores de 18 años de todos los estratos sociales, residentes en localidades de más de 10 mil habitantes.
En aquella ocasión, se presentaron algunos resultados interesantes. Por ejemplo, la suma de los que declaran “mucho y bastante interés en la ciencia y la tecnología” alcanza el 64 por ciento. Además, 8 de cada 10 argentinas y argentinos consideran que la profesión científica es “socialmente prestigiosa”. Como dato adicional, cuando los resultados de la ciencia y la tecnología causan polémica social, la sociedad argentina considera que la comunidad científica es la fuente más confiable para informarse, con un 75 por ciento. Le siguen médicos (64 por ciento), representantes de ONG (20 por ciento) y periodistas (18 por ciento).