¿Puede describirse la violencia en un poema? Quizás, hay versos en la historia de la literatura cuyas imágenes resultan elocuentes. Lo sabía Alberto Lagunas el momento que escribió En esta casa ya no caben los muertos, editado por Juglaría en el funesto año 2001, actuando como una “videncia plebeya” de lo que hoy vivimos los rosarinos.

La videncia aplicada a la creación es una práctica prestada a la modernidad por el “Enfant terrible de las letras”, Jean-Arthur Rimbaud, y explicada por el mismo Lagunas en sus clases de literatura francesa. Decía el maestro refiriéndose al autor de Iluminaciones, que su poesía proponía el desarreglo de todos los sentidos, provocando en el lector ingenuo un exaltado estado de perplejidad; mismo gesto -casi idéntico diría- que nos asalta al informarnos sobre la realidad de la ciudad.

Y más que “adivinación” de la mente creadora, el poema hace un recuento de los diferentes actos de violencia acaecidos a lo largo de la historia argentina reciente y no tanto. Asume, es más, constata, los crímenes que nos parieron; impregnando a esa “iluminación” de las causas/consecuencias que podemos deducir en el presente. Si no, vamos a él.

El texto, de connotaciones épicas, puede sintetizarse en tres partes (a la usanza del canon aristotélico). La primera introduce el tema a cantar: Allí debemos sentarnos/ y tratar de comprender/ el pasadizo que une/ el pasado/ con las huellas del presente/. 

El nudo lo constituyen tres estrofas extensas, enumerativas del engendro de la violencia, o sí se quiere, en términos más cinematográfico, los huevos de la serpiente: En esta casa ya no caben los muertos. / En yuyales insepultos/ están los muertos de Huaqui/ los de Cancha Rayada/ los de Vilcapugio; los de Ayouma. / Y en los desfiles patrios/ los fantasmas desfilan. / Son los fantasmas de los guerreros/ que iban a conquistar en siete días Asunción/ y escondidos siguen sus cuerpos/ pudriéndose/ en pantanos tropicales. 

Intensificándose el clímax, camino a la contemporaneidad: Donde quedaron los muertos/ del 16 de junio de 1955/ ametrallados por aviones/ en Plaza de Mayo. / O los que acribillados caían/ en el puente de Arroyo Saladillo. / O los degollados/ que morían bailando/ la refalosa en su propia sangre. // No son rumores. / En esta casa ya no caben los muertos. / Los gritos ahogados en los campos/ de concentración/ de los cuarteles, / miles de voces enmudecidas por la tierra. / Y la muerte por agua/ solloza gritando por las noches/ en las costas del Atlántico Sur. / O los mártires torturados y muertos/ por ser hombres cuyo delito fue/ escribir nombre de varón/ en el corazón de sus almohadas// 

Culminando la poesía, con los siguientes versos: qué herencia de la patria dolida/ nos queda/ si ni siquiera hay fuego para quemar tanta mentira. Una impecable reflexión, que exuda vigencia, pero también invalida cualquier tipo de concesiones o beneplácitos.

 

Entonces, qué nos sugiere esta última afirmación, expresada en los versos finales. En principio contradice una heredad, que Lagunas admiraba y enseñaba, la de entender al poeta en tono de “mago” o “encantador”, convocante de la idea de lo bello, lejos de las pasiones y los conflictos sociales. Pero también engrosa la disputa del sentido de la historia contra los que la escribieron -los mismos que por estos días cuentan las víctimas del narco-, transformando al vidente, al místico o al intelectual cagatinta de los poderosos en testimonio puro de cara a una actualidad dolorosa.