Cuando el atardecer se vaya aproximando lentamente como una mancha que saliera de ese maizal alto que se aproxima a la casa.
Cuando las sombras se vayan arracimando, quitando la luz hueca del día, y la negrura de la noche solo trague esa multitud incontable de pequeñísimas luciérnagas rápidas, arbitrarias, eléctricas, ciegas de un lado hacia otro. Locas. Como si hurtaran sombras, como si quisieran ganar un terreno que no les pertenece, que a puro empeño andan luminosamente extáticas.
Cuando la noche se aposenta señorona sobre esa pequeña chacra que rodean maizales y sostienen el grito angustioso de los terneros llamando a las madres, ese hombre solitario recién saldrá de las sombras con ese inmenso farol que estuvo encendiendo -tratando de encender‑ y colgará de un gancho de alambre atado a un gajo de un paraíso añoso y lleno de cicatrices y de cortezas inmemoriales. Esas cortezas que recorren los insectos y las hormigas que aún no pudieron con él.
Ese hombre solitario que ingresa por esa puerta que lo devora entero, saldrá con una silla que depositará cuidadosamente en el patio de tierra apisonada y bien barrida. Volverá a entrar por esa puerta honda de la casa aún en sombras y que habrá de permanecer un tiempo largo así.
Desde el fondo de las habitaciones saldrá con una guitarra en la mano derecha, se acomodará tranquilo en ese ritual que lleva muchos años. Se habrá de sentar acompañado de su parsimonia añosa, templará como al descuido esas cuerdas buscando un tono. Habrá de interrumpir aún y mirará ese campo que se come el haz luminoso del farol, pondrá el oído presto hacia el campo que en ese momento quiere transmitirle algo, no lo sabemos, porque es verdad que en esa hora prima de la llanura el campo es todo oídos, el hombre no puede ser menos, no se quiere perder el ruido del mar que dejó en su niñez en aquella Europa milenaria que a veces extraña más y a veces mucho menos, porque el hombre con sus años, tan solos, que ya han hecho una llaga sobre su corazón casi más tosca que las que la escarcha produjo en sus manos que manejaron por cincuenta años las alas de la mancera. Más de una vez creyó que iría a volar detrás de ese revolotear de las gaviotas blancas que se disputaban los gusanos, las isocas y tanto manjar cuando la reja clavándose en la tierra la diera vuelta y una lengua muy negra se mezclara con esa zona de amarillento pasto donde tuvo el valor de clavar ese acero condenado a desflorar.
Después de un rato de aprontes, por fin emprenderá el sendero de la música que no será esta noche el filón nostálgico y doloroso de sus canciones antiguas sino unas milongas criollas que le ha hecho conocer el vecino, un puestero también muy mayor como él, un auténtico entrerriano de Montiel, solitario como él, pero la soledad suya no es por soltería como el hombre que deja acariciando las cuerdas de una guitarra, sino una viudez lejana, y si no fuera por este gringo, mal lo pasaría con sus hijos desflecados al viento.
Cuando el criollo monte ese moro manso ya se pondrá en camino desde su rancho a la casa de ladrillos que lo espera con esa gran luz aplanándose sobre el patio de tierra, para provocar un concierto que solo escucharán los sapos, las ranas y esos terneros guachos que gimen lastimeramente buscando a su madre.