Las grandes tragedias colectivas, como las grandes historias en general, se componen de la suma de las pequeñas historias personales y familiares que, en un momento dado, fueron atravesadas por lo inesperado.
La inundación de La Plata de 2013, que dejó 89 muertos, es uno de esos casos. Todos los platenses recuerdan qué hacían, dónde estaban y con quién, en la tarde noche del 2 de abril de 2013, cuando el cielo se puso negro y escupió una espesa cortina de agua durante más de tres horas ininterrumpidas. Esas circunstancias, además, sacan a relucir lo mejor y lo peor de cada uno. La historia de aquella noche está repleta de gestos de solidaridad, de decisiones generosas, y también de las otras.
Hernán Améndola hoy tiene 40 años y es, hoy como hace diez años, coordinador del hogar para niños “Ángel azul”. Su historia, y en particular la de esa noche, es inescindible de la del hogar, su gente y lo que para él representa.
“Ángel Azul es un hogar que brinda cuidado y contención a chicos que por diferentes motivos no pueden contar con su entorno familiar. Nuestra historia se remonta al año 2000, cuando Elena Vita (N de la R: responsable del lugar y mamá de Hernán), buscó un nuevo sentido a su vida luego de una tragedia familiar. Fue en ese momento que visitó un hogar de niños y entendió que su nuevo horizonte era abrir las puertas de su casa y su corazón a chicos con carencias de todo tipo. Claro que no fue fácil, y aún hoy todavía cuesta. Pero a pesar de los contextos y las realidades jamás dejamos de ofrecer todo lo que implica un entorno familiar como nosotros lo entendemos: lleno de amor, respeto y cuidado. Los chicos que pasan por el hogar son de edades muy variadas, desde bebés hasta 10 años, y todos ellos conviven en un clima de unión y fraternidad. Van al colegio, juegan, comen las cuatro comidas diarias y reciben toda nuestra atención. Las puertas siempre estuvieron abiertas, y llegamos a recibir hasta 23 chicos de manera simultánea. Hoy en día ese número varía, dependiendo de las solicitudes de los juzgados”, dice la web del hogar.
Entre otras cosas, los responsables del hogar impulsaron la Ley 15.218, que otorga la cobertura de salud integral, a través de IOMA, para niñas, niños y adolescentes bajo medidas de abrigo o en estado de adoptabilidad. El proyecto fue presentado por la diputada Susana González.
En 2013 el hogar funcionaba en el Barrio Hipódromo. Desde la pandemia de coronavirus, la sede se trasladó a Las Tahonas, en el partido de Punta Indio, 90 kilómetros al sur de La Plata. Ese y algunas canas en la cabeza de Hernán son los únicos cambios visibles. Otros, más profundos, parecidos a cicatrices, emergen cuando la conversación rumbea para esa noche.
Hernán recuerda que empezó a llover de tarde, que en pocos minutos, el cielo se cubrió y empezó a llover con fuerza. Al principio, era una lluvia ideal para tomar mate y pasar una tarde tranquila de domingo. Pero al cabo de un par de horas, la intensidad no aflojaba y empezó a notar que ni la tierra lograba absorber ni los desagües pluviales cumplir su función. Cuando el sol comenzaba a caer, ya había entrado un poco de agua a su casa, a tan solo tres cuadras del hogar, al que dedicaba buena parte de su tiempo.
Recordó que seis de sus hermanitos -o “hermanos de crianza”, como llama a los chicos que conviven con él en el hogar-, regresaban de la costa en un micro que no difícilmente podría llegar a la terminal -en pleno centro, en calle 4 y diagonal-, con semejante diluvio.
Subió los perros a la cama, recorrió las pocas cuaras que lo sepaaban del hogar, le dijo a su mamá “tranquila que yo los traigo” y salió con el auto. Pero al llegar a 6 y 520 ya no pudo seguir avanzando. Entonces, sus objetivos se volvieron más modestos: ya no se proponía traerlos de vuelta al hogar, sino comprobar que estuvieran bien y abrazarlos.
Puso marcha atrás y dejó el auto donde creyó que estaría a salvo. Intentó cruzar a nado. La corriente se lo impidió y le arrebató el teléfono. Quedó incomunicado. Fue arrastrado al menos 4 cuadras, aunque se aferraba a los postes o las rejas que encontraba en su camino, para mantenerse a flote. Cuando pudo salir, ya oscurecía. Intentó cruzar el mismo río por 32 y luego por 44, siempre con la misma suerte. La correntada le recordó la del Limay, un río patagónico de deshielo, en el que había remado. “El río partía la ciudad en dos, era imposible pasar de un lado a otro”.
Fue entonces cuando decidió volver al hogar, en busca de su canoa canadiense. A Hernán le gusta el río. Suele remar o pescar, por eso la tiene, pero no esperaba tener que usarla como rescatista. La canoa, en cambio, ya había prestado servicios en una inundación anterior, en Rosario. Ya era noche cerrada, cuando se cruzó una soga al pecho, para no perder la embarcación, y salió a palear, equipado con un cortapluma, un pedazo de soga y varias bolsas de nylon, con destino a 15 y 520. Su mamá ya había recibido un mensaje: los chicos estaban bien, el micro había quedado ahí varado, en esa esquina. Un río le impedía llegar a la terminal.
“A la altura de 520, el agua empezaba en 6 y terminaba en 19 o 20”, cuenta que pudo comprobar más tarde, al dar la vuelta con la canoa. El trayecto que tenía que cubrir, más allá de las dificultades, no era tan largo. Lo que lo hizo interminable fue la cantidad de pedidos de ayuda que recibió y atendió. Tantos, que perdió la cuenta. Los subía como podía, valiéndose de la soga o atando las bolsas entre sí, y los dejaba en una plazoleta, un poco más elevada que el terreno circundante, en 528 y 6. Esos 50 metros cuadrados se convirtieron en una especie de campo de refugiados.
Durante largas horas, después supo que fueron 15, Hernán rescató gente con su canoa, en medio de una noche negra, apenas atenuada por el reflejo de alguna linterna o un auto lejano. Ayudó a una chica a bajar de un árbol, cargó gente sobre su espalda y llevó a una pareja de viejitos al hospital. “Desde la puerta de un PH, me llamaron, porque había una señora, al fondo del pasillo, postrada en una cama. La encontré muerta de frío, pero allí también había una pareja, cada uno con un bebé en brazos, con el agua por la cintura”. Comenta, apenado, que es muy difícil decidir a quién rescatar primero, sin la certeza de poder volver después por los otros.
También recuerda a una señora mayor a la que rescató, desnuda, y en estado de hipotermia. Ella le pidió si podían regresar a buscar alguna manta, pero en un momento dejó de hablar. Hernán la dejó en la plazoleta, en manos de los rescatistas, pero nunca supo si sobrevivió. Su rostro, cada tanto le vuelve a la memoria.
Hernán cuenta que no pensaba, que estaba en una especie de trance, obsesionado con salvar gente, con recuperar las vidas que el agua arrebataba. Volvió en sí, tomó dimensión de lo vivido, cuando el sol empezaba a despuntar. Flotaba en su canoa, sobre la superficie del agua, a la altura de los carteles de la calle. El río tenía una película aceitosa, una capa de combustible que lo hacía brillar. Había vuelto la calma y el silencio era atronador.
Entonces sí, en medio de ese escenario, familiar y desconocido a la vez, propio de una película de ciencia ficción o de cine catástrofe, Hernán se desplomó unos minutos. Más tarde se reencontró con los suyos, se abrazaron y lloraron, como en una película de Hollywood, pero en Tolosa, en la vida real.