Cuando me abrió la puerta, algo de su rostro parecía no estar en su lugar pero no supe identificar qué era. La seguí al ascensor. Sus pasos eran tambaleantes, ella era una mujer mayor; pero esta vez había un titubear distinto. Quedamos frente a frente, envueltas en una incomodidad absurda. Hacía siete años que me analizaba con ella. Me sonrió, le devolví la sonrisa. El ascensor frenó con brusquedad, nos bamboleamos.
Abrió la puerta y me hizo pasar al hall del semipiso. Me dijo que ya volvía y subió de nuevo al ascensor. Intenté decirle que yo ya estaba ahí, que no había motivo para irse. Pero se fue y me dejó unos largos minutos en ese cubículo. Había un mueble antiguo con un espejo alargado, un paraguas, un sombrero. El tiempo pasaba y yo ya empezaba a ponerme nerviosa. No soy claustrofóbica, pero a veces la cabeza me juega malas pasadas. Tengo que controlarla para soportar saber que estoy en un lugar del que no puedo salir por mis propios medios. Como esa vez que fui de excursión a una mina, nos internamos cientos de metros hacia la oscuridad espesa y sin oxígeno y tuve que hablarme a mí misma para calmarme, como lo hice también ese día, en ese pequeño hall; hasta que escuché el ascensor nuevamente y ella volvía sin dar explicaciones. Volvió a sonreír, su rostro otra vez me pareció extraño. Fuimos a la mesa. Durante la pandemia me había atendido por teléfono, pero al año le dije que no estaba funcionando y me propuso ir a su casa. Ahí estábamos. En el departamento solía atenderme alrededor de una mesa redonda, en vez del sillón que acostumbraba en el consultorio. Los ventanales dejaban que la luz del atardecer nos marcara los rasgos.
Esta vez el televisor estaba encendido a un volumen considerable, ella estaba medio sorda. Y sobre la mesa, había una botella de Trumpeter, malbec, abierta, consumida por la mitad, y dos vasos. Pensé que tenía buen gusto. Me senté, estaba sorprendida, pero no sabía qué hacer. La estúpida duda, siempre. Manoteó algo que estaba en la mesa y se lo llevó a la boca. Volvió a sonreír, ahora le veía todos los dientes. Su cara había encontrado las formas.
En ese momento pensé en irme pero no pude. No me animé, no supe. Le seguí la corriente, ¡era mi analista! Apagué el televisor. Mientras la escuchaba trataba de darme cuenta de si estaba borracha o si había sufrido alguna especie de colapso. Era una persona mayor, repito, como me lo repetía en ese momento. Le pregunté si quería que llamara a su hija. ¿Para qué?, me dijo, levantando un hombro, como si la hubiera insultado.
Entonces le pregunté qué estaba pasando y ella, como si yo le hubiera relatado uno de mis habituales enredos existenciales, me dijo:
--Decime vos.
Decidí seguir creyendo. Empecé a hablar de lo que me pasaba. Por esos días estaba obsesionada con la salud, como mucha gente en medio de la pandemia, pero tal vez más porque había tenido dengue, antes una operación y antes mi madre se había muerto de la enfermedad que nadie quiere nombrar. La vida, decía mi novio de por entonces.
En un momento ella agarró el Trumpeter y se sirvió en un vaso. Empezó a tomar. Entonces tuve que rendirme a la evidencia, estaba borracha. Una cosa de locos y yo como una pajarita asustada solo atiné a escucharla. Me contó de la vez en que conoció a Simone de Beauvoir, ella trabajaba en una librería y una joven Simone venía a Buenos Aires a presentar un libro. No se acordaba si era El segundo sexo o cuál, pero la había deslumbrado su belleza. Yo decidí entregarme. Capaz borracha tiene un rapto de lucidez y me dice lo que no pudo todos estos años, pensé. Había llegado a ella por primera vez preguntándome si me tenía que separar y un año después lo había hecho. Me había acompañado en ese duelo, en la crianza de mis hijos, en el duelo de la muerte de mi madre, en la pandemia.
Hablé un rato, no recuerdo de qué, pero esa respuesta iluminada no llegaba. Ella estaba lenta, se quedaba con la palabra en el aire, como pedaleando. No lograba unir una idea con la otra. En un momento dijo:
--Es difícil llegar de acá… hasta allá.
Le dije que me iba.
--¿Por qué? No te vayas --me dijo.
--Esto no está funcionando.
--¿Por qué? Decime vos.
Me levanté y fui hacia la salida. Me siguió. La puerta estaba cerrada y ella no sabía dónde había quedado la llave que la abría. Giraba sobre sí misma como simulando una búsqueda que no hacía y por supuesto no la encontraba. Empecé a revisar un portallaves lleno de manojos y a probar todas las llaves con desesperación. Me sentía estúpida, asustada por estar con una borracha. Me imaginé llamando al SAME o al 911 y que tuvieran que forzar la puerta para entrar. Tenía miedo de que le pasara algo y me quedara encerrada allí, que se muriera, estaba obsesionada con la muerte por esos días. Ella me miraba probar. Cuando encontré una llave que pude introducir en la cerradura, no giraba. Ella insistió varias veces:
--Fijate bien.
Por fin me iluminé y volví a la mesa. Agarré el manojo de llaves que estaba al lado del vaso vacío y probé, era una de esas. Respiré.
Subimos al ascensor, faltaba poco. Otra vez quedamos frente a frente. El aparato frenó de golpe y dimos un salto. Esta vez largó una carcajada. Había quedado trabado a mitad de camino. No podía estar pasándome esto. Abrí y cerré la puerta de hierro varias veces hasta que arrancó de nuevo.
Salimos al hall. Qué alivio. Volví a insistirle, ¿no quería que llamara a alguien? Me dijo que no. Abrió la puerta y salí. Era de noche. Sentí que el aire me abrazaba, no era cálido pero casi tibio aunque estábamos en invierno. Caminé mareada, confundida, desilusionada.
Crucé la calle y fui directo a una heladería, como para no volver a casa con las manos vacías. Compré un kilo de chocolate y dulce de leche, siempre fui muy clásica para los helados. Subí al auto y manejé hasta casa. No encendí la radio. Solo repasaba una y otra vez la secuencia y me agarraba de las luces rojas de los autos para llegar a destino sin poner la cabeza, como un caballo viejo que hace siempre el mismo camino.
A la semana siguiente me llamó por teléfono. Me dijo que llamaba para tener la sesión. Le dije que después de lo que había pasado no esperaba volver a tener sesiones con ella. Me preguntó qué había pasado.
--¿No te acordás?
--No --me dijo.
Yo la odié por ponerme en esa situación y al mismo tiempo pensaba cómo contarle sin herirla. Empecé a balbucear y me interrumpió:
--¿Estaba borracha?
--Sí.
Hubo un silencio. Me pidió disculpas. Me dijo que entendía si no quería seguir atendiéndome con ella pero que estaba a disposición para lo que necesitara.
Yo necesitaba que me cuidaran, no tener que cuidar también de mi analista. Le dije que no quería seguir.
Cuando lo cuento la gente oscila entre la incredulidad y la risa. Yo misma me río, porque a la distancia es muy gracioso lo que pasó, hasta el momento en que la sonrisa se apaga.