“Extravagante y, a la vez, reservada, Martine de Béhague (1870-1939) fue una de las personalidades más intrigantes de su tiempo. Durante cincuenta años, esta amiga de poetas, músicos y pintores recorrió los mares en sus yates mientras buscaba los más bellos objetos, libros y obras de arte de distintas épocas y culturas ¿Pero fue tan solo una coleccionista…?”, siembra la duda el escritor e historiador parisino Jean-David Jumeau-Lafond. Duda que él mismo se ocupa de despejar en Martine de Béhague: Une esthète à la Belle Époque, libro de reciente publicación en Francia que -a decir de la crítica especializada- más que una biografía, es un acto de justicia. Después de todo, hasta ahora, esta mujer no había recibido el mismo reconocimiento que algunas de sus colegas más ponderadas; Isabella Stewart Gardner, Winnaretta de Polignac y Peggy Guggenheim, por ejemplo. “Tampoco se había apreciado en su totalidad cuán especial fue su magnífica colección”, reconoce la revista The Art Newspaper, que elogia enfáticamente al autor por revivir a esta figura, al escribir “el primer estudio académico de una mujer que se nos revela curiosa y, a su modo, indómita”.

Dicho está: gran viajera, Béhague atravesó océanos en sus yates (Le Lotus, primero; luego Le Nirvana y Le Tenax), siempre a la pesca de piezas raras, reuniendo en el ínterin dibujos, cuadros, esculturas, manuscritos, joyas, arte islámico, porcelana de Sajonia… En su haber: monedas griegas de oro y plata; antigüedades egipcias, romanas, bizantinas; uno de los controvertidos Salvator Mundi que se le atribuyera a Leonardo Da Vinci (el de Ganay, para más data); tapices de Beauvais; libros medievales iluminados; preciosas alfombras marroquíes; obras de Tiziano, Durero, Ingres, Manet, Degas, Renoir, Vlaminck, Picasso…

Martine de Béhague dibujada por Paul Helleu alrededor de 1900

Nacida en cuna de oro, Béhague era hija de un conde bibliófilo, Octave de Béhague, y destinó su parte de la inagotable fortuna a descubrir obras que eventualmente han enriquecido las salas de museos de la talla del Louvre de París, el Metropolitan de Nueva York, el Getty de Los Ángeles, entre otras prestigiosas instituciones. Apasionada por las artes y ecléctica en sus gustos, se dice que solía comprar ¡un cuadro al día!, pasión que queda corroborada por los numerosos cuadernos que llevaba su fiel secretario, Charles du Bousquet. También lo sugieren artículos de prensa que, en sus días, hablaban de la fervorosa “vocación” coleccionista de la condesa, “término cuyo color místico se corresponde bien con la personalidad de la joven tal como ella misma se ha construido, entre la herencia cultural y los tormentos personales”, acorde a un diario de fines del siglo XIX.

Al parecer, habría afectado tantísimo a Martine la repentina muerte de su padre y de su madre cuando ella solo tenía 16. Al cabo de unos años, contrajo nupcias con un oficial de caballería, pero el matrimonio resultó ser un fiasco, y la muchacha introvertida compensó el mal de amores con la afición artística. De hecho, Jumeau-Lafond cita un revelador intercambio epistolar entre Béhague y el escultor francés Jean Dampt cuando llevaba varios meses separada: “Probé el consuelo del que me has hablado: sumergirme en la larga contemplación de obras bellas y profundas. Ahora más que nunca las miraré como mi única fuente de alegría”, escribe la devota MB; a lo que Dampt le responde: “Has descubierto cómo amar la belleza lo suficiente como para que llene tu vida y te transporte lejos de tus sufrimientos”.

Algunas piezas de Martine

Vale decir que, para escribir esta biografía, el autor de Martine de Béhague: Une esthète à la Belle Époque ha trabajado a partir de diarios recuperados de la también mecenas, en cuya suntuosa residencia de la rue Saint-Dominique (que se convirtió en la embajada rumana tras su muerte) pasaron grandes talentos de su tiempo. También logró hacerse de registros de compra y venta, álbumes con artículos periodísticos de antaño, la correspondencia que la condesa cruzó con amistades cercanas; por mencionar tan solo unos ejemplos, con los poetas Henri de Régnier y Paul Valéry, al que -por cierto- le dio trabajo como bibliotecario en una de sus propiedades. También apoyó a los Ballets Russes; coleccionó los diseños de Léon Bakst para la compañía y le prestó a Igor Stravinsky su piano Pleyel de doble teclado -para ser tocado por dos intérpretes- para el estreno de la cantata bailada Les Noces, en 1923.

Hay quienes cuentan que, cuando veía algo que captaba su interés -guiada por la conexión emocional que entablaba con las obras, además del ojo entrenado-, se le encendía la mirada. Y si bien constantemente le ofrecían cuadros y artefactos, no se dejaba presionar, ni siquiera por gente de confianza, cuya opinión valoraba. Jumeau-Lafond recuerda cierta anécdota que ilustra esta faceta de Martine: Degas le insistió muchísimo para que adquiriese La Marquise de Baglion en Flore, de Jean-Marc Nattier, y ella le reiteró que simplemente no tenía dinero, una manera elegante de explicar que el precio le parecía demasiado alto.

Que Auguste Rodin sintiese admiración por su “musée vivant”, o sea, su casa, llenaba de orgullo a Béhague, que como anota el citado The Art Newspaper a cuento de la flamante biografía, “era mucho más que una gran coleccionista: era una diletante en el sentido profundo de la palabra, que se rodeó de obras por placer y verdadero amor al arte”.