En 1967, una obra teatral del poeta Mario Trejo se convirtió en el gran suceso de crítica y público del siempre polémico Instituto Di Tella, el polo por excelencia de la neovanguardia porteña antes y durante los años de Onganía. La obra se llamaba "Libertad y otras intoxicaciones" y pese a que Trejo tenía poca experiencia en materia escénica, había logrado cuajar varias ideas que circulaban desde algunos años antes en ámbitos teatrales porteños y del mundo.
En Teatro de vanguardia en la Argentina de hoy (1970), Griselda Gambaro recordó: “En Libertad y otras intoxicaciones se rompía la estructura convencional de acción que conduce a un desenlace lógico, no había tiempo en el sentido de un transcurrir cronológico adaptado al contar, y por primera vez funcionaban otros elementos que eran la agresión directa, el vociferar sin miedo, la primacía del movimiento corporal. No como elementos de pura acción externa, sino valorizados por un trasfondo de violencia, muy afín con el espíritu de nuestra época”.
Tal vez encandilados por el suceso, se tomó una decisión arriesgada para una obra de ese tipo: llevarla a Mar del Plata durante la temporada de verano, una idea que tuvo resultados previsiblemente catastróficos.
Trejo había vuelto al país después de un periplo internacional que incluyó un Premio Casa de las Américas, el guión de una película premiada en San Sebastián y un par de proyectos con Bernardo Bertolucci en Italia, entre otros hitos. A sus 40 años, era una especie de lobo solitario cuya personalidad arrolladora y un poco hosca lo habían transformado en una figura notoria de la vanguardia porteña pero también le había hecho ganar varias antipatías, sobre todo porque se cuidaba mucho de no cometer falsa modestia. Su relación con el teatro había sido esporádica. Había hecho con Alberto Vanasco la obra No hay piedad para Hamlet (1948, premiada varios años después) y había sido de los primeros en poner en circulación los textos de Antonin Artaud y el movimiento del Teatro Circular estadounidense, especialmente interesado en el vínculo del arte con lo ritual y lo misterioso
En Italia, una puesta del Living Theatre, Misterios y pequeñas piezas, lo conmovió e inspiró. Por eso, cuando de vuelta en la Argentina el Centro de Experimentación Audiovisual del Di Tella lo convocó a realizar una obra, no dudó en qué camino seguir. A la manera de lo que había visto, se propuso componer y dirigir una serie de secuencias que nacerían de los ejercicios colectivos que el grupo de intérpretes, al que bautizó La Tribu, produciría durante los ocho meses que duraron los ensayos. Parte de los actores eran jóvenes sin formación teatral, lo suficientemente versátiles y maleables para el experimento. Libertad y otras intoxicaciones adquirió su título poco antes del estreno, inspirada en un fragmento de un edicto que se publicaba bajo la carta de bebidas de los restaurantes: “Ebriedad y otras intoxicaciones”, lo que dotaba a la obra de una carga irónica y política en el contexto de la dictadura de Onganía.
La puesta fue estrenada el 26 de abril. Ofrecía una serie de cuadros que comenzaban con un sugerente ingreso de los intérpretes iluminando la oscuridad de la sala con brasas de sándalo y culminaban en una secuencia en la que formaban un círculo y empezaban a emitir un sonido indistinguible con la boca entrecerrada que iba in crescendo a medida que el círculo se cerraba. Kado Kostzer, que formó parte ese elenco, relata con singular ironía el momento final en su libro La generación Di Tella: “Luego reptábamos hacia la platea cayendo inermes por una mullida moquete gris. Dos de los actores más corpulentos nos llevaban rígidos –‘como si tuviesen un palo en el culo’ había sido la indicación del director– para apilarnos en el centro del escenario, escena en la que jamás me atrevía a abrir los ojos para ver. Finalizaba con algunos de los integrantes –yo entre ellos—en posición yoga realizando lo que familiarmente llamábamos yogur y que no era otra cosa que numerazos histriónicos o histéricos, en distintos tonos y estilos, siempre intensos, que tenían un fuerte impacto en el público. Ya calmados, nos íbamos retirando sin recibir aplauso alguno como en toda rigurosa ceremonia”.
Los números de la platea rompieron todos los récords del Instituto de la calle Florida, lo que motivó no solo una reposición con elenco renovado en septiembre sino también la aventura veraniega. Al parecer, el teatro Gotán de Mar del Plata se mostró interesado para el horario de trasnoche. “Las condiciones no podías ser menos estimulantes –recuerda Kostzer en su libro–: una cooperativa, es decir, si entraba dinero se repartía, había que pagarse los pasajes y conseguir alojamiento…” El segundo elenco de Libertad declinó masivamente la invitación; solo cuatro se animaron: Kostzer, Chacho Ríos, Pepe Romeu y Raúl Martínez. Hubo que convocar a otros jóvenes, algunos de los cuales no eran más que “voluntariosos felices”, en la mirada de Kostzer.
La versión marplatense se estrenó el 4 de enero y fue un rotundo fracaso. Apenas 4 o 5 personas se acercaban a asistir a la nave insignia del Di Tella en la ciudad de ocio represivo, como la bautizó el Juan José Sebreli de entonces. Era imperioso hacer alguna acción de cierto impacto promocional.
Kostzer conocía a una locutora, Pupi Crasil, que tenía una boutique llamada LSD al fondo de la galería Eves en la peatonal San Martín. Crasil tampoco tenía mucho éxito con sus prendas y accesorios de aire “moderno”. En lo que Kostzer llamó “un rapto de falta de criterio”, planificaron una acción pública para hacer en el local a las 10 de la noche del lunes 8 de enero de 1968: “realizaríamos una ceremonia con incienso, velas, nuestro yogur y zumbido. De allí partiríamos en cortejo por San Martín sorprendiendo y desalienando –palabra de moda en esa época– a los ociosos que daban la marplatense vuelta al perro. Esa muestra gratis de Libertad… –fantaseábamos– motivaría a que a las 0.30, hora de la función, la sala estuviese llena de curiosos por ver más, pagando la entrada”, relata Kostzer.
Pupi Crasil movió algunos contactos para que vinieran periodistas y fotógrafos. El inicio de la ceremonia, en el local, no generó mayores inconvenientes. El tema fue cuando comenzaron a marchar en procesión, “como exóticos sacerdotes de una misa negra”, según los definió un divertido cronista de la revista Siete Días Ilustrados que presenció la performance. Una actriz, tiesa, era llevada en andas y rodeada por los demás intérpretes, que portaban velas encendidas. A pocos metros, depositaron el cuerpo de la joven en el suelo, entonaron “una siniestra melodía”, “pegaron las velas al piso y volcaron una lluvia de papel picado sobre la joven inmóvil”.
“Desde el público –continúa la crónica de Siete Días– comenzaron a oírse los primeros comentarios, mientras la ceremonia continuaba incólume. De pronto, la ‘muerta’ se incorporó y sus ‘adoradores’ cayeron irremediablemente en un trance de feroces contorsiones que los entrelazaba como los hilos de una madeja infernal. El murmullo del público era ya una sarta de insultos, risas, protestas y manoseos que anunciaban un imprevisible desenlace”.
En La generación Di Tella, Kostzer dio su también versión del momento: “Apenas alcanzamos la calle, la multitud –en adelante la gente normal– que paseaba con sus imitaciones de la chemise Lacoste, sus mocasines símil Guido sin medias y discretas túnicas, comenzó a lanzar insultos contra los participantes –en adelante los hippies– sobre cuyas melenas, para nada largas pero más allá de la media americana reinante, llovían epítetos asociados con la sexualidad: ¡maricones! ¡putos! ¡lesbianas! ¡comilones! ¡marchatrás! ¡tortilleras! ¡invertidos! ¡degenerados! ¡amorales! ¡inmorales!... Algunos otros adjetivos presentaban variantes más sociales, étnicas y hasta políticas: ¡vende patrias! ¡melenudos! ¡judíos! ¡drogadictos! ¡mugrientos! ¡moishes! ¡gorilas! ¡yanquis! ¡comunistas!”
La policía los intimó a terminar con el espectáculo, pero los artistas decidieron continuar adentro de la boutique con lo que la revista calificó de “frenético y enloquecido bailoteo”. “El público que los rodeaba se había convertido en una marea amenazadora que agitaba puños y los invitaba a salir para dilucidar filosofías a trompis. Entonces se produjo el arribo de más policías resueltos a liquidar definitivamente la función. Los oficiales les rogaron que se fuesen. Los transidos melenudos acataron la orden y cruzaron el anillo humano en primorosa fila india. Allí se produjeron las primeras trompadas entre un bando y otro”.
“Lejos de dispersarse –continúa–, la multitud siguió a los sancionados en procesión por San Martín. Eran unas mil personas que al llegar a Santa Fe desataron la guerra. Un puñado de jóvenes ‘antihappening’ se abalanzó sobre los iracundos golpeándolos violentamente. Los agredidos respondieron hasta comprender que de no escapar acabarían en el hospital. Trataron de escabullirse en el teatro donde actúa el conjunto I Musicisti, pero les cerraron la entrada. Ya estaban condenados, cuando apareció una patrulla policial que, al detenerlos, salvó sus vidas”.
En esos días, Mario Trejo estaba en Mar del Plata, pero Kostzer –quien no fue detenido porque logró escabullirse en otro teatro– dice que no aparecía demasiado en el teatro y mucho no se había sumado a la peculiar acción promocional. Sin embargo, esa noche, no le quedó otra que intervenir: “Pocos minutos después –dice Siete Días–, el autor de Libertad y otras intoxicaciones rescataba a los detenidos, que no eran sino varios de los protagonistas de su pieza teatral. Les conseguía así otra Libertad, la más concreta”.
Apenas completada esa semana de funciones, el elenco se disgregó y Libertad y otras intoxicaciones murió sin pena ni gloria, reprimida más por la acción de una colérica multitud veraneante que por un edicto policial como aquel del que se pretendía mofar.