Me había dormido leyendo. Estaba totalmente oscuro cuando me desperté. Estaba sorprendido de haberme dormido. Me parecía que volvía de otro mundo. Miraba la lámpara. Miraba el reflejo de todas las bibliotecas blancas que rebotaba en el vidrio nocturno. Los vidrios de las ventanas de la casa donde vivo son tan antiguos como la casa misma. Su superficie había empezado a deformarse con el tiempo. Se adelgazaron a fuerza de desgaste. Algo se ablandó en ellas que las torna movedizas, inciertas, deformes, más vivas. Se dice que la luna es la causa directa de ese movimiento de ola tan lento que afecta al vidrio expuesto a sus rayos nocturnos. Y a estos hace varios siglos que la claridad de la luna los ha abollado. Los reflejos se han vuelto en ellos más misteriosos.
Es un contacto sine medio como el de la luna en los mares, en los perros, en las almas, en las pernoctaciones de los hombres, en los suspiros de repente inmensos e inquietos de los felinos, en los insomnios indetenibles cuando hay luna llena, cuando los lobos aúllan al descubrirla toda redonda encima de ellos.
Hasta las olitas que bordean la orilla se levantan visiblemente entonces.
El espacio se curva.
Tal vez incluso el espacio se atrae a sí mismo, en persona, dentro de la curvatura de la atmósfera los días de luna llena.
Yo miraba las siluetas casi engullidas de la mesa redonda y de la carpeta que la cubría.
Miraba el minúsculo fuste de luz casi vertical bajo la lámpara. Miraba mis rodillas redondas y levantadas en mi reposera porque estaba escribiendo lo que usted ahora está leyendo. Miraba mi mano que avanzaba, los pelitos que habían sido rubios y que se habían vuelto blancos y que brillaban. Me bastaba con girar la cabeza hacia los cristales de la vieja ventana para divisar mi felicidad en acto. La imagen se daba vuelta allí como el alma gira, como la tierra gira, como la luna gira, y trágicamente se deshace, y milagrosamente se rehace, se torna jorobada, se colma, se vuelve increíblemente brillante y maravillosamente circular. Mis modos de acceso a ese mundo subían a su vez como una especie de espiral a fuerza de leer libros, a fuerza de llenar volúmenes gracias a esas lecturas, a fuerza de transitar por el lenguaje y de revivir su acceso, profundizándolo indefinidamente, examinando la formación sucesiva de las lenguas que allí se superponían, conmoviéndome por la contingencia tan fortuita de cada forma que su uso volvía cada vez más inestable y quizá incluso lúdica.
Si los modos de acceso a ese mundo fueran indirectos, derivarían sin embargo de allí lo más que fuera posible, y en la medida en que los volvía a sumergir en su antigua inminencia, en la medida en que yo reanimaba gracias a ellos una especie de fuente viva que llegaba a desbordarse.
Porque un agua se mezcla con la felicidad.
Con un poco de perversión en la conducta diaria, con la guarda en secreto de las alegrías más valiosas, con tres horas por día dedicadas a sintetizar con un poco de artesanado silencioso un embrollo de gritos, de recuerdos de gritos, de carencias, de síntomas, de enigmas, me volví cada vez más feliz.
Fragmento de El hombre de las tres letras, el volumen XI de la serie Último Reino de Pascal Quignard, y que El cuenco de plata viene publicando en forma ininterrumpida.