Los obispos argentinos, con la anuencia del Vaticano encabezado por Francisco, acaban de publicar el tomo II de la obra La verdad los hará libres. La Conferencia Episcopal y la Santa Sede frente al terrorismo de Estado (Planeta). El trabajo, resultado de una investigación de cinco años conducida por Carlos Galli, Juan G. Durán, Luis liberti y Federico Tavelli, reúne documentos hasta el momento desconocidos fuera del ámbito eclesiástico. El segundo tomo lleva el subtítulo “El terror, el drama y las culpas”. De la documentación relevada surge con absoluta claridad la complicidad de la cúpula de la Conferencia Episcopal con la dictadura, pero en particular la postura ideológica que antes y después del golpe militar mantuvo el entonces presidente del Episcopado, Adolfo Servando Tortolo (1911-1986), quien además ocupaba el cargo de obispo castrense.
Ya antes del golpe militar, los obispos venían señalando "dentro de las universidades argentinas" el “deterioro” en la “orientación académica”, “un proceso al parecer inteligentemente planeado y al servicio de una ideología que nos es extraña” (carta de Tortolo al presidente Juan Perón, del 30 de abril de 1974). Obsesionados por el tema, los obispos de la Comisión Ejecutiva se volvieron a reunir con Perón en mayo de 1974 para retomar el tema de la “infiltración marxista en las universidades”, según dejó contancia el secretario general del Episcopado, Carlos Galán, en carta dirigida el 30 de abril de 1974 al capitán de fragata Amaury Ricardo, director general de Ceremonial y Audiencias de la Presidencia. Según Tortolo, Perón coincidía con esa “preocupación” de los obispos y así lo consignó en una nota enviada al nuncio apostólico del momento, Lino Zanini, en la que informaba del primer encuentro que los obispos tuvieron con el presidente el 29 de octubre de 1973, pocos días después de su asunción.
"Agresión preventiva"
Pero más allá de los encuentros y de las gestiones, fue Tortolo quien, pretendidamente basado en la doctrina católica, se encargó de preparar el clima, de justificar el golpe y argumentar a favor de los métodos usados en clara violación de los derechos humanos.
En los días previos al golpe circuló entre los obispos un informes anónimo titulado “Diagnóstico sobre la situación argentina” que tras señalar “los males que padece nuestro país” sugería el “reemplazo de la presidente de la Nación”, de gobernadores e intendentes, la “disolución del Congreso”, la “suspensión de los partidos políticos” y el “combate enérgico al terrorismo y a la subversión” mediante la “ley marcial”.
En noviembre de 1975, el propio Tortolo le solicitó –siempre según la información ahora puesta a disposición– un informe sobre la “Guerra justa” al teólogo dominico Domingo Basso, reconocido representante del conservadurismo teológico. En su documento Basso sostenía que “en un estado de guerra interno o represión violenta a la sedición criminal” las consideraciones a realizar se refieren a la “noción de guerra justa, la licitud de la pena de muerte y la muerte del injusto agresor en defensa legítima” (carta de Basso al presidente de la CEA, 1 de noviembre de 1975). En el mismo documento, el teólogo argumentaba que el concepto de “guerra justa” podría aplicarse en el caso de “la lucha contra la guerrilla (…) y todos admiten que la agresión preventiva contra el enemigo declarado y beligerante es frecuentemente necesaria para la defensa propia”. Allí mismo, Basso justificó en base a Santo Tomás la “licitud” de la pena de muerte para “ordenar la salud de toda la sociedad”.
Secuestro de bebés y pena de muerte
Un punto que llama la atención del documento del teólogo y que es consignado por los autores de la investigación recién publicada se refiere al tema de las mujeres embarazadas. “Atinadamente exigen la mayoría de los moralistas que ninguna mujer embarazada sea condenada a muerte, antes se ha de esperar que de a luz, pues, en caso contrario se asesinaría a un inocente (el hijo)”, apuntaba. Son los propios investigadores designados por la Iglesia quienes se preguntan si, en vista de lo ocurrido con la apropiación ilegítima de bebés por parte de la dictadura, “el transfondo teórico de este proceder, según la lógica represiva, se afirmaba en la idea de que el niño era inocente, y por lo tanto no se lo debía ‘condenar a muerte’, tal como el informe (de Basso) señalaba, aunque a la vez, el niño debía ‘ser rescatado’ de la ideología que había guiado a su madre al camino de la ‘subversión’”.
Del acta de Comisión Permanente del Episcopado pocos antes del golpe militar (3 de marzo de 1976) surge que, en la ocasión, los obispos hablaron de la pena de muerte concluyendo que “en este momento pareciera que no hay otro remedio para combatir la subversión”. De esta manera el máximo nivel de jerarquía católica construyó fundamentos teológicos y morales para la represión, la tortura y la desaparición de personas.
El 27 de marzo de 1976, El Vaticano, en la figura del nuncio Pío Laghi, reconoció el golpe militar y al dictador Jorge Videla como presidente. De ahí en más, primero Tortolo y luego el cardenal cordobés Francisco Primatesta, quien lo continuó en la presidencia del Episcopado, siguieron sosteniendo el carácter de ferviente “católico” del genocida. En junio de 1976, Laghi le escribió a su superior vaticano, el cardenal Jean Villot, afirmando que la “doctrina Videla” estaba fundada en “lograr la unidad en el pluralismo como medio para reafirmar la identidad nacional y abordar programas concebidos y compartidos por todos los sectores”. Y con ese argumento señalaba que “es necesario evitar cualquier forma de aislamiento” del gobierno, lo que se traducía en que la jerarquía católica no debía oponerse públicamente a la dictadura.
Pocos días después del informe de Laghi, el 4 de julio de 1976, los sacerdotes Alfredo Leaden, Pedro Duffau y Alfredo Kelly y los seminaristas Salvador Barbeito y Emilio Barletti, todos ellos de la congregación de los palotinos, fueron asesinados por una banda armada en la parroquia de San Patricio, en Buenos Aires.
Y para entonces, tanto en Buenos Aires como en El Vaticano, la Iglesia ya recibía pedidos de solidaridad y denuncias sobre torturas y desapariciones que solo derivaron en discretas gestiones privadas ante los dictadores y que ni siquiera generaron una reacción pública mayor cuando fue asesinado por la dictadura el obispo de la Rioja, Enrique Angelelli, el 4 de agosto de 1976.