La rabia es el mejor combustible para encender el fuego de los cuentos de María Fernanda Ampuero. La escritora ecuatoriana narra la violencia, la desigualdad, el racismo y los abusos poniendo el dedo en la llaga del patriarcado y del capitalismo para destripar el dolor y la fragilidad de las víctimas. No se trata del gesto de querer “darles voz” a aquellas mujeres o niñas que no la tienen, como reza el errático sentido común progresista, sino de ver muy de cerca, en un primerísimo plano, todo aquello que se quiere extirpar del radar visual de las buenas conciencias. “La angustia me trepaba por el cogote como una criatura negra, helada, crujiente, con aguijón. ¿Conocen a ese animal? Es difícil explicar cómo hace su nido en tu espalda. Es como morir y quedar viva. Como intentar respirar debajo del agua. Como estar maldita”, cuenta una mujer extranjera y desesperada por pagar la habitación donde vive, que termina en la casa de un psicópata y asesino de mujeres migrantes en uno de los relatos de Sacrificios humanos, libro que sucedió a su impactante debut como cuentista, Pelea de gallos, ambos publicados por la editorial española Páginas de Espuma.

Ampuero (Guayaquil, 1976) se siente como en casa en Buenos Aires. Vivió un año en Argentina, casi veinte años atrás. Llegó al país por primera vez gracias a un programa de Literatura de la Fundación Mempo Giardinelli. “Yo no había salido de Ecuador; era una niña súper dulce, llena de ternura y de ansias de conocer el mundo. Y les escribí una carta muy amorosa, con mucha ilusión, y me escribieron para decirme que podía venir. Así que vine en 2001; el país se estaba cayendo a pedazos, lo cual hizo aún más extraña la experiencia”, recuerda la escritora y su sonrisa hospitalaria parece abrazar el espacio que la rodea. A través de la Fundación Mempo Giardinelli conoció a Tununa Mercado, Noé Jitrik, Cristina Piña y Angélica Gorodischer, entre otros escritores. Tununa y Noé le propusieron que hiciera una maestría en la Universidad de Buenos Aires. Entonces pidió un año de excedencia en su trabajo como periodista en Guayaquil y en 2003 se instaló en Buenos Aires.

“Yo no me debería haber ido de Argentina, pero en ese momento era muy difícil entrar a los medios. Y tenía la curiosidad de ver cómo estaba cambiando España con la migración, sobre todo latinoamericana, y me fui a Madrid en 2005. Por una extraña razón, pensé que Europa me iba a dar más oportunidades”, revela la escritora en la entrevista con Página/12. Ella matiza el balance de su vida en Madrid y aclara que no fue un error quedarse porque conoció a su exmarido, estuvo once años “felizmente casada” y España le dio “mucho” desde el punto de vista profesional y vital. “Ser inmigrante es la gran lección de humildad. De repente cuando no estás viviendo en tu país y no tienes documento eres menos que nada; no estás en la casilla cero, estás en la casilla menos un millón. En España, al principio, estaba a merced de la bondad de la gente y la bondad escasea sobre todo cuando se pueden aprovechar de ti. Si retrocediera en el tiempo, no volvería a hacerlo, pero la persona que soy, la que está hablando frente a ti, la que escribió los libros que escribió, es la que vivió todo eso en Madrid”, reflexiona la autora de los libros de crónicas Lo que aprendí en la peluquería y Permiso de residencia.

Contra los libros estupefacientes

-La violencia en las familias, la violencia de los hombres hacia las mujeres, la violencia de los adultos hacia los niños, la violencia de la desigualdad, aparecen en los cuentos de “Pelea de gallos” y “Sacrificios humanos”. ¿Por qué te interesa poner el foco en estas violencias?

-No me interesa otra cosa que la violencia. “Biografía” es un cuento que está basado en algo que me pasó a los poquitos meses de estar en Madrid. Yo pensaba tontamente que podía hacer algo con mi profesión, que era escribir, y me llamó un hombre que tenía una historia para contarme y caí en un pueblo de Cataluña. Una vez que estuve en su casa, cerró la puerta y yo estaba sola me di cuenta de la estupidez que había hecho, de lo frágil que yo era y lo fácil que hubiera sido para él desaparecerme para siempre, sin que nadie nunca me encontrara. Los nombres que aparecen en el cuento son nombres de mujeres migrantes que están desaparecidas en España. Cuando sale una mujer desaparecida en las noticias, siempre es blanca, española y se porta bien… probablemente las mujeres que menciono en el cuento hayan sido prostitutas. Yo dormí en la casa de ese hombre y a la mañana siguiente me dijo, medio desesperado, “te tienes que ir”. Y yo me dije: “algo me ha salvado de este hombre” que durante todo un día no me dio de comer, que no tuvo conciencia de que yo era un ser humano que podía querer ir al baño o tomar agua. Era un psicópata que no tenía empatía por los demás. Yo estoy muy cabreada, pertenezco a un país que lidera las listas trágicas de embarazo infantil, que casi siempre es por pedofilia o incesto. El aborto se ha peleado hasta las últimas consecuencias pero no se aprobó y las niñas de once años tienen que parir. Ecuador es un país súper homófobo, transfóbico, por supuesto patriarcal, machista y violento. ¿De qué más voy a escribir? Yo no quiero complacer a nadie y si a la gente le parece que escribo cosas violentas ahí están las librerías generalistas llenísimas de libros estupefacientes. Yo no voy a escribir un libro inocuo, cursi, de autoayuda.

Mujeres machistas o cómo mantener la fiesta en paz

- “Edith” es un cuento perturbador porque no es complaciente con las mujeres. La madre sabe lo que pasa, que su marido hace “cosas monstruosas con mis hijas”, pero ella es cómplice, ¿no?

-El hecho de que seamos mujeres no quiere decir que todas estemos concienciadas en el feminismo y en romper el silencio. Nosotras hemos sido parte de ese sistema patriarcal y seguimos siéndolo porque la iglesia nos dice que el modelo a seguir es alguien sumiso y en los votos matrimoniales la mujer tiene que obedecer al marido. Yo no voy a culpar a las mujeres porque no hablaron antes, que es lo que dicen cuando alguien hace un señalamiento de acoso: “ahora se acordó, ¿no?”, “esto fue hace quince años”… No es que ahora se acordó, es que ahora hemos roto el pacto de silencio y “ahora te creo hermana”. El Me Too cambió muchas cosas en nuestras cabezas. Edith era la mujer de Lot y quedó para la historia como “la mujer de Lot”, nunca se la nombró y para mí era importante nombrarla con su nombre porque era una mujer castigada por mirar atrás. Y la convierten en sal, en algo miserable, en algo que le caen dos gotas de agua y desaparece, como tantas de nosotras. Yo quería rendirle un homenaje y hacerla real. Millones de mujeres han permitido que sus parejas abusaran de sus niñas para “mantener la fiesta en paz”, como decía mi mamá. Mantener la fiesta en paz nos ha destruido. Yo, que estuve inoculada desde la infancia con el chip del feminismo, cuando ni sabía que se llamaba así, le decía a mi mamá: ¿por qué no le contestas (a papá)? ¿por qué no le dices que no te puede tratar así? Ella me decía: “para mantener la fiesta en paz”. Y yo me quedaba pensando qué fiesta es esta. ¿Por qué usa la palabra fiesta si esto es un horror? En el cuento “Edith” tal vez estoy hablando de una mujer como la que conocí en mi infancia, que no tiene nada que ver con nosotras.

-Esas mujeres de la infancia son las mujeres machistas, ¿no?

-Si no existieran las mujeres machistas, el patriarcado se habría acabado. La destrucción del patriarcado no es una cosa que tenga que ver solo con los hombres, sino que tiene que ver con lo que nosotras aceptamos. O no. Por ejemplo, los mandatos de belleza o de juventud; hay toda una industria que se enriquece descomunalmente de nuestra inseguridad y de nuestra soledad.

Clasismo racial

-En el cuento titulado “Lorena”, dedicado a Lorena Gallo, quien fue conocida como Lorena Bobbitt, narrás las violencias previas que ella sufrió hasta que decide agarrar el cuchillo y cortarle el pene a su marido. ¿Qué buscaste al escribir este cuento?

-Esta historia me acompañó durante mi infancia porque Lorena es ecuatoriana. Por primera vez una persona de Ecuador era noticia en Estados Unidos, pero se convirtió en una especie de chiste y la trivializaron un montón. Yo sentí que había una necesidad de reparación con la historia de esta mujer. Primero porque ella fue Bobbitt solo tres años y se la sigue conociendo así. Segundo porque se le sigue pegando el apellido del hombre que la destruyó. A Lorena también la privaron de su nombre y me parecía importante contar cómo alguien llega a hacer algo así. Yo quería hablar sobre las violaciones dentro del matrimonio. Mujeres como las de la generación de mi mamá no se lo tomaron gravemente; no podían decir “no quiero”, “no me apetece”. Las cosas que habrán pasado adentro de las habitaciones de nuestras madres... Era importante darle a Lorena un lugar que no tuviera nada de gracioso. En el cuento está el hombre blanco, el hombre gringo que se cree superior frente a la mujer latina que estaba lidiando con un idioma que no conocía y con una sociedad que rechazaba a los extranjeros. No solo había una relación de desigualdad entre hombre y mujer, sino que la desigualdad también era primer mundo y tercer mundo. Las cosas que Lorena contó en el juicio, cosas atroces, nadie quiso leerlas. Yo tomé mucho de lo que ella declaró para escribir el cuento.

-En uno de los cuentos hay una mujer que protege a un femicida y va a inculpar a su propio hijo para defender al hijo de la señora para que la trabaja. ¿Qué pasa con las clases sociales? ¿Por qué los pobres terminan inculpándose para proteger a sus propios verdugos?

-Estoy segura de que los ricos no van a la cárcel. Los ricos hacen atrocidades. Hay gente en las cárceles pagando por la culpa de un señorito. Este cuento en concreto tiene que ver con el terror del clasismo. Yo vengo de una sociedad muy desigual, donde hay muy poca gente con mucho dinero y muchísima gente con muy poco dinero. Alguien dijo que Guayaquil, mi tierra, era una ciudad de 100 mil habitantes y 3 millones ochocientos mil extras. Todas mis historias, que tienen un componente social, suben el volumen que es llevar al extremo una situación cotidiana. En este cuento esta mujer que crió a este niño --al que se le van viendo características de psicopatía, como el maltrato a los animales-- ella lo ve como una especie de Dios porque lo ha querido y lo ha cuidado muchísimas más horas que a su propio hijo. Aparece una cosa del colonialismo y de la raza muy enfermiza que hace que Jesús sea rubio, blanco y de ojos azules. Si la imaginería hiciera a Jesús como un hombre de medio oriente, judío, moreno, de ojos oscuros y pelo rizado, probablemente se hubiera desmontado el asunto de la colonización mucho antes. La colonización mental lleva a decir que los blancos valen más. En Ecuador hay un clasismo racial; somos un país en el que el indígena y el afro están destinados a la pobreza. La mujer del cuento ha recibido este discurso toda su vida; es un discurso casi monárquico. No hay una monarquía, pero si la hubiera en mi país la monarquía son los ricos a quienes hay que rendirles todas las pleitesías.

La historia de mi vida

-¿El cuento “Invasiones” está inspirado en la figura de tu padre?

-Sí, tiene varias cosas de mi padre. En Ecuador se llama invasiones cuando hay un terreno vacío y los pobres lo toman. La palabra invasión es muy fuerte, muy bélica; hay un enemigo que ha venido a tomar algo que es mío. De la anécdota de estas familias que fueron asentándose en ese terreno que era de la ciudad, es verdad que mi papá llamó al municipio para quejarse y que fueron a desalojarlos. Mi papá decía que los indígenas tienen hijos para que el estado les dé dinero. No, papá: los pobres tienen hijos porque los curas no les dicen que usen anticonceptivos y porque no permiten el aborto legal. Me acuerdo que mi mamá decía “estas indias paren como conejos”. No, mamá, las que son del Opus Dei también y no dice que las mujeres del Opus Dei paren como conejos, aunque tienen 14 hijos que son rubios. ¿Está lindo cuando es una señora multimillonaria del Opus Dei y está horrible cuando una señora indígena decide tener cuatro o cinco hijos? Mi papá una vez me dijo: “no eres la hija que yo hubiera querido tener, que se sentara en mi regazo y me pidiera que le contara historias”. ¿Qué historias me van a contar? ¿De cómo llamas a la policía para que le tiren la casa a la gente pobre? Una vez mi padre dijo que “a este país (por Ecuador) lo que le hace falta es un buen Pinochet”. Hace ocho años que murió mi padre, ahora tengo una relación magnífica con él. Yo creo que fue un permiso que él muriera para poder escribir lo que me diera la gana...

 

María Fernanda sonríe y hace una pequeña pausa. Cuando salió una elogiosa nota en The New York Times sobre su literatura, la madre le preguntó: “¿no pudieron elegir una mejor foto? Se te ve la papada”. La alegría se retira de sus pómulos, que se contraen por la bronca. “He salido de Los Esteros, un barrio miserable del sur de Guayaquil, que es la periferia del planeta, de un país miserable del que nadie sabe nada, y salí en The New York Times. ¡No me jodas con las fotos!”, le respondió a esa madre gordofóbica. “Frankenstein quería que su papá, ese hombre que jugó a ser Dios, lo quisiera. Pero le salió feo y entonces lo repudió. Frankenstein se pasa todo el libro queriendo que lo quieran, a pesar de que no es perfecto. Y nadie lo quiere. Para mí es el libro más desgarrador sobre la apariencia física; ni mi propio padre me quiere mirar a los ojos porque le parezco monstruoso. Esa es la historia de mi vida -compara Ampuero-. A mis padres les parecía monstruosa porque no era delgada y no tenía el pelo como las otras niñas. ¿Cómo no voy a tener tanta rabia?”.