La fecha no podía ser más sintomática. El 2 de abril de 1983, este domingo cuarenta años atrás, se cumplía apenas un año del desembarco de las tropas argentinas en las Islas Malvinas. Del inicio, por tanto, de una breve pero intensa guerra que terminaría poco más de dos meses después con una tragedia irremediable, a medir en vidas e intereses para el país. Fue pues aquel primer aniversario, el día escogido por Pink Floyd –todo Roger Waters, medio David Gilmour y un cuarto de Nick Mason, por entonces— para editar en Estados Unidos el bello y melancólico disco.

The Final Cut, se llamó. Un nombre que derivaba de múltiples sentidos. Pero dos de ellos, centrales: el del final –parcial, a vistas futuro-- de la existencia de la banda, pero también el de una guerra infame que puede rastrearse a trasluz de sus canciones, de su autonomía, porque The Final Cut no fue, como Roger esbozó en un principio, un apéndice conceptual de su antecesor The Wall –de hecho se iba a llamar Spare Bricks (Ladrillos Sobrantes)-- sino un trabajo con vuelo propio, holístico, en cuya clave se puede acceder a una mirada estética sobre Malvinas. Incluso desde un lugar difícil de concebir en inglés --el del dolor argentino-- pero mucho menos desde la satisfacción inglesa por el triunfo.

De aquí el fruto atemporal de la obra. Una estela que parte de un ángulo de mirada equidistante, sensible, que apela al valor de la vida humana más allá de banderas, y el desvalor de perderla entre esquirlas, gritos y bombardeos. “No soy pacifista, pero me pone mal que se mate gente inocente”, dijo tras su edición Waters, quien no solo parecía ver la cara de su padre replicada en las víctimas de la Segunda Guerra Mundial, sino también en la de cada muerto de Malvinas.

De esto habla la mayoría de las letras de The Final Cut, trabajo injustamente ensombrecido por las luces de The Wall, y las irremediables peleas en el seno de la banda. Impera entonces aprovechar el año redondo y traerlas al hoy. Releerlas y nombrarlas en castellano, a trasluz de los dos conectores que hilvanan la obra. El de “Maggie”, la inefable Margaret Thatcher a quien Roger acusa del hundimiento del General Belgrano y a la que, como inglés, le pregunta una y otra vez "¿qué hicimos?", sin tener la más mínima respuesta (“Saca tus sucias manos de mi desierto”). Y el Eric Fletcher Waters, el padre de Roger muerto en la batalla de Anzio, cuando el niño tenía tres meses.

La canción emblema del disco rinde homenaje a él. Pero no solo. También desconoce barreras temporales y tienta una utilidad pedagógica. A cualquier estudiante de escuela media se le podría presentar hoy, mañana y pasado --de una manera entradora, claro-- a Ronald Reagan, a Alexander Haig, a Menachem Begin, a Leonid Brezhnev, al “fantasma” de McCarthy, a Leopoldo Fortunato Galtieri, a las memorias de Richard Nixon y a los “magnates cárnicos latinoamericanos”, en apenas una escucha. “El hogar memorial de Fletcher” es en efecto el súmmum, la mejor manera que imaginó el autor para contrarrestar todos los males de ese mundo aterrador que poetizó: encerrar a todos –“Maggie” incluida-- en un hogar de insanos, y aplicarles una especie de solución final, además de hacerles ver cómo fueron traicionados los sueños de los soldados que combatieron en la guerra (“Los sueños de pos guerra”).

El apocalipsis nuclear que ve venir el bravo vate británico por el retrovisor de su auto (“Dos soles en el poniente”), sumado a la absurda “fiesta en las calles” inglesas que recibe a sus héroes de Malvinas, o de cualquier guerra (“El retorno de los héroes”), completan un sentido de obra orgánica e ideológica difícilmente rastreable en la historia del rock. Un corpus de historias, visiones, ideas, posiciones frente al mundo, y miradas poéticas que no tendrían el mismo efecto sensorial de no ser por lo mejor de la música: la música.

Íntegramente compuesto por Waters, coproducido por James Guthrie y arreglado –también tocado-- por Michael Kamen, The Final Cut implicó, implica e implicará también un viaje onírico por el universo del sonido. Atravesado por una atmósfera densa y tensa, sobrevolado también por calmos climas, la obra significó además el estreno mundial del sistema holofónico, diseñado por el italiano Hugo Zuccarelli. Una tecnología que posibilitó un sonido tridimensional apto para los efectos especiales que hacen ontológicamente al mundo sónico Floyd, pero que lamentablemente no pudo replicar en vivo, porque el disco nunca fue expuesto en público.

Las cálidas orquestaciones en –ahora va en inglés— “The post war dream” o “The Gunner`s Dream”--, no solo cumplen la función de arrullar al niño que sufre, y al hombre que muere, sino también la de desamparar al que mata. Y el tacto con que la National Philharmonic Orchestra entiende y expresa los arreglos de Kamen para arropar, junto a la voz de Waters, y la guitarra infalible de Gilmour a ese artillero que se piensa a sí mismo mientras muere (“The Gunner`s Dream”), es otro de los factores que hacen al sino del corte final.

Tampoco tendría el disco el brillo presente que lo defiende, sin esos dos solos memorables a cargo de Gilmour: el del tema epónimo --poco tiene tal que envidiarle al de “Comfortably Numb”— y el de “Your possible Pasts”, acciones ambas que sopesan con la nula incumbencia del guitarrista en la concepción de los temas, y la inexistencia de los teclados de Wright, que habían sido parte fundamental del Floyd clásico, además de la poca participación de Mason, tal como el baterista dejaría en claro, en la página 200 de su libro Dentro de Pink Floyd.. “Grabé algunas bases de batería y dediqué cierto tiempo a aparecer por el estudio para mostrar mi buena voluntad, y para recordarle a todo el mundo que todavía existía”.